Esa rara biografía con fotos robadas
Cierto día de un improbable mañana algún estudioso escrutará las imágenes del tiempo que nos ha tocado vivir del mismo modo en que nosotros miramos con asombro las instantáneas que tomaron en el pasado maestros como Robert Frank, Robert Capa o Vivian Maier. Me refiero a las fotografías que suelen hacerse en espacios públicos y que se han multiplicado de un modo inusitado con la aparición de los teléfonos celulares.
Hace muchos años me conmoví hasta las lágrimas mientras observaba una fotografía de Henri Cartier-Bresson. La imagen, tomada en Sevilla en 1932, en los días en que un alzamiento militar procuraba derrocar el gobierno democrático, muestra a un grupo de niños jugando entre ruinas, con los cuerpos recortados sobre el boquete que en los muros de la ciudad abrieron los bombardeos. Los niños miran a la cámara entre risas, acostumbrados como están a transformar, aun en medio de los dolores de la guerra, las calles llenas de escombros y espanto en una plaza de juegos.
En una de esas imágenes, un chico ríe mientras se aleja de la malicia de sus compañeros apoyándose en muletas. He mirado esa fotografía (y vuelvo a hacerlo ahora mientras escribo) con una mezcla de raro asombro e incontenida emoción. Observo sus rostros como el forastero recorre minuciosamente con la vista el pueblo al que acaba de arribar, procurando descubrir el espíritu de esa aldea que le es extraña detrás de las fachadas y las vidrieras y los primeros bullicios. Esa perturbación del ánimo, que no es precisamente tristeza, se debe, creo, a la idea del tiempo transcurrido y a esa otra idea aún más punzante que es la de la muerte irremediable.
Hay algo quizá más conmovedor todavía. Un capricho quiso que no hayamos coincidido en el tiempo en este mundo -el albur de la genética parece apenas eso-, ignorantes unos de la existencia de los otros, pero, aunque en la inconcebible historia del mundo un siglo o dos sean apenas el resplandor de unas pobres luciérnagas en la vasta noche del universo, me tienta pensar que hemos respirado el mismo aire y pertenecemos a eso que hemos dado en llamar la raza humana.
Siempre me gustó (y me gusta todavía) revisar fotos antiguas, pero no las de mi historia personal, que son escasas dada mi obstinada renuencia a ser fotografiado, ni aquellas que muestran a grandes hombres y mujeres de la historia, sino las imágenes de personas que ignoro y de las que nada sé. Esos desconocidos han sido retratados, muchas veces sin siquiera sospecharlo, por la cámara voraz de un turista o de un flâneur. De seguro cada uno de nosotros debe de aparecer todos los días en las imágenes tomadas por los cientos de miles de paseantes que registran en sus celulares (ahora raramente con una cámara) una escena urbana.
Suele producirme cierto vértigo pensar en la cantidad de veces en que mi rostro aparece en los teléfonos celulares de cientos de personas. Naturalmente, es el razonamiento de un paranoico o de un fóbico. Hace muchos años, mientras recorría el Barrio Chino, en Nueva York, quise llevarme un suvenir de esa visita. Me planté con mi cámara delante de un restaurante cuya puerta custodiaba un chino. El hombre cubrió su rostro con algo que tenía en la mano y solo lo retiró cuando yo desistí de tomar esa foto. Pensé que, como los indios, se negaba a ser retratado por temor a que esa imagen le robase el alma.
Un amigo me mostró uno de estos días, mientras hablábamos del tema, la selfie que se tomó en el interior de un estadio, en Australia: lo vemos sonreír en primer plano, pero apenas detrás aparece distraído otro hombre que pasa a su lado. Esos miles de fugaces fragmentos de vida, que nos son arrebatados mientras andamos despreocupados por la vida, podrían constituir mañana una extraña e involuntaria biografía. Alguien, en ese porvenir remoto, será entonces la vaga memoria de que alguna vez hemos existido.