El laberinto de la corrupción
En la última presentación del índice de percepción de la corrupción, elaborado por la ONG Transparency International, la Argentina aparece en el puesto 107 entre 175 países

En la última presentación del índice de percepción de la corrupción, elaborado por la ONG Transparency International, la Argentina aparece en el puesto 107 entre 175 países. Nuestros magros 34 puntos distan mucho de los 92 con los que Dinamarca lidera la tabla y también están muy lejos de los 73 que cosechan Chile y Uruguay, los destacados de la región. De hecho, tenemos el séptimo peor resultado entre los 10 mayores países de Sudamérica, superando solamente a Ecuador, Paraguay y Venezuela. El índice sirve para poner en primer plano la creencia de muchos: el control de la corrupción es uno de los aspectos en los que nuestro país está fallando.
Encontrar una solución al problema no es una tarea sencilla y, de hecho, el panorama internacional nos muestra que es muy difícil dejar atrás una historia de corrupción profunda. Basta observar que sólo un país en los últimos 50 años, Singapur, logró pasar de ser extremadamente corrupto a transparente. Y si bien es cierto que la pujante ciudad Estado realizó una verdadera transformación desde sus tiempos de colonia británica, cuesta tomarla como ejemplo a la luz de sus gobiernos autoritarios, personalistas y poco democráticos. Surge, entonces, una pregunta incómoda: ¿Es posible superar el problema de la corrupción?
En la última presentación del índice de percepción de la corrupción, elaborado por la ONG Transparency International, la Argentina aparece en el puesto 107 entre 175 países; Dinamarca lidera la tabla
Hay encuestas que demuestran que muchas personas creen que la respuesta es negativa: no podemos derrotar a la corrupción porque se trata de un fenómeno necesariamente unido con la actividad política. Y como la evaluación de los gobiernos no puede quedar atrapada en la mención constante de un problema inevitable, la atención debe centrarse sobre otros aspectos de la administración pública. Así, poco a poco, la corrupción queda relegada al lugar de un problema meramente moral, conceptos que permiten pensar en un gobierno que "roba pero hace" como algo positivo.
Yo creo que esta concepción no sólo termina en resignación, además es ciega al hecho que la corrupción genera daños efectivos en la vida cotidiana de las personas. En nuestro país es necesario remarcar una y otra vez que la corrupción nunca es gratuita. En mi último libro, Que se metan todos: como cambiar la política argentina, retrato un ejemplo muy concreto: cómo la corrupción en el mundo del fútbol priva a los argentinos de disfrutar justamente de ese deporte. Es sencillo: sin corrupción no habría barras y todos los que quisieran podrían disfrutar más del fútbol.
El índice sirve para poner en primer plano la creencia de muchos: el control de la corrupción es uno de los aspectos en los que nuestro país está fallando.
El caso de la reconstrucción fallida de Afganistán sirve de ejemplo. Desde que el país dejó de ser gobernado por los talibanes recibió una cantidad de dinero que se estima que es equivalente a un Plan Marshall. Esto, sin embargo, no se traduce en mejoras de infraestructura, calidad de vida o desarrollo económico sino, simplemente, en el enriquecimiento de quienes tendrían que administrar las inversiones. En Afganistán se ve claramente que un acto de corrupción no es sólo una injusticia moral sino la contracara de una promesa que no se cumple y el primer fundamento de una política viciada desde los primeros pasos.
La corrupción, entonces, nos coloca en un verdadero laberinto: representa un problema real y efectivo que se relaciona con las falencias de nuestra política pero, a la luz del escenario internacional y local, aparece como algo sumamente difícil de enfrentar. Lo que no se puede esperar bajo ningún punto de vista es que sea el crecimiento económico el que traiga aparejada la solución al problema. Si bien es cierto que los países con mejores resultados en el índice de percepción de la corrupción presentan un PBI per cápita muy elevado, los Brics nos muestran que es perfectamente compatible progresar económicamente y no volver más transparente la administración del gobierno. En otras palabras, el crecimiento y la corrupción pueden coexistir perfectamente y, por lo tanto, debemos pensar en otras herramientas si queremos solucionar el problema.
Lo que no se puede esperar bajo ningún punto de vista es que sea el crecimiento económico el que traiga aparejada la solución al problema.
En este sentido, la clave es desarrollar un sistema en el que las prácticas corruptas sean difíciles de llevar adelante y en el que exista riesgo real para los funcionarios de ser condenados por sus acciones. Lo que se necesita es obvio, pero difícil de lograr: reforzar la autonomía de los poderes del Estado y, en especial, la del Poder Judicial, gran encargado de que no haya impunidad. Por otra parte, también es necesario que las instituciones cooperen a la hora de investigar y que se revise constantemente el orden administrativo buscando la transparencia. De hecho, una burocracia lenta que se mueve de acuerdo con la tendencia política es un gran facilitador de la corrupción. Y, finalmente, es invaluable la función de los medios de comunicación independientes y de las organizaciones no gubernamentales para oficiar como controles externos cuando las herramientas estatales fracasan.
Nada de esto puede funcionar, sin embargo, sin una voluntad política fuerte y decidida que lo sostenga como un pilar central de gobierno. La transparencia sólo puede crecer sobre el terreno de una política dispuesta a ir contra la tradición heredada y contra la triste filosofía del "roban pero hacen". La corrupción, desde todo punto de vista, es incompatible con una Argentina desarrollada, tolerante, inclusiva y feliz. Demandarle a la política que ponga su voluntad contra ella no es, entonces, una pretensión demasiado alta sino, simplemente, el único camino que tenemos hoy para salir del laberinto.