
En el país de las primeras cosas
Estamos dispuestos a entregar nuestra sangre con tal de regresar aunque sea un instante al paraíso perdido de la infancia. Antonio Muñoz Molina, uno de los más grandes escritores vivos en lengua castellana, contó alguna vez esta historia. Donovan Hohn, periodista y profesor universitario de escritura creativa, leyó una mañana una breve noticia en un diario de Detroit que le cambió la vida para siempre. En las costas del noroeste del Pacífico, al sur de las islas Aleutianas, una parte del cargamento que trasladaba en su cubierta el buque Ever Laurel cayó al mar en medio de una tormenta demencial. Lo que llamó su atención no fue el accidente marítimo, uno de tantos en ese magma oceánico, sino la naturaleza de los pequeños náufragos: mecidos por olas alucinantes, flotaban en el agua miles de juguetes de plástico que debían ser llevados de China a Estados Unidos. Patitos amarillos, ranas verdes, castores rojos y tortugas azules navegaron a la deriva durante años a la espera de que el capricho de las corrientes marítimas los arrojara a la costa, enmarañados con algas, basura y restos de naufragios que a menudo obsesionan a coleccionistas y oceanógrafos.
Tiempo después, Hohn supo que unos cuantos juguetes habían aparecido en las costas del norte de Alaska, y decidió viajar para contar la historia en un libro cuyo título (Moby Duck) es un homenaje a la gran aventura de Melville que desde hace más de un siglo y medio azuza la imaginación de todos los niños del mundo. Con el libro en sus manos, Muñoz Molina, el enorme escritor de Sefarad y Como una sombra que se va, sintió una excitación parecida a la que llevó al peregrino marítimo hasta las aguas del Ártico en busca de los restos del insólito naufragio. “Leo Moby Duck y recupero la excitación nerviosa de los grandes relatos de viajes que me gustaban tanto en mi adolescencia apocada y sedentaria, los inventados por Verne y Stevenson, y los vividos de verdad por tantos exploradores que le revelaban a uno, aunque no hubiera salido de su pueblo, la maravilla de la amplitud y la variedad del mundo”, escribió hace tiempo.
Recordé esta historia cuando llegó a mis manos una serie de fotografías sobre los juegos de la infancia en tiempos en que no había irrumpido aún en nuestras vidas, ni en la de nuestros hijos, la tecnología. En algunas de esas imágenes una niña se balancea en una hamaca con la risa fresca de cara al sol, un grupo de chicas juega a la rayuela en la vereda, un niño corre para que se eleve al cielo su cometa y otro conduce un auto en el que apenas cabe y que hace andar con la fuerza de sus piernas, aunque en su afiebrada imaginación crea estar compitiendo con Jim Clark o Graham Hill.
Mi madre suele contarme que en la niñez construía sus juguetes con verduras, cuyas formas moldeaba pacientemente durante las tardes de ocio que seguían a las horas de estudio. Papas, zanahorias y pepinos iban cobrando en sus manos formas nuevas e insospechadas hasta que, de pronto, gracias a su encendida fantasía, asomaban ante sus ojos autos relucientes, muebles espléndidos y hasta hombres y mujeres enamorados a quienes ella les prestaba su voz cargada de palabras de amor aprendidas en las telenovelas. Cuando prosperó la economía familiar tuvo sus primeras muñecas, pero jamás olvidó la emoción temprana y el deslumbramiento renovado que le producía asistir a la transformación de una papa en el torso insinuante de una princesa o la de un zapallito en las ruedas de un automóvil. Nunca olvidamos el país de las primeras cosas.
Cortázar lo soñó en Final del juego, donde a la hora de la siesta, en ese espacio que es su reino secreto junto a las vías del tren, tres niñas juegan a reproducir actitudes y sentimientos tan sólo con sus gestos o apenas ayudadas por un trapo, una pelota o la rama de un sauce, y también a hacer estatuas para sorpresa y maravilla de los viajeros que todas las tardes admiran a través de las ventanillas ese espectáculos fugaz pero esperado, entre divertidos y deslumbrados, hasta que uno de los pasajeros se enamora de una de ellas.
En El ciudadano, Orson Welles cuenta la historia de Charles Foster Kane, un magnate de la prensa que lo tuvo todo. Poco antes de morir a solas en su mansión Xanadu, y mientras observa cómo un objeto para él entrañable crepita en el fuego del hogar, Kane pronuncia la palabra mágica: Rosebud. Es el nombre del trineo con el que jugaba durante la infancia, durante esa edad de la inocencia a la que regresamos, fatalmente, una y otra vez.
PLAYLIST
Mientras escribí este texto escuché:
Salvavidas de hielo, Jorge Drexler;
Chocolate, Maria João y Mário Laginha;
“Plegaria para un niño dormido”, R. Mollo.





