Gracias, permiso, por favor y perdón
Los años, algunos golpes, docenas de equivocaciones y una vida dedicada a la observación (hábito propio de este oficio) me han enseñado algo: los modales importan. La forma en que señalamos un error pesa con frecuencia más que la manera en que elogiamos un acierto; y en ambos casos podemos -y solemos- ser jueces parciales. Más aún: si al final no había sido un error y fuimos brutales, no solo habremos dejado la herida del maltrato, sino que esa herida no cicatrizará más, infectada por la injusticia.
Dicen, y hoy encuentro esto muy cierto, que las personas solo terminan recordando cómo las hiciste sentir. No fui bendecido con un buen carácter; pero esto, vaya paradoja, me enseñó que una sonrisa es el primer paso para saldar diferencias o moderar una controversia. Recuerdo que, hace muchos años, cuando estaba por entrar a este diario, le pedí a un querido y sabio amigo mío que me diera un consejo. Me dijo, sin pensarlo ni un instante:
-Sonreí más.
Exhortación que me pareció al principio algo delirante, porque -razoné- uno solo sonríe cuando tiene ganas. Un segundo después me di cuenta de que había un mensaje bastante estremecedor oculto en su consejo. Significaba que sonreía poco. Me pregunté entonces si acaso me faltaban motivos para la alegría. Caramba, era exactamente al revés. Me pregunté si tal vez me incomodaba socializar. En absoluto, todo lo contrario. Empecé a ver que no tenía ni la más mínima idea de por qué no sonreía casi nunca. Sigo sin saberlo. Pero esas dos palabras fueron una verdadera revelación. Sonreí más.
Pocos días después, cuando entré en esta Redacción, el misterioso panorama implícito en aquél consejo empezó a develarse. En un diario el debate es perpetuo, de modo que si le añadiésemos una molécula de agresividad, esto volaría por el aire. Aprendí poco a poco a ser más amable, aunque cometía errores casi todos los días. Pero, aparte de que la sonrisa es un salvoconducto irrefutable, sentí que había algo más por descubrir. No se trataba solo de la amabilidad como instrumento de trabajo, como disciplina, como práctica. ¿Cuándo, exactamente, me había enojado tanto con la vida?
Dicen que de pequeño ya me tomaba los asuntos cotidianos con excesiva responsabilidad. Tanto, que mi padre solía llamarme por mi apellido, para tomarme el pelo. ¡Un niño serio, vaya por Dios!
Cierto, esa excesiva responsabilidad me ayudó en numerosas ocasiones. Sobre todo, imagino, durante la Guerra de Malvinas. Recuerdo que tan pronto quedé a cargo de mi grupo de fusileros fui a ver a quien había sido mi jefe durante el servicio militar y le pedí prestado el manual de combate. No recuerdo cuál me recomendó (tenía muchos en su escritorio), pero me lo leí de pe a pa. Si me habían ascendido a cabo, esa era mi obligación. Punto.
Ahora, ¿era indispensable andar por la vida con una expresión tan severa para actuar con responsabilidad? Fue también esta Redacción la que me puso muchas veces en la situación de tener que defender un punto de vista sin ninguna otra herramienta que un buen argumento. Y una sonrisa.
No sé con precisión cuándo cambió mi talante. Sé, no obstante, lo que estaba haciendo mal. Es casi cómico, pero se ve a menudo. En pocas palabras, al tomarme todo tan en serio, había terminado por tomarme en serio también a mí. Supe que estaba curado (o empezando a sanar) no cuando me encontré sonriendo más, sino cuando descubrí que había aprendido a reírme de mí mismo. Se los recomiendo.
Sigo teniendo pocas pulgas, sobre todo frente a la injusticia, la mentira y el desprecio por la vida. Pero aquél consejo, el más importante que alguien me dio nunca, sigue obrando milagros. A veces, cuando mi carácter me juega una mala pasada, pido disculpas. En gran medida de eso se trata vivir bien. De los modales. De las palabras gracias, permiso, por favor y perdón.