Filosofía y Letras: Puan 480
Era una fábrica antes. Por más de cincuenta años, en medio del siglo XX, unos cientos de trabajadores y unas cuantas máquinas picaban tabaco y armaban cigarrillos. Ahora las cosas son otras. Hay aulas, un centro de estudiantes, paredes repletas de carteles de colores y el edificio, tan ancho y de pocos pisos, apenas verde, muy gris, en esta esquina del barrio porteño de Caballito, tiene algo que ver con lo que está por venir. Aunque aún arrastra eso de aquella época porque aquí también se hacen cosas. Estos mismos metros son bastante como una boca que aspira ese humo del pasado, lo traga y luego lo larga al mundo distinto. Lo que ingresa cambia. Como una joven cualquiera que jamás había escuchado nombrar este lugar y que cuando entró esa primera vez se sintió estafada porque no le habían avisado antes que algo como esto pasaba, estaba, a unas horas de su casa.
El edificio, la Facultad de Filosofía y Letras, es sucio. Tiene la mugre de las zapatillas que llegan desde cerca y desde lejos. Hay quienes se mudan de provincia para venir hasta aquí. Tiene una entrada muy amplia, pero muy oscura. Al sol le cuesta entrar. Por meses, a veces, hace unos años, justo pegado a la escalera principal, que atraviesa la construcción con la fuerza de un puño en alto, un hombre callado se sentaba frente a un tablero de ajedrez y desafiaba a quien se animara a desafiarlo, por unos pesos. Cerca de él, con una canasta de mimbre entre las piernas, una mujer vendía comida y repetía: "Pancitos calientes, come y comente", y muchos comían. En el fondo, el patio de cemento era un alivio para el encierro y los sábados, entre bicicletas, mochilas y consignas que reclamaban eso que no había y que tampoco iba a haber, se llenaba con aroma a choripán y a flores secas en un verano interminable.
En la semana, en medio de esa cursilería, el edificio aguardaba, por ejemplo, las horas de cátedra de ese profesor que dictaba una materia que antes, en parte, había dirigido Jorge Luis Borges, y que se paraba de espalda al pizarrón que no solía usar, con su traje entre amarronado y verdoso, su pelo castaño y aplastado quizá por la gomina, para hablar de Moby Dick de Herman Melville, de Las alas de la paloma de Henry James. O las lecciones sobre el escritor italiano Luigi Pirandello cuyas obras una mujer elegante, de otra belleza, de anteojos sofisticados y peinado profesional, analizaba en otra de las clases, como entre tantas, como en aquella en que un profesor morocho y sentado hablaba sin parar ni pararse sobre los autores de la literatura del siglo XIX con rostro de barba desprolija, un lunar fuerte en la mejilla y una pulsión por fumar que atrapaba al igual que cada palabra en su discurso.
El edificio, que era una fábrica antes, que por días parecía una cárcel, podría arrancarle la inocencia a quien quisiera. Tiene aulas a las que puso nombres que desconciertan porque una de ellas, quizá la más importante, la de esa primera materia, se llama "Boquitas pintadas" y alguien, sin saber, podría imaginarse algo seductor o delicado, delicado como ese diminutivo en honor a Manuel Puig, pero mentira. Es todo lo grotesco que debe ser para que el cambio que quiere provocar, ahí estanco, sin moverse, sea lo suficientemente firme. Un pequeño temblor insoportable.
En el subsuelo el edificio tiene una biblioteca pulcra, ordenada, silenciosa, el único espacio de esta mole que en todos los lugares que no es ese lugar es bochinche. Cada rincón, cada puerta, incluso los baños pueden ser puntos de reflexión y de debate. Qué época agotadora. El edificio, que era una fábrica antes, decorado en tonos estrepitosos con grafitis, es adictivo como eso que producía en serie y que produce hoy de la misma manera porque por más que alguien pase unos cuantos años y se vaya al terminar siempre lo recuerda. Lo piensa y lo odia. Pero le agradece. En un homenaje invisible. Muy íntimo.