Guerras: cuando la derrota es fruto del clima
MILAN.- Hacia fines de noviembre de 1812, tan pronto lo que restaba del ejército napoleónico hubiera conseguido atravesar por dos puentes improvisados las aguas heladas del Berezina, el mariscal Ney escribió una apresurada esquela a su esposa: "Lo que ha quedado del ejército marcha en orden abierto. No es otra cosa que una muchedumbre sin meta, hambrienta y febricitante. Yo le cubro la retirada. Para la derrota de la Grande Armée han contado, mucho más que las balas rusas, el General Hambre y el General Invierno".
En la cubierta del nuevo libro de Erik Durschmied, la expresión utilizada por Ney tiene un significado intencionalmente más amplio. Más que aludir al intenso frío que destruyó al ejército de Napoleón y signó el comienzo de sus desventuras, las palabras General Invierno sintetizan todos los imprevistos caprichos o estallidos de cólera con los cuales la naturaleza o los dioses echan por tierra los planes militares de los grandes estrategos: una tromba de aire, un diluvio torrencial, una avalancha imprevista, un huracán.
Gran cronista de guerra y pintor de batallas, Durschmied ha releído la historia del mundo de acuerdo con esa perspectiva y ha narrado algunos episodios en los que el clima ha desempeñado un papel decisivo. En un libro anterior ( Eroi per caso ), publicado hace dos años, nos había explicado que una distracción, una negligencia, una copa de más, un malentendido o un error de transmisión pueden, como un granito de arena, trabar los mejores engranajes o crear grandes reputaciones. Ahora introduce en el gran escenario de la historia la más imprevisible y amenazadora de las variables que los ejércitos deben tener en cuenta: el clima.
Los ejemplos son numerosos y bien relatados. En septiembre del año 9 de nuestra era, los guerreros queruscos de Arminio tendieron una emboscada a las legiones de Publio Quintilio Varo en los bosques de Teutoburgo e hicieron una masacre. Pero la victoria fue debida en gran parte a una inesperada borrasca que cegó a los soldados romanos y los paralizó en un mar de barro. En agosto de 1281, después de haber conquistado China, los mongoles reunieron tres mil quinientas embarcaciones y partieron a la conquista de Japón, pero un imprevisto tifón transformó el mar en una "caldera de agua hirviente" y lanzó las naves contra los escollos de la costa.
En enero de 1795, cuando la Francia revolucionaria atacó las Provincias Unidas, Guillermo V de Orange hizo un llamamiento a la escuadra holandesa. Pero una barrera de hielos cerró a la flota el paso hacia el Zuider See y le impidió prestar ayuda al ejército. En 1916 y 1917, los italianos emprendieron la conquista del Tirol y concentraron buena parte de sus esfuerzos en Col di Lana, entre la Marmolada y el Passo di Falzarego. Pero encontraron frente a ellos, además de la resistencia de los schützen , los rigores del invierno, los hundimientos del hielo, las tempestades de nieve y los aludes. En diciembre de 1941, las tropas de la Wehrmacht, concentradas frente a Moscú, se aprestaban a desencadenar un ataque decisivo contra las fuerzas soviéticas. Pero en la noche del 5 de diciembre la temperatura se precipitó a 45 grados bajo cero y decretó el fracaso de las operaciones.
No siempre los relatos del autor son historias de guerra. El 27 de julio de 1794 (9 termidor según el calendario revolucionario), un grupo de conjurados destituyó a Robespierre. Pero el "incorruptible" llamó en su auxilio a la turba de los jacobinos y posiblemente habría vuelto al poder si una lluvia torrencial no la hubiese obligado a dispersarse. Entre 1845 y 1849, la mortífera combinación entre un morbo de origen americano (el carbunclo), el verano más inclemente del siglo y la indiferencia de las autoridades británicas destruyó en Irlanda la cosecha de papa y provocó la muerte de un millón de personas.
Durschmied no es un filósofo de la historia y no extrae de estos episodios grandes lecciones teóricas o morales. Algunos de sus ejemplos se prestan, sin embargo, a la reflexión. Confirman sobre todo que un acontecimiento natural puede efectivamente modificar el curso de la historia. La batalla de Teutoburgo fijó las fronteras orientales del imperio en Alemania y los límites de la Europa latina. La destrucción de la flota de los mongoles en 1281 hizo de Japón un imperio insular, culturalmente autárquico e introvertido. La muerte de Robespierre liberó a Francia del Terror de la "Virtud" y dio el poder a la burguesía. La campaña de Rusia destruyó el gran sueño europeo de Napoleón y transformó el continente en un condominio de grandes potencias.
La locura de Hitler y su derrota en las dilatadas llanuras rusas abrieron a la Unión Soviética las puertas de la Europa central. Incluso la severa hambruna irlandesa de 1845-1847 ha tenido consecuencias que nadie hubiera previsto entonces. Gracias a la emigración hacia la América del Norte ha modificado la composición cultural y religiosa de los Estados Unidos. Ha suscitado en la sociedad irlandesa una hostilidad hacia Inglaterra de la que las bombas del IRA no son sino la última manifestación.
Acerca de la importancia de los factores climáticos y naturales, en cambio, conviene acoger los relatos de Durschmied con ciertas reservas. Ninguno de los sucesos evocados en su libro habría tenido las desastrosas consecuencias por él descritas si no hubieran estado acompañadas por la estupidez, la arrogancia, la vanagloria y la locura de los hombres. Varo cae en la emboscada de Arminio porque era poco inteligente y lerdo. La conquista de Japón falló porque los mongoles, embriagados por los triunfos, no prestaron oído a la opinión de sus consejeros chinos. La causa de la muerte de Robespierre no fue el inesperado aguacero de una noche de agosto: fue la reacción de la Francia burguesa frente al terror revolucionario.
La aguda escasez en Irlanda no habría alterado en tal forma la isla si los ingleses, quizás inspirados en viejos prejuicios anticatólicos, no hubiesen adoptado frente a la catástrofe una especie de laisser faire librecambista. Napoleón y Hitler fracasaron porque los éxitos y las victorias habían ofuscado su inteligencia. El invierno ruso no fue una imprevisible calamidad natural. Kutuzov, en 1812, y Zhukov, después de diciembre de 1941, lo aguardaban con impaciencia, conocían su ritmo y su poder, sabían que la nieve haría intransitables las carreteras y más lentos los convoyes; que el viento glacial de la planicie rusa se dejaría sentir bajo los uniformes y helaría el corazón de los soldados alemanes.
En el último capítulo de su libro, Durschmied abandona el pasado y nos relata cómo el hombre, desde hace algunas décadas, trata de someter el clima y los fenómenos naturales a su propia voluntad. Durante la Guerra de Vietnam, los norteamericanos se valieron de tres aviones de carga para "generar llamaradas de yoduro y de plomo con objeto de infiltrar las nubes y originar intensas lluvias sobre el sendero de Ho Chi Minh". En otros casos, esparcieron sal desde el cielo para evitar la formación de niebla. Existen programas para terremotos y tempestades artificiales, estudios sobre el control de los rayos, proyectos estratégicos para desencadenar contra el enemigo una "guerra climática". En éste, como en otros campos del conocimiento humano, los Estados Unidos están a la vanguardia. Nos agradaría saber que están asimismo a la vanguardia en la observancia del Protocolo de Kyoto sobre el control de las emisiones nocivas y sobre el efecto invernadero.
(Traducción de Jorge Ortiz Barili)