El idioma es también un reflejo de los cambios sociales
La irrupción de un tercer género gramatical sacude viejos hábitos y causa polémica, pero es además un intento de que el lenguaje se adecue a las nuevas realidades
Hace unas semanas, una estudiante secundaria habló por televisión en el contexto de la movilización por la legalización del aborto. El contenido no llamó la atención, pero sí algunas palabras que incluyó en su discurso, con una naturalidad pasmosa. Explicó que "les estudiantes" resolvieron tomar el colegio "hasta que termine la sesión de diputades".
Este novedoso uso consiste en la creación de un tercer género gramatical con desinencia en "e" en reemplazo del valor genérico, no marcado, que el masculino tiene en nuestra lengua para algunos pronombres, sustantivos y sus modificadores que refieran a seres animados. Dicho de otra forma, en español, como en muchos otros idiomas, el masculino cumple más de una función: en singular y en plural, sirve para referirse a hombres, pero también a la especie en su conjunto. Frente a esto, este tercer género propone limitar el masculino a la función específica de referirse solo a hombres, mientras ofrece otro -más preciso- para el valor genérico.
La entrevista se viralizó y tuvo al menos dos efectos. Mucha gente se enteró entonces por alguna pantalla de que hay en nuestra lengua algunas propuestas de cambio en marcha. Pero también, entreverado el nuevo uso con temas polémicos como aborto, tomas de colegios, feminismo y diversidades sexuales, dejó que quien así lo prefiriera pudiera confirmar sus prejuicios, apoltronándose en la idea errónea de que estaba ante un fenómeno nuevo, local y afectado.
No creo que sea así. La insatisfacción con el uso del masculino genérico lleva ya varias décadas. La solución con desinencia en e no es más que un mojón, no sabemos si el último, en un largo camino espontáneo de prueba y error. Vimos desdoblamiento ("diputados y diputadas"), que ofrece una alternativa pero duplica, en contra del principio de economía que suele prevalecer en la lengua. Vimos la x y la @ ("diputadxs", "diputad@s"), igual de compactos que el masculino como genérico, más precisos, pero impronunciables. Y ahora la e parece estar imponiéndose en una suerte de supervivencia lingüística del más apto, porque ofrece concisión y pronunciabilidad. Es, vale decirlo, incluso mejor que algunos usos aceptados desde hace mucho en nuestra lengua, como el "diputados/as", tampoco fácil de leer.
Por otra parte, basta un googleo para ver que el fenómeno no es solo porteño ni privativo de una orientación partidaria, sino que ocurre en otros lugares del país de modo transversal y también en otros países hispanoparlantes. Sin contar con que, además, algo parecido viene ocurriendo también en otras lenguas, como el francés, el portugués y el alemán, con similar adhesión y resistencia que en la nuestra.
Se le objeta a este nuevo género que pretende modificar un orden que, a los ojos de muchos, funciona bien. En pocos ámbitos de nuestra vida tiene el hábito tanta fuerza como en el idioma que usamos. El genérico en e (les diputades, les alumnes, nosotres) representa sin duda una violencia importante para nuestras costumbres. Leído o escuchado por primera (o segunda o centésima) vez, a muchos les suena "raro". Algunos, por ejemplo, señalaron jocosamente que "todes les diputades" les sonaba a "le mer estebe serene". Puede ser. Pero no más que "todas las diputadas" a "la mar astaba sarana" y "todos los diputados" a "lo mor ostobo sorono".
Hay también quienes nos recuerdan que el nuevo género es gramaticalmente innecesario, puesto que lo que esta novedad propone ya lo hace bien, y con pleno consenso entre los lingüistas, el uso no marcado del masculino. No me parece gran idea aducir la norma como argumento en contra de la propuesta de modificación de la norma, sobre todo cuando esa voluntad de modificación no parte ni de la ignorancia ni de la mala comprensión de la norma, sino más bien de un malestar con ella. Algo distinta, aunque se vea semejante, me parece la reacción de la RAE cuando afirma la norma ante la consulta frente al cambio. Está haciendo lo que debe hacer. Sería un error de su parte aceptar prematuramente cambios en proceso, incipientes, extendidos, pero todavía minoritarios.
¿De dónde viene el malestar con el masculino como genérico? ¿Tiene que ver con la militancia feminista y los movimientos por la diversidad? En parte sí. Seguramente sin estos movimientos no habríamos estado atentos a estas cuestiones. Pero me parece que solo con el impulso de estos grupos este fenómeno lingüístico habría quedado en jerga de nicho. Según yo lo veo, el tercer género no es resultado de un proyecto militante que busca cambiar el lenguaje para que el lenguaje cambie el mundo, sino más bien un intento espontáneo de que el lenguaje se adecue mejor a una realidad que ya cambió. Es cierto que cómo nombramos la realidad tiene efectos en cómo la percibimos, pero no es menos cierto que hay a veces también razones prácticas detrás del modo en que la lengua se configuró, así como también en el modo en que la seguimos usando.
No resulta difícil entender por qué el masculino funcionó siempre muy bien como genérico. Ni por qué, hasta hace poco, eso no llamó mayormente la atención de nadie y hoy sí. A lo largo de nuestra historia y hasta no hace tantas décadas, como resultado de la discriminación de la mujer, los grupos relevantes y más visibles en la vida cívica, pública y profesional de nuestras sociedades estaban compuestos exclusiva o mayoritariamente por hombres. En ese contexto tenía pleno sentido, por el principio de mayorías, utilizar el género numéricamente dominante para referirse al grupo, al hombre para referirse a la especie, más aún si muchas veces el grupo no incluía más que varones. Y tiene pleno sentido que a nadie eso le sonara discordante, como no suena discordante, tal como lo indica la última Gramática de la RAE, que en grupos históricamente con mayoría de mujeres -enfermeras, amas de casa, secretarias, azafatas- el género gramatical femenino pueda utilizarse como genérico.
Ignacio Bosque, gran lingüista y miembro de la RAE, nos da un ejemplo sugestivo. "Los directivos acudirán a la cena con sus mujeres", nos dice, es sexista, pero expresiones como "los trabajadores de la empresa", con un impecable masculino genérico, no lo es. Tiene razón, pero también veo evidencia ahí de por qué a algunos hoy les resultan insatisfactorias por imprecisas y muchas veces confusas las dos frases casi por igual. Hace, digamos, un siglo, las chances de que entre los directivos de cualquier institución hubiera mujeres eran casi nulas. Ahora ya no. El masculino como genérico hoy no implica, entonces, tanto un trato lingüísticamente discriminatorio o sexista, sino sobre todo un desajuste con una realidad que poco a poco, y ciertamente en las escuelas y universidades a las que asisten los jóvenes que han ido incorporando progresivamente el tercer género, ya ha dejado (y sigue dejando) en gran parte de ser así.
¿Es este cambio indispensable? No, de ninguna forma. ¿Es descabellado? Tampoco. Tenemos, como todos, una lengua hermosa. Una lengua en la que, como en todas, pugnan el impulso de conservar y el impulso de actualizar. Vivimos, creo, un momento de gran vitalidad en nuestras lenguas y en nuestras sociedades. Hay hace un tiempo un cambio gramatical grande en proceso, incipiente, pero -en cuanto incipiente- avanzado. No sabemos si quedará en intento pasajero o si terminará por modificar la estructura de nuestra lengua. No veo señales de alarma. Lo más cauto y sensato ahora es, creo, esperar atentos. Y mientras tanto disfrutar, tanto como a cada uno de nosotros nos lo permitan nuestros hábitos y resquemores, de este gigantesco experimento natural de final incierto que está pasando ahora mismo delante de nuestros ojos.
Doctora en Lenguas y Literaturas Romances; profesora de la Universidad Torcuato Di Tella
Karina Galperín
LA NACION