El sueño de Cristina eterna
Voceros calificados del Gobierno salieron a expresar, en los últimos tiempos, la necesidad de una reforma constitucional que consagre a "Cristina eterna". Unos, quizás los más sinceros, fundamentan esta pretensión en una suerte de ineludibilidad de la candidatura de CFK ante la inexistencia, en el oficialismo, de alternativas para competir con posibilidades en 2015. Otros, seguramente más avergonzados del discurso que se ven obligados a vocear, buscan arroparse bajo la propuesta de que se haría necesario asegurar la continuidad y profundización del modelo. Suponemos, ya que todo ello es un divague intelectual, que cuando hablan de "modelo" están haciendo referencia al tantas veces citado por la Presidenta y que sintetizaría "una matriz productiva diversificada con inclusión social".
Desgraciadamente, la realidad nos señala que luego de casi una década de crecer a un promedio de alrededor del 8% anual, sobre todo, gracias a un mundo que nos llevó –y nos lleva hoy en día– de la mano, la "matriz productiva diversificada" le tiene que rezar a Dios para que la sequía en los EE.UU. continúe y para que Brasil caliente su economía y nos compre más autos, mientras que la "inclusión social" nos abofetea con un 30% de pobres y un casi 40 de trabajo informal. Ante estos éxitos, no albergamos dudas acerca de que lo mejor que nos podría pasar sería dejar las cosas como están, no sacralizar constitucionalmente estos "logros" para permitir que, luego de 2015, una administración más idónea en la gestión de la cosa pública pueda aprovechar, en un marco de real justicia social, las inmensas oportunidades que el mundo nos seguirá ofreciendo.
Semejante intento de someter la institucionalidad del país a la voluntad de un individuo, que emplea todo el poder y los recursos del Estado, lleva a preguntarnos cuál es el camino para poner. Por cierto que ese límite no surgirá de las entrañas de un oficialismo disciplinado por las mieles del goce presupuestario, por lo menos mientras éstas duren o la amenaza de su desaparición no constituya una posibilidad cierta.
De allí que el quid del problema se traslada, entonces, a las diversas vertientes opositoras que, vale decirlo, angustian por su anemia. Pero como el mundo nos da una nueva posibilidad de gozar del viento de cola, lo mismo hace el Gobierno con las fuerzas de la oposición. Entonces, primera reflexión: para hacer frente a tamaño dispositivo reeleccionista se hace necesario construir una fuerza de magnitud similar que le haga frente. Y esa herramienta, dentro del marco de la democracia y sus instituciones, es la organización de la voluntad popular en torno a un eje: el no a una reforma cuyo objetivo primario es la perpetuación de una persona en el poder. Esto no significa alentar un frente electoral ni coaliciones para gobernar; ni una Unión Democrática ni una Alianza. El FAP, como Pro, como los radicales, los peronistas que no comulgamos con el rumbo general de este gobierno seguiremos teniendo banderas, plataformas electorales y candidatos propios. La mínima coincidencia preconizada apunta sólo y únicamente a defender un valor superior en toda civilización política: la Constitución, que es el sustento del pacto convivencial de toda sociedad.
De lograrse esa unidad puntual y acotada en el tiempo, podríamos sentirnos satisfechos. Pero, como en el 1968 parisino, seamos por un momento realistas pidiendo lo imposible. Exijamos a la dirigencia política superar minimalismos del espíritu y del intelecto y permitirnos nuevas audacias. En los tiempos venideros, seguramente, el país de los argentinos tendrá que hacer frente a herencias de la experiencia del gobierno Kirchner-Boudou. Nos referimos específicamente a los daños producidos a la cultura convivencial de los argentinos. El primero de ellos debería apuntar al restablecimiento del pluralismo sobre el unicato; de la tolerancia sobre la confrontación permanente; del diálogo y de la negociación sobre la imposición y, por sobre todo, la pacificación de los espíritus en nuestra sociedad. Parafraseando al presidente Mujica, los argentinos tendremos que volver a aprender a querernos un poco más.
En segundo lugar, reinstitucionalizar el país. No necesitamos nuevas constituciones ni nuevas leyes fundacionales. Hay que hacer cumplir las que ya existen y para ello se necesitan poderes políticos transparentes y una judicatura que no ejerza su función mirando con un ojo a la ley y con el otro a la política. No se puede utilizar el aparato y los recursos estatales para el adoctrinamiento y la denostación del adversario ni para silenciar las voces críticas.
Tercero, restaurar la cultura del trabajo. El Estado tiene la inexcusable obligación moral y política de socorrer a quienes están en situación de vulnerabilidad. Pero bien decía Perón que "para los justicialistas hay una sola clase de hombres: los que trabajan" y que "todo argentino debe producir al menos lo que consume". Es también obligación del Estado generar las condiciones que alienten la inversión privada y creen empleo. El trabajo –y no el asistencialismo clientelar– es lo que asegura dignidad, justicia social y libertad.
Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad (Gramsci dixit).
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