Ignominioso trato a niños bolivianos
Fue una descripción terrible que, naturalmente, debía conmover y originar aclaraciones, comentarios y reservas, ninguno de los cuales alcanzó para diluir el espanto. El hecho de que trabajadores bolivianos deban dejar por horas semienterrados a sus hijos de dos a cuatro años para evitar que se pierdan o escapen, mientras ellos trabajan por remuneraciones ínfimas en quintas cercanas a la ciudad de Santa Fe, más parece corresponder a un relato de horror que a la circunstanciada reseña de las condiciones sociales imperantes en un área que, por otra parte, dista de ser remota o atrasada.
El generalizado desagrado -y el inocultable malestar sectorial- que produjo la difusión que hizo La Nación de ese hecho, revela una cierta falta de memoria. Desde hace años se han venido conociendo casos similares, vinculados casi siempre a extranjeros ingresados ilegalmente al país, y también a la tarea en huertas que favorecen un tipo de explotación denigrante para quienes las padecen y para quienes las ejercen.
Con entera razón se ha hablado de pautas culturales, de extremas condiciones de marginación y de necesidades agobiantes que no pueden ser satisfechas. Todos esos factores existen y no pueden ser en ningún caso desdeñados en una consideración global de lo denunciado. Asimismo son crueles pero no infundadas las argumentaciones que procuran justificar tales abusos atribuyéndolos a la baja rentabilidad de los quinteros, imposibilitados de pagar mejores remuneraciones, o bien a "tradiciones de trabajo" que remontan esas prácticas a un tiempo ya inmemorial.
Nada de eso alcanza para relevar de su responsabilidad al conjunto de la sociedad, incluidos, en especial a quienes tienen funciones de control y de gobierno. El hecho señala, con excesivo patetismo, la inocuidad de muchas de las estructuras legales vigentes. Códigos laborales y regímenes de protección de la infancia, por ejemplo, son moneda corriente en las discusiones partidarias y corporativas, y sin embargo ahora se confirma que son pura ilusión a poco que se salga unos pocos kilómetros del centro de una de las principales ciudades argentinas.
Frente a este inicuo suceso es necesaria una reacción social por lo menos tan amplia como grande es la magnitud del agravio inferido. Es forzoso, a la vez, extraer de este hecho lecciones de humildad y de sentido común, de sensato reconocimiento acerca de las agobiantes limitaciones que en todos lados y en todo momento acechan entre nosotros a la plenitud humana.
En este caso se ha tratado de bolivianos, de niños bolivianos y de familias ingresadas ilegalmente a nuestro país. El dato tiene, sin duda, valor sociológico y sirve para terminar de precisar un diagnóstico seguramente ilustrativo de algunos males que padece la región latinoamericana. Pero lo importante no es eso, sino que los niños son niños y sufren, mientras los adultos se ven en el caso de tener que renunciar a sí mismos -o poco menos- para sobrevivir.