El mundial confirma que la batalla cultural nunca ocurrió
Para hablar de la polarización en la Argentina se dice que la política se resuelve como un Boca-River, convirtiendo el clásico de fútbol local en una metáfora de la democracia. Hoy el fútbol globalizado trae un ejemplo de lo contrario, derribando esa concepción bélica del mundo subyacente en la idea de “batalla cultural”.
La selección argentina de fútbol mostró los cambios sustanciales en la cultura futbolística que evidenció el último mundial y que fueron celebrados unánimemente por la sociedad argentina.
No solo en el campo de juego, la selección argentina se caracterizó por una mesura, respeto a los rivales y a las reglas de juego y un trabajo en equipo inusitados para la estridencia y al culto al ego que suponíamos inherentes al liderazgo nacional. En sus medidas participaciones públicas, esos jóvenes exaltaron el valor del esfuerzo y la dedicación a un deporte que eligieron como trabajo a una edad en que la mitad de los chicos argentinos no terminan la secundaria y en la que uno de cada cuatro jóvenes no tiene empleo.
Esa misma bonhomía trasmitieron las bienvenidas a los jugadores argentinos en los clubes de la Premier League donde comparten juego con quienes fueron sus rivales, a años luz de esos tontos que siguen cantando “El que no salta es un inglés”.
El mismísimo Lionel Messi fue recibido con honores en el PSG de Francia, país al que venció en la final de la copa del mundo. Esa camaradería y educación que mostraron los clubes es la misma que los jugadores transmitieron en todo momento. Incluso cuando los gobernantes de su país ni siquiera supieron habilitarles un carril de la autopista para que su país de nacimiento los recibiera con la dignidad mínima que merecían.
Entre esas culturas no hay batalla, aunque sí un gran contraste entre la concordia, trato cosmopolita y espíritu de equipo y el antagonismo, fervor nacional y personalismo que exaltaron los líderes políticos en sus mezquinos saludos por Twitter.
La “batalla cultural” fue un invento efectivo de elites informadas que leyeron “lucha de clases” en ese marxismo fotocopiado en tantas facultades y lo aplicaron a lo que no es más que una confrontación de identidades de géneros, barrios, partidos o gustos musicales
La metáfora de la guerra aplicada a la cultura pretende dar estatura de gladiador a quien no es más que un vulgar chupatintas.
Esos jóvenes pertenecen al 54% de argentinos con menos de 34 años que se criaron con manuales escolares ideologizados y el uso compulsivo de un lenguaje supuestamente inclusivo. Ellos recibieron la profusa producción de mercenarios que cobraron fortunas por películas, festivales, murgas, radios comunitarias y, por supuesto, el fútbol. Que aunque se llamó “para todos” dejó los más de seiscientos millones de dólares en clubes en los que no entrenan los mejores jugadores del fútbol mundial.
Pensar la política desde el lenguaje bélico asciende a derrota lo que es un fracaso rampante en la contención de los jóvenes que no juegan en la selección, que son mayoritariamente pobres, desocupados y sin estudios formales. Si los campeones provienen de las clases medias es por el malogro de las barriadas populares que solían proveer los ídolos futbolísticos en épocas en que la pobreza no significaba no comer o no ir a la escuela.
La “batalla cultural” fue un invento efectivo de elites informadas que leyeron “lucha de clases” en ese marxismo fotocopiado en tantas facultades y lo aplicaron a lo que no es más que una confrontación de identidades de géneros, barrios, partidos o gustos musicales.
El filósofo español José Luis Pardo dice que ciertos grupos sustituyeron el modelo de igualdad y libertad de los derechos civiles por el del antagonismo entre identidades en busca del paraíso de la igualdad (o la “justicia social” como repite un partido desde hace ochenta años).
Lo que ocurrió, dice, es que “no vislumbran nada más allá del poder ni, por tanto, una victoria final o un cambio de modelo, sino más bien el aprovechamiento y la okupación [sic] de los dispositivos representativos y los nichos discursivos existentes para erosionarlos desde dentro en una guerra de guerrillas cultural sin fin.”
Por eso ya ni siquiera la palabra clases dice nada. Los que hablan en representación de los proletarios son aristócratas del empleo público. Y los supuestamente desclasados, como se animó a llamarlos uno de esos que estudió con fotocopias, son jóvenes que accedieron a la alimentación mínima que requiere el desarrollo de un deportista y a la escolarización suficiente como para comunicarse en una segunda lengua en el club extranjero donde entrenaron para ganar el último mundial. Ese sí que es un cambio cultural. Y se dio sin batalla.