El Estado y los servicios públicos
El sector estatal no podrá desentenderse de la necesidad de una regulación moderna y de un control riguroso de los servicios públicos privatizados, en defensa de los usuarios.
LA fuerte transformación del Estado y la privatización de los servicios públicos registradas durante la última década han generado innumerables beneficios para el país. Es claro, sin embargo, que si el sector estatal se desentiende de la necesidad de una regulación moderna y de un control riguroso de esos servicios, que atienda la defensa de los usuarios, aquellas ventajas sólo serán percibidas por la sociedad en términos de meras utilidades para los grupos empresariales.
El Estado debe ejercer un papel activo en esta materia, además de velar por introducir competencia allí donde no la hay.
A mediados de la década del 80, durante la gestión del presidente Raúl Alfonsín, se inició en nuestro país un debate sobre la necesidad de transferir actividades que estaban en manos del Estado al sector privado, fundamentalmente a partir de una iniciativa del entonces ministro de Obras Públicas, Rodolfo Terragno, para transformar dos grandes empresas estatales: Aerolíneas Argentinas y Entel. Frente a la preconizada panacea de la gestión privada se destacó, desde una perspectiva crítica, la importancia del rol que el Estado debía jugar en la economía y el riesgo de morigerar ese papel por medio de los procesos privatizadores. La falta de control de variables clave para el bien público y hasta la pérdida de la soberanía se esgrimieron como sustento para mantener la fuerte presencia del Estado en la economía.
Los grandes cambios debieron esperar hasta la asunción del presidente Menem, cuando su gobierno se lanzó a una carrera privatizadora, aunque soslayando un necesario y profundo debate sobre la mejor manera de hacerlo y acerca del papel que desempeñaría en adelante el Estado. Muchos servicios públicos pasaron a manos privadas en poco tiempo. Primero fueron las telecomunicaciones, luego el transporte aéreo, la provisión de agua, gas y electricidad y tantas otras actividades menores que sin razón alguna estaban en poder estatal. La sociedad comenzó a ver la mejora en la prestación de estos servicios y las empresas concesionarias mejoraron la rentabilidad de servicios que en manos públicas generaban pérdidas.
La década del 90 fue mostrando otra faceta a los argentinos. Poco a poco, la sociedad comenzó a comprender que, sin perjuicio del equivocado papel que el Estado empresario había tenido hasta los 80 en la economía, ahora se hacía necesario terminar de redefinir un nuevo rol del Estado en una economía en buena parte desregulada, regulando y controlando la prestación de los servicios públicos. Así nacieron los entes reguladores con el objeto básico de controlar a las empresas prestadoras de los servicios públicos en lo que se refiere a sus obligaciones contractuales y a las que surgen de los marcos regulatorios.
Pero debe reconocerse que, tanto las condiciones contractuales como los marcos regulatorios destinados a regir durante décadas, se aprobaron con diferentes niveles de apuro y, en algunos casos, con una insuficiente base de estudios económicos, técnicos y legales. Por ello, en los últimos años se han comenzado a apreciar las consecuencias de esas deficiencias.
Por un lado, los usuarios, en forma individual o por intermedio de asociaciones, y el defensor del pueblo, han comenzado a cuestionar ciertos aspectos tarifarios y el modo de prestación de algunos servicios. Por otro, las nuevas concesionarias han planteado la necesidad de ciertos cambios en los contratos. La realidad es que muchos de los actuales contratos entraron en procesos de renegociación en la etapa final del gobierno de Carlos Menem, lo que mereció más críticas que elogios por parte de los distintos sectores, y hasta se manifestaron dudas por la transparencia en el obrar de ciertos funcionarios. La renegociación de un contrato administrativo no es ni buena ni mala en sí misma; todo depende de las nuevas condiciones que se establezcan y de la adecuación de éstas a una mejor satisfacción del interés público. El control debe ser sinónimo de orgullo y es deseable que se pueda predicar en la Argentina que una empresa controlada por el Estado sea una empresa segura y eficiente. Pero, lamentablemente, distintas experiencias, tales como la de Aerolíneas Argentinas, nos entristecen. Otras, por el contrario, nos brindan satisfacción, al comprobarse que los servicios prestados en la actualidad son notoriamente superiores a los que se brindaban en la etapa en que eran públicos. En definitiva, se ha producido una transformación económica en la Argentina que requiere de un cambio cultural. No hace mucho, en esta misma columna, se hizo referencia a la necesidad de dar un gran paso hacia la madurez de nuestra Nación: la consolidación de la democracia económica. Hoy debemos agregar un nuevo concepto en este camino: la necesidad de la regulación y del control riguroso que exhiba un verdadero compromiso del Estado con el desarrollo y el bienestar del pueblo.