
Formas de la belleza en el siglo XXI
Desde hace meses ciertas imágenes de la ciudad me perturban y me deleitan porque parecen contradecir la razón y los hábitos, como los sueños
El tránsito de Buenos Aires rinde culto a la diversidad, que está tan de moda en el sexo, en los temas raciales, en los religiosos y también en los medios de transporte: los automóviles, las motocicletas, las bicicletas, las patinetas libran batallas entre ellos y, por supuesto, todos a una contra los indefensos peatones. A ese batallón de ruedas enemigas en acción se han sumado ahora los monopatines eléctricos, pero con una compensación: la belleza clásica y onírica.
Hace dos meses me fracturé un brazo y me vi obligado a restringir mis salidas. Eso me llevó a frecuentar más los cafés cercanos a mi casa: hay uno a media cuadra. Lo convertí en mi atalaya. Nunca estuve tan inmóvil en la vida, creo. Por contraste, el movimiento de la calle cobró para mí una gran importancia. Empecé a observar con más atención la circulación de los peatones y de vehículos. Un día, decidí analizar qué me inquietaba. No me costó mucho averiguarlo. Eran los jóvenes subidos a sus rápidos monopatines eléctricos. Hombres y mujeres estaban inmóviles sobre su plancha para mantener el equilibrio, pero se deslizaban a toda velocidad como ángeles o semidioses: una pierna adelantada y firme; la otra, atrás, a veces ligeramente flexionada. Las cabezas se exhibían erguidas, de perfil para los mirones. Las coronillas estaban alineadas con las nalgas, como enseñan los entrenadores de gimnasia. Las miradas, clavadas en lo que tenían delante, contribuían a acentuar la impresión de que eran estatuas vivientes, paralizadas sobre una plancha devenida flecha.
Con frecuencia, los automóviles y camiones ocultaban las piernas de los patinistas, parte del torso y el monopatín; sólo dejaban ver el "busto" de la escultura; a veces, sólo la cabeza; en esos casos, parecía que hombres y mujeres flotaban. Cuando los podía apreciar de cuerpo entero, hacía una selección inmediata. El foco de interés eran los David de Miguel Ángel y las Dafne, de Bernini. En el caso de mujeres monumentales, pensaba en la Victoria de Samotracia eternamente a punto de bajar la escalera del Louvre. Las ráfagas de las largas cabelleras femeninas movidas por la brisa o el viento me fascinaban. Más que deseo incitaban al amor imposible.
Un veloz David me hizo recordar un pasaje de la novela Bomarzo, de Manuel Mujica Lainez, que cuenta la vida del duque Pier Francesco Orsini y sus antepasados. Pier Francesco, hijo del duque Gian Corrado Orsini, había nacido jorobado y eso le valió el desprecio de su padre. El padre y el hijo no se querían; sin embargo, hay en la novela un solo momento en que ambos se sienten unidos por el compartido amor a la belleza. Eso ocurre una noche en que Gian Corrado les cuenta a sus hijos un hecho histórico al que había asistido: el traslado del David de Miguel Ángel desde el taller donde este había esculpido la obra hasta su emplazamiento en la piazza della Signoria. La distancia no era mucha, pero el David medía más de cinco metros de altura y pesaba cinco toneladas. Cuatro días llevó la mudanza. La escultura se hacía rodar a madrugada sobre vigas engrasadas. Cuarenta hombres tiraban de aquel cuerpo gigantesco.
El detallado relato paterno conmovió al hijo. El orgulloso padre se dio cuenta de lo que le ocurría a Pier Francesco y, por única vez, acarició con un dedo la cara del chico. Los había unido el arte.
El desfile de las Dafne y los David porteños me reconciliaron con los huesos rotos y operados de mi muñeca derecha. Había descubierto la belleza en el siglo XXI. Mi agradecimiento llegó al punto de acariciar mi cicatriz con la mano izquierda. Me acordé de una ocurrencia de Silvina Ocampo durante una charla de amigos. El grupo hablaba de Miguel Ángel y del David. Silvina aprovechó un silencio y, con su voz temblorosa y quebradiza, preguntó: "¿Alguien podría describir la boca del David? ¿Alguien se detuvo a contemplarla?" Una explosión de risas fue la unánime respuesta.





