En Nicaragua, las hienas se comieron a las palomas
Ortega ganó en 2011 y en 2016; en 2018 volvieron las protestas pero era tarde: el régimen las reprimió severamente, censuró a los medios de comunicación y hoy encarcela a los candidatos opositores
Desde la habitación de mi hotel, en Managua, podía ver a la gente que pasaba desfilando con banderas, con carteles, con cantos, con orgullo… Multitudes que se manifestaban, hartas de la corrupción política, del abuso de la paciencia de los nicaragüenses. Algunos venían desde muy lejos, con automóviles, con motos, sorteando los obstáculos que ponían en su camino las patotas sandinistas, a pesar de que el sandinismo no estaba en el poder; al menos en el poder formal.
En la televisión aparecían algunos empresarios asumiendo o queriendo asumir el liderazgo de la movilización, vestidos con ropa y gorra deportivas que revelaban el entusiasmo que había despabilado a todos del letargo del clima caribeño. Me reuní con algunos de ellos, que pensaban –por buenos motivos– que aquello era un punto de inflexión en el engaño que había dominado al país hasta entonces. Pero sólo fue así por un momento.
Había estado varias veces en Nicaragua y cada vez la encontraba más parecida a la Argentina; un poco en su bandera, en el voseo –en lugar del tú–, en el descaro irritante de la corrupción gubernamental, en el hastío de la gente respecto de la política y, después, en aquellas marchas embanderadas con la república que en nuestro país llegaron más tarde, demasiado más tarde.
Quizás el trazado y la envergadura de la edificación urbana es lo que más recuerda al visitante argentino que no está en su propio país. Resultaba imposible localizar en Managua un domicilio con un número catastral. Todo era: dos cuadras después de la gasolinera, doblando un kilómetro a la derecha y pasando los galpones, tres casas después del banco… En poco tiempo, las aplicaciones de los celulares cambiaron todo eso, pero la política siguió igual; más bien peor, mucho peor.
Había otra diferencia, al menos durante aquella efímera primavera política. Los manifestantes dejaban a salvo el papel del presidente de la república, Enrique Bolaños Geyer, un ingeniero y empresario que había sufrido, como tantos otros, la persecución y la confiscación de sus propiedades cuando la revolución sandinista derrocó a la dictadura de Anastasio Somoza para instaurar otra dictadura en Nicaragua. Tuve la oportunidad de hablar con él algunos minutos. Era un ingeniero de modales sobrios y educados, franco en su sonrisa, duro y terco en sus buenos propósitos. Había llegado al gobierno con la idea de poner en marcha un plan integral contra la corrupción. Murió hace pocos días, el 14 de junio, a sus 93 años. El olvido y el vertiginoso devenir de los acontecimientos sepultaron la hazaña que emprendió solitariamente, a sus casi 80 años, al hacer frente al contubernio del Frente Sandinista con el Partido Liberal Constitucionalista –su propia fuerza–, un acuerdo corrupto que había cooptado casi todos los lugares de poder de Nicaragua, excepto la presidencia.
Ya bastante antes, en noviembre de 2000, se había disputado en elecciones la alcaldía de Managua. El candidato con más chances, según las encuestas, era Pedro Solórzano, quien no pertenecía al Frente Sandinista ni al Partido Liberal. Pero el 18 de enero de ese año, se despertó con la novedad de que no vivía más en Managua. El límite oficial de la ciudad había sido cambiado por el ente gubernamental Ineter. Solórzano había quedado unos 100 metros fuera de la capital y la regulación exigía que los candidatos tuvieran su domicilio durante los dos últimos años en Managua, sin interrupciones, para conservar su derecho a competir. Un funcionario del Ineter renunció asqueado por la conspiración urdida contra Pedro Solórzano, pero el candidato favorito ya había perdido su oportunidad.
No había un lugar que aquella entente miserable cediera a la contienda limpia de los independientes, ya desde bastante tiempo atrás.
El expresidente de la república, Arnoldo Alemán, del Partido Liberal Constitucionalista, había sido juzgado por corrupción en Nicaragua y por lavado en los Estados Unidos, donde se le prohibió el ingreso. Sentenciado a prisión, se le otorgó el beneficio de cumplirla en una fastuosa vivienda de su país. También en eso la Argentina se parece a Nicaragua. Así y todo, su casa no era más imponente que la de Daniel Ortega.
Al comienzo de la revolución sandinista, Ortega confiscó la vivienda de un empresario, una mansión construida con maderas finísimas y piedras de la mejor calidad. Allí vivió durante todo su primer gobierno. Cuando dejó la administración, un periodista le preguntó por qué no devolvía la casa a su legítimo propietario. Su respuesta fue que lo hacía por solidaridad, pues muchos de sus compañeros sandinistas habitaban casas confiscadas y no quería ponerles en la obligación moral de restituirlas. No conforme con eso, después agrandó la finca. Cuando uno pasaba frente a su domicilio, quedaba impresionado por la extensión del predio, que cerraba una calle, y por la altura de una antena de radio, ya que desde su propio inmueble hacía funcionar una emisora que servía para arengar a sus partidarios y denostar a sus oponentes.
Las protestas se fueron diluyendo y Ortega volvió al poder en 2006, con algunas lecciones aprendidas. Dejó de perseguir a los empresarios, a la Iglesia Católica y a las comunidades evangélicas. Permitió que los hombres de negocios hicieran su trabajo mientras no se metieran con la política; impulsó legislación contra el aborto y canalizó dinero de ayuda a los pobres a través de las organizaciones religiosas.
En 2005, poco antes de aquel retorno de Ortega –que ya se iba insinuando como un eterno retorno– visité a monseñor Miguel Obando y Bravo. El arzobispo de Managua había ejercido un largo y justificado liderazgo entre su pueblo, con sus prolongadas recorridas entre los escombros del terremoto de 1972 en socorro de las víctimas, después en defensa de los derechos humanos durante el régimen de Anastasio Somoza y, tras la revolución sandinista de 1979, haciendo frente al régimen y sus atropellos. Para mi sorpresa, me aconsejó ir a conversar con Ortega. No lo hice. De sobra conocía lo que era Daniel Ortega para no creer una palabra de lo que me hubiera dicho.
El papa Juan Pablo II, un día antes de morir, aceptó la renuncia de monseñor Obando, esta vez para sorpresa del arzobispo.
Un año después, con Ortega en la presidencia, todos creyeron en la reconversión del líder sandinista. Atrás quedaron sus encarcelamientos políticos, su persecución a los indios misquitos en una disputa compleja pero que, de cualquier modo, nadie le echó en cara, sus confiscaciones, su estrecha relación con el régimen de Irán y los reiterados abusos sexuales sobre su hijastra, Zoilamérica Narváez, desde sus 11 años, con conocimiento de su mujer, hoy vicepresidente. Todos se habían convertido en palomas frente a él. Aquí se hubiera dicho que cerraron la grieta.
Ortega volvió a ganar en 2011 y en 2016. En 2018 volvieron las protestas callejeras; pero ya era tarde. El régimen las reprimió severamente, censuró a los medios de comunicación y hoy encarcela a los candidatos opositores.
En un país llamado Malawi, se llama “hienas” a los hombres a quienes se les paga para mantener relaciones sexuales con niñas de 12 años en adelante, en un ritual de iniciación. En Nicaragua, las hienas se comieron a las palomas.