El hombre que persiguió la luz
Me temo que nos hemos engañado durante mucho tiempo respecto de dos cuestiones: tener imaginación y que se nos ocurran ideas. Se ha instalado el prejuicio de que hay personas que tienen imaginación y otras que no. A algunas se les ocurren montones de ideas. A otras, en cambio, nada, ni una.
A mi juicio, es exactamente al revés. La capacidad de imaginar y de tener ideas es innata. Pero desde pequeños nos la reprimen, la sitian, hasta que cuando llegamos a la adultez tenemos un repertorio tan extenso de asuntos en los que no debemos pensar –porque son disparates, porque se nos reirían en la cara–, que la imaginación y las ideas se van marchitando. Un día descubrimos que ya no queda nada, es tierra yerma. Creemos que no tenemos la capacidad de imaginar y de tener ideas. En realidad, la hemos enterrado debajo de capas de represión inconsciente. Picasso lo entendió bien. "Me tomó cuatro años pintar como Rafael –dijo–, pero una vida entera pintar como un niño."
Por azar o porque allí es donde reside el verdadero talento, algunos individuos consiguen sobreponerse a las reglas que en cada época, caprichosas y siempre cambiantes, establecen lo que es aceptable y lo que no. Recuperan así esa libertad de la mente infantil, que lee nubes y dibuja su propia y personalísima versión de la realidad. Que habla con el gato y no alberga ninguna duda de que el gato le entiende y de que, a su modo, le responde. Que teme monstruos debajo de la cama o en el armario, y no sé si lo recuerdan, pero esa amenaza era muy real.
Por eso no es menor que los chicos lean. Ya sé que estamos en la era de la imagen y todo eso. No voy a oponerme. Primero, porque no tengo nada contra la imagen. Segundo, porque sería inútil. Pero la lectura es el campo de entrenamiento de la imaginación. Si sus padres les dan el ejemplo, los chicos intentarán también interpretar esas arduas hileras de símbolos hasta que una tarde inolvidable la escena de los piratas o los magos aparecerá en su imaginación, y entonces habrán ganado una de las batallas más importantes de sus existencias. Podrán cerrar los ojos y ver otros mundos, otras realidades. Podrán soñar despiertos.
Ah, no, eso está mal. Soñar despiertos está mal. Pero díganme, ¿qué es tener imaginación, sino soñar despiertos? Escribe John Norton, del Departamento de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Pittsburgh, que Einstein solía contar que a los 16 años se imaginó cómo sería perseguir un rayo de luz. Ese disparate delirante, absurdo y por entero fuera de lugar lo condujo a la Teoría de la Relatividad.
La buena noticia es que, aunque llevará tiempo y disciplina, es posible regresar a la mente imaginativa y llena de ideas de la infancia. Solo es menester perder la vergüenza. Hace tanto que no pensamos como niños, que creemos que al inspirado se le ocurren siempre ideas deslumbrantes y que invariablemente imagina como un genio. Pero no funciona así, anoten. Ni cerca.
Por cada idea interesante a la persona ocurrente se le pasan miles de tonterías por la cabeza. Solo que imagina todo el tiempo, no de 9 a 18. Posee el hábito. Y como sabe cualquiera que haya estado en un buen brainstorming, hay que dejar que fluya. Tener ideas es dejar fluir a las ideas. Imaginar es un fluir de imágenes. Debemos permitir que los pensamientos más descabellados tengan el mismo salvoconducto que la idea genial, porque la imaginación no discrimina. Es como mirar el cielo; de vez en cuando, una estrella fugaz. Cada tanto, algo inesperado y brillante surge entre tanta idea insensata, y entonces, sí, tenemos algo valioso y lo anotamos. Por eso se habla de tormenta de ideas. Nadie controla las tormentas.
Se trata de imaginar sin juzgarnos, en estado puro, sin ejercer control y sin meta, como los niños. Porque la diferencia entre insensato y genial, queridos amigos, es en general una cuestión de fechas.