Gases tóxicos en la ciudad
Desde hace seis años la contaminación ambiental es medida de manera sistemática en nuestra ciudad; en ese lapso, la proporción de gases tóxicos emitidos por los vehículos automotores se triplicó y alcanza, en este momento, el índice más alto jamás registrado, que es ya muy superior al máximo que la Organización Mundial de la Salud considera aceptable.
Los expertos coinciden en que el nivel óptimo en la materia es de 9 partículas de monóxido de carbono por cada millón, en las muestras de control de aire. El año pasado la cantidad determinada para el sector céntrico de Buenos Aires fue de 26,5 partículas por millón, dato cuya cabal comprensión requiere señalar que el índice de 100 partículas por millón convierte al ambiente en irrespirable.
Pero ya en nuestro nivel actual de contaminación aparecen molestias para los seres humanos, sobre todo aquellos aquejados de problemas respiratorios. Nerviosismo, mal dormir y cansancio permanente son atribuidos, por lo general, a desequilibrios diversos, o bien al omnipresente stress. Lo que no suele decirse es que, a menudo, esos males son el efecto de una intoxicación crónica causada por el viciado aire que se respira en la urbe.
Ante esta situación, el gobierno de la ciudad ha dispuesto el funcionamiento de la llamada Red de Monitoreo Automático de Calidad del Aire, dotada de diez estaciones fijas y una móvil. La función de esta red es precisar la intensidad real de la polución que se padece y, subsidiariamente, guiar la acción de los inspectores, cuya misión "según se advierte, no cumplida hasta ahora con el rigor debido" es castigar las infracciones en materia de contaminación.
Es llamativo y alarmante ese abrupto crecimiento en la toxicidad del aire, ya que Buenos Aires presenta condiciones que, siquiera en teoría, permitirían suponer que ese problema debía ser menor, dada la casi perfecta regularidad del terreno sobre el que están asentados la ciudad y el conurbano y la relativamente baja densidad de población de la mayor parte del área.
Aun admitiendo que una porción del fenómeno es atribuible a circunstancias aleatorias y en absoluto incontrolables "por ejemplo, la notoria recurrencia de temperaturas cálidas y de días lluviosos, factores que dificultan la dispersión de los contaminantes hacia las capas altas de la atmósfera", hay que aceptar que esas causales no alcanzan para explicar lo que ocurre. Hasta donde hoy se sabe, la condición desencadenante es la extrema ampliación del parque automotor.
La ciudad "todas las ciudades y también la nuestra" no está hecha para soportar la cantidad de automotores que ahora la recorren. La solución obvia que más de una vez se ha propuesto es la restricción drástica del uso de automóviles particulares, en beneficio de sistemas de transporte público, en lo posible no movidos por motores de explosión. Pero, aparte de la limitación a los usos y costumbres que tal medida implicaría, resulta por demás evidente que los medios públicos de transporte con que se cuenta son por completo insuficientes para reemplazar en grado apreciable la utilización de automóviles particulares y que, en la mayoría de los casos, esos medios son también altamente contaminantes.
Si no se puede prescindir de los automotores, es necesario convivir con ellos, estableciendo, en lo posible, un pacto de no agresión que minimice los daños que el incremento constante del número de vehículos provoca en el medio ambiente. Controles técnicos adecuados, campañas educativas, castigo severo a las infracciones, restricciones de zonas y de horarios son, entre otras, las medidas que las autoridades deben instrumentar, con decisión y con idoneidad, en tanto el desarrollo de la tecnología y de la estructura urbana no ofrezca alternativas razonables.