El pueblo quiere saber de qué se trata el cambio
los que quieren la continuidad de las políticas del Gobierno se aferran al presente porque intuyen que el futuro puede ser peor. Los que adhieren a la idea de cambio, insatisfechos con el presente, creen que el futuro puede ser mejor. ¿Continuidad o cambio?, ¿presente o futuro? Ambos significantes portan un mensaje de valores e ideas alternativos que merecen debate y propuestas concretas para que el soberano (el pueblo) elija en los turnos electorales que sobrevendrán.
El ciudadano de a pie, el que sufre la inflación, la inseguridad, el empleo informal, la falta de oportunidades, la injusticia social y tantos dramas del presente argentino, viene de repetidas desilusiones. Y tiende a razonar con el sentido común del refrán: "Más vale malo conocido que bueno por conocer". Si está un poco más politizado y escéptico, sostiene que "hay otros a los que les va peor que a nosotros", que "todos son iguales" o que "es lo que hay". La suspicacia tiende a ser conservadora, más en un país donde sólo la Nación registra 17 millones de beneficiarios de planes sociales. En este contexto, la desconfianza necesita aferrarse a algún significado esperanzador para optar.
Por eso, para seducir, el cambio debe hacer olas. Debe poner en valor el futuro en una sociedad que padece el síndrome de la inmediatez. La sociedad debe tener en claro que el debate continuidad o cambio confronta el presente con el futuro. Si el futuro va a ser una versión edulcorada del presente, donde "todo cambia para que nada cambie", la intuición del pueblo es que "segundas copias siempre fueron malas". Mejor la continuidad de la versión original. A partir de identificar el futuro con el cambio y el presente con la continuidad, el electorado debe saber que ambos representan valores y proyectos diferentes. Esto, sin perjuicio de que en la dialéctica que sobrevendrá siempre habrá algo de continuidad en el cambio y de cambio en la continuidad.
Empecemos por los valores. La continuidad ha exacerbado en su largo ciclo la política del enfrentamiento entre los argentinos. Para el Gobierno no hay adversarios, hay enemigos. Hay pueblo y antipueblo, hay patriotas y antipatrias. La lógica binaria en política se dio la mano con un maniqueísmo amoral. Los amigos son siempre buenos y nunca corruptos; los enemigos son siempre malos aunque sean decentes. Esta divisoria de aguas que algunos llaman "grieta" divide a la sociedad argentina y va camino de profundizarse si no hay cambio. La concepción del poder de los partidarios de la continuidad necesita retroalimentar los resentimientos y la fractura social. El cambio, por el contrario, reivindica la unión nacional, la pacificación entre los argentinos. La competencia por el poder asume adversarios, no enemigos; aliados, no compinches. Fue un bálsamo la fotografía que todos los medios reprodujeron al día siguiente de la elección de Mendoza: el gobernador en ejercicio visitando en su casa al gobernador electo de la oposición, por invitación de éste, para analizar y discutir una agenda de transición. Contrastemos esto con los monólogos y los diálogos forzados de las cadenas nacionales.
El elector promedio no asocia la anomia promovida por la continuidad y la secuencia de transgresiones institucionales con sus problemas cotidianos. La propuesta de cambio debe esclarecer al ciudadano esa relación causal. Cuando la ley tiene hijos y entenados, cuando el "poder es impunidad", cuando la ley "se acata pero no se cumple", cuando los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra, cuando no hay condenas, entonces aumenta la tasa delictual y crece la inseguridad de todos. Con un Estado ausente, fagocitado por el Gobierno, aumenta la deserción de la acción pública y proliferan las zonas liberadas y la complicidad con el crimen organizado y el narcotráfico. En una sociedad donde todos están bajo la ley (de esto se trata el Estado de Derecho), no sólo las libertades individuales están mejor protegidas, sino también los derechos sociales y humanos.
Pero el Estado de Derecho constitucional también es previsibilidad para nuevos emprendimientos productivos y para la expansión de los existentes. Muchos argentinos no se resignan al clientelismo de la continuidad. Quieren estudiar y trabajar. El cambio debe persuadir a los que tienen dudas de que el futuro es trabajo, y trabajo formal. Para eso debe haber educación igualadora de oportunidades. En un programa de desarrollo orientado al valor agregado exportable, que explote nuestro potencial agroindustrial, minero y energético, la Argentina puede generar 3.000.000 de nuevos puestos de trabajo en la próxima década. Hoy tiene más de un millón y medio de desocupados y más de 7 millones de trabajadores informales. Uno de cada cuatro argentinos es pobre.
Cambio es convivir con tasas de inflación semejantes a las de nuestros vecinos, de menos de un dígito. Hay gente harta de soportar tasas de inflación crónica y de comprobar que ahora "los precios suben por el ascensor mientras lo salarios lo hacen por la escalera". Harta de ver cómo un pequeño ahorro en pesos se licúa, mientras que los que apuestan al dólar tarde o temprano ganan. Continuidad es más inflación y estancamiento. Más bicicleta financiera y menos ahorro en pesos. El cambio significa estabilidad de precios y una moneda sana que no deteriore el poder de compra del salario.
El cambio es republicano, con alternancia en el poder, equilibrio y controles; la continuidad es más "democracia delegativa", gobierno sin control, Justicia dependiente y capitalismo de amigos. La República asegura gobernabilidad institucionalizada; en la democracia delegativa, la gobernabilidad está personalizada y expuesta a la fragilidad del caudillo de turno. El cambio es gestión para la República y el desarrollo; la continuidad también es gestión, pero para consolidar la dependencia clientelar y el poder hegemónico.