El otro encierro, un síntoma delicado
Desde hace unos meses, la pandemia se ha convertido en un drama (para algunos, una tragedia) que captura a gran parte del mundo tanto racional como emocionalmente. El coronavirus nos amenaza, ataca, enferma y algunas veces mata. Así de sintética y terrible es la vivencia que circula en el alma de la gente en estos días. Y se la procesa de distintos modos, de forma consciente o inconsciente, a veces revestida de una pretendida racionalidad y otras bordeando lo absurdo. Pero poco importa a que género literario remite la pandemia. La angustia en sus diversas manifestaciones, las creencias apocalípticas, los sentimientos de un encierro que atenaza y una sobreinformación aplastante se pasean juntos o separados por los corredores de lo imprevisible.
Alto poder de contagio y bajo índice de letalidad; escuchamos esta afirmación innumerables veces, pero la escucha lo traduce de un modo distinto: es un virus para el que no tenemos cura, que invade masivamente y puede llevar a la muerte.
Sabemos lo importante y en ese sentido intentamos trabajarlo, sentir en todo caso un miedo útil, que objetive lo mejor posible la dimensión del peligro, el rival a enfrentar. Así, desde un optimismo lúcido, podremos actuar de un modo eficaz. Pero, sobre todo, podremos impedir la presencia del pánico inútil, aquel que bloquea, disuelve y genera comportamientos que potencian la ansiedad.
El virus, al que se lo llama "el enemigo invisible" por su tamaño imperceptible, ha puesto en jaque al mundo en que vivimos, así como también las referencias que le otorgaban al ser humano un sentido de seguridad y coherencia. Por su carácter inédito y sorpresivo, la situación es desconcertante. Más aún, puede resultar intolerable, porque desnuda la falacia de nuestra ilusoria omnipotencia, que había llegado a desafiar cualquier límite: la longevidad parece ya un objetivo logrado o por lograr a corto plazo, y hasta se había empezado a soñar con la inmortalidad como el paso siguiente.
A estas alturas de la pandemia, se logró que infectólogos y epidemiólogos explicaran de modo comprensible para todos lo que hace falta saber. La gente tiene las recomendaciones y advertencias necesarias. Muchos, sin embargo, desde distintas áreas, intentamos enunciar y fortalecer la comprensión de lo que es útil y suficiente. La expectativa de unos y la exigencia de otros llevan muchas veces a la tentación omnipotente de querer explicarlo todo, incluso aquello que todavía no tiene respuesta.
Lo importante para la sociedad es recibir una información de calidad y en cantidad suficiente. Si me permiten una metáfora gastronómica: ni desnutrición ni empacho, pues ambos hacen mal.
La palabra que se repite con insistencia, aún más que aislamiento, es encierro, con la carga de significaciones que tiene el término, entre ellas aquellas que inconscientemente lo asocian a la prisión, con la idea implícita de culpa y castigo.
Ahora bien, hay otro encierro que advierto y en el que me quiero detener. Me refiero a aquel al que lleva la sobreinformación abrumadora e innecesaria, la repetición viscosa. Aquel que de algún modo nos priva de una exterioridad que necesitamos hospedar en nuestra actual interioridad (un afuera de este adentro) y que impide el trabajo de la imaginación, la creatividad y lo lúdico.
El hartazgo depresivo tiene que ver con "el exceso de lo mismo" que no sólo no suma, sino que obtura la porosidad de esos canales que dejan un espacio que puede ser recorrido por el deseo, ese deseo que también inspira la esperanza de un proyecto, del mañana, del porvenir.
Ese encierro no solo impide que este quedarse en casa pueda llegar a tener aspectos gratificantes, sino que también perturba simbólicamente ese momento de transición por venir, entre la cuarentena absoluta y el comenzar a salir de a poco.
Hoy percibimos un nuevo reloj en la necesidad, el deseo y el cuerpo de cada uno de nosotros. Los ordenadores o referentes que organizan la cotidianeidad dándole a la rutina esa vivencia de previsibilidad y seguridad ahora han cambiado. La presencia de un nuevo mapa, resultado de este cambio de situación, genera una sensación simultánea de libertad y desorientación, en la que pasamos de ser dueños de nosotros mismos a no saber en realidad qué nos corresponde a cada uno.
Lo obvio, lo que sabemos, si se lo repite de un modo incesante termina por perder densidad y apaga la capacidad de cambio que necesitamos. Se banaliza, y curiosamente termina perdiendo fuerza y su enunciado se desdibuja. Estamos frente a nuevas encrucijadas y desafíos; exigidos a repensar, innovar y asistir de un modo original y eficaz.
Médico psiquiatra, psicoanalista y escritor