Hastíos del estío impío
TAN angustiado como un oso de circo, el hombre público se paseaba por el amplio living de su piso sobre Libertador. Sufría una curiosa condena, impuesta por esa gentuza que ahora hacía sonar cacerolas y entonaba cánticos blasfemos frente al edificio. El hombre público había sido declarado persona no grata allí donde su presencia fuera descubierta, incluso en la plaza de enfrente, a la que solía llevar a sus nietos y a su caniche para que retozaran un rato.
Habitualmente, una ola de murmullos comenzaba a asediarlo no bien era descubierto, y luego los murmullos se transformaban en sordas invectivas, hasta que un vozarrón hacía punta y entonces debía huir. De común, el vozarrón restallaba como un látigo sobre sus espaldas y podía expresar algo así: "Devolvé lo que te robaste, cretino".
Cuando la mucama le sirvió el scotch de la media tarde, el hombre público le pidió que se asomara al balcón. Era cosa frecuente que él le impartiera esa orden y que ella se viera en la obligación de hacer un cálculo estimativo de la cantidad de gentuza que lo sometía a tan cruel oprobio. La mucama sabía que esa ceremonia callejera había adoptado un sustantivo traído del lunfardo, escrache , y que debía retacear la cifra para que el trago no le cayera mal al hombre público, para que ese cóctel de scotch , bronca y vergüenza no despachara a su duodeno un chorro excesivo de bilis.
Cuarteles de invierno
El jueves 17 LA NACION publicó este título a seis columnas: "Los políticos debieron cambiar sus hábitos". La nota de Graciela Mochkofsky ofrecía con nombres propios unos cuantos ejemplos de ciudadanos prominentes que, sin más remedio, se ven precisados a reducir su exposición al aire libre, porque "la gente, cuando los reconoce, los insulta y los agrede".
Hay motivos para que tan insólita circunstancia derive en extraña paradoja: si muchos hombres públicos deben optar por guarecerse en confortables cuarteles de invierno es porque el país soporta un verano francamente bochornoso, y no sólo por designios de la meteorología. Está visto que la agobiante sensación térmica popular alcanza puntos de ignición debido a que tantísimos notorios personajes no se reconocen obligados a ofrendar la decencia del silencio ni se prestan al aseo de la autocrítica.
El hombre público había sabido agradecer a la Justicia por recurrir a la maleable "falta de mérito" para liberarlo de una tracalada de imputaciones por cohecho, malversación de fondos y enriquecimiento vertiginoso. Se consideraba, por lo tanto, un hombre público impoluto pero, ¿lo era de verdad? ¿Era eso del todo cierto? Por algo lo asaltaba el temor de que el bochinche de la calle despertara finalmente a su turbia conciencia. Como se sabe, la conciencia de un hombre público tiene sueño ligero cuando no es cristalina y, sobre todo, cuando éste padece ostracismo civil, por suntuoso que sea.
En eso sonó el timbre de la puerta. La mucama le anunció que el administrador del consorcio venía a reiterarle que también sus vecinos, indignados por tanto alboroto, lo habían declarado persona no grata. El hombre público fue por una vez sincero: pensó que el feo prefijo ex le caía ya de medida.