El Gobierno no es la solución, es el problema
Hay, desde hace algunos días, ministros llamando a empresas para conseguirle a Alberto Fernández alguna obra que inaugurar; la farsa como hecho político
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Si a cualquier funcionario puede costarle ser creíble en el cara a cara, mucho más por Zoom. En eso estaba el lunes por la tarde Matías Tombolini, secretario de Comercio: detrás de la pantalla e intentando convencer a representantes del comercio minorista de las bondades del programa Precios Justos. Ya les había dicho que tenía solo 50 minutos desde las 19 pero, como la conversación se puso difícil, siguieron hasta las 21.50. Él les pedía, por ejemplo, que ejercieran un estricto control sobre los proveedores con el cumplimiento de los precios. Fernando Savore, de la Federación de Almaceneros bonaerense, estaba de acuerdo. Pero no tanto Julio Vázquez, de la Cámara de Perfumerías. “No voy a ir en contra de la industria”, le advirtió. El plan, la gran apuesta del Gobierno para los próximos cuatro meses, todavía no se firmó con todos. Hay varias dudas.
El trasfondo del asunto es que los empresarios no le terminan de creer al Frente de Todos. Ricardo Zorzón, de la Cámara Argentina de Supermercados, objetó ahí que los municipios tuvieran la facultad de fiscalizar precios a cambio de quedarse con 25% de la recaudación en multas. Y hay productores de alimentos que estaban la semana pasada a punto de acordar y que incluso estuvieron en el acto de lanzamiento en el CCK, pero que retrocedieron ahora, al enterarse de que entraban en el programa los mayoristas. “Eso ya es otra cosa”, se quejó uno ante este diario. ¿Habrá que venderle con el precio congelado también a ese canal, bastante superior al 25% que representan los minoristas?, se preguntan.
Es improbable que la medida arranque con pleno cumplimiento. Hay fabricantes que se sobresaltaron al enterarse de que el tope de 4% de alzas mensuales que tendrán los alimentos por fuera del acuerdo estará taxativamente consignado en una resolución. ¿Por escrito? Ni Moreno lo hacía. Lo más curioso es lo que el debate expresa en sí mismo: el establishment gira desde hace varias semanas en derredor de un programa en el que casi nadie cree. La farsa como hecho político. Se entiende más entre los funcionarios, habituados a moverse cada tanto en vastos universos de ficción. Hay, por ejemplo, desde hace algunos días, ministros llamando a empresas para conseguirle a Alberto Fernández alguna obra que inaugurar.
Pero a los empresarios les cuesta más. El Gobierno no aporta soluciones y hasta han empezado a plantearlo en el Frente de Todos. José Ignacio de Mendiguren, por ejemplo, admitió esta semana que el sistema de aprobación de importaciones no estaba funcionando bien. El secretario de Industria no se lleva bien con Tombolini. Y es común que, cuando las medidas no resultan, se busquen culpables. En el propio espacio, en la oposición y, principalmente, entre los empresarios. Massa se enfrasca últimamente en discusiones con algunos de ellos. Por los dólares, por ejemplo. “Están acumulando materias primas”, le reprochó a un fabricante. No lo convencía el monto de divisas requerido. Pero son siempre estimaciones porque lo que viene es más incierto que nunca. “¡Si para 2023 falta un siglo!”, protestó el dueño de una planta bonaerense el miércoles, apenas recibió el formulario que les envió a todos el subsecretario Germán Cervantes y que pide que especifiquen cuántos dólares necesitarán el año próximo.
Massa se muestra en público muy convencido de estas medidas, pero lo cierto es que también está obligado a aceptarlas. El seguimiento artesanal de los precios, algo en lo que no creía, es ahora uno de sus pocos puntos de contacto con el kirchnerismo. De esa sobreactuación pende, frágil, la cohesión del Frente de Todos. La unidad es un objetivo de Cristina Kirchner para el año electoral. “Ella va a venir con ese mensaje”, había anticipado el miércoles uno de los organizadores del acto en el Estadio Único de La Plata. Y así fue: la vicepresidenta sigue respaldando a su ministro y al menos no mencionó a Alberto Fernández.
Por eso volvieron a sorprender las declaraciones de Gabriel Rubinstein. El miércoles, en el simposio del Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas, el secretario de Programación Económica expuso todas las dificultades que el Gobierno tiene para mantener este tipo de cambio y bajar la brecha. No bien lo hizo, el dólar subió cuatro pesos. A Douglas Elespe, CEO de la filial local de la calificadora Fitch, uno de los que lo entrevistaban, le llamó la atención tanta franqueza. “Hemos recibido presidentes, ministros, gobernadores: pocas veces hemos escuchado una charla tan sincera”, dijo.
¿Por qué hablaba así Rubinstein? ¿Lo había acordado con Massa? Es cierto que no estaba delante de funcionarios. Hablaba entre pares, casi en un rol de analista, y no se lo veía nervioso. Pero su discurso pareció confeccionado a los efectos de provocar. A mitad de año, en plena discusión sobre si asumiría o no, el ahora viceministro envió un documento con su programa al Instituto Patria. Dicen que Cristina Kirchner lo habló entonces con Massa: le dijo que no tenía problema en que lo designara, pero que no entendía el empecinamiento porque no se podría aplicar ninguna de esas medidas. Empezando por la más relevante, la devaluación. Era en realidad una advertencia.
Massa necesitaba en ese momento a Rubinstein porque no tenía en su equipo a ningún economista de ese prestigio. El secretario de Programación juró nomás en el cargo y se cuidó por un tiempo. Aclaró varias veces, por ejemplo, que muchas de sus viejas declaraciones quedaban ahora extemporáneas. Pero el miércoles, en el IAEF, cuando hablaba del gasto público y la dificultad de bajar el déficit fiscal, parafraseó con ironía a Eva Perón. “Acá, los políticos…, ¡dale que va!: con ese lema de que ‘de cada necesidad hay un derecho’, está bien, podemos hacer cualquier cosa”. En junio, un cuestionamiento parecido le había valido a Carlos Rosenkrantz, ministro de la Corte, una crítica pública de Alberto Fernández.
Rubinstein se refirió también a un viejo tópico de la discusión sobre los aumentos de precios. “Está la idea de que la inflación es culpa de las empresas. La idea de multicausalidad se llevó al punto de decir: ‘el Gobierno no tiene que ver mucho con la inflación’. Todas ideas falsas, pero que van cimentando”, planteó. Y, como conclusión, recordó una anécdota de 1993. Cuando, como economista de Duff & Phelps, le tocó recibir a Domingo Cavallo, entonces urgido porque las calificadoras le subieran la nota a la Argentina. Contó que, consultado sobre por qué el país había perdido el superávit fiscal del 3%, y después de dar muchas vueltas, el ministro admitió que en realidad él era partidario de reducir impuestos. “‘Si dejo el superávit, nos dijo, al final el Congreso me lo va a gastar todo. Entonces yo prefiero bajar impuestos y que no quede nada’”, citó Rubinstein, y describió aquella respuesta de Cavallo como elocuente de lo que es un país inmaduro para aplicar reformas.
Como si, en la cara del kirchnerismo, y 24 horas antes del festival de la “jefa” en La Plata, el viceministro hubiera elegido citar a Reagan en la asunción: “El Gobierno no es la solución a nuestro problema. El Gobierno es el problema”. ¿Quiso forzar su renuncia? El modo y el momento ofuscaron a Massa, que le transmitió el reproche desde Indonesia y le ordenó que no volviera a hablar así. Pero a los empresarios los inquieta Massa, no Rubinstein: saben que ambos piensan bastante parecido y pretenden que sigan ese rumbo. Es un buen motivo para dudar de Precios Justos.