La democracia, un experimento sin fin
Con todas sus imperfecciones, el sistema basado en el voto es un logro que el país no debe menospreciar; ante la evidencia de todo lo que falta por hacer, los argentinos no podemos entregarnos ni a la resignación ni a la complacencia
El 17 de marzo de 1965, durante el fatídico Bloody Sunday, 600 activistas afroamericanos fueron salvajemente reprimidos cuando, en defensa de su derecho a votar, intentaron marchar desde la ciudad de Selma hasta Montgomery, capital del estado de Alabama. A cincuenta años de la fecha, el presidente Barack Obama conmemoró el evento con un discurso cargado de conceptos que pueden servir para reflexionar acerca de la profundización de la democracia: allá y, sobre todo, acá en la Argentina.
Obama parte de la idea de que Selma es la encarnación de un valor que está arraigado en los textos fundamentales de su país (como, sabemos, también lo está en el nuestro): la prédica de que todas las personas somos iguales y gozamos de los mismos derechos. Este postulado, sin embargo, no puede quedar como un discurso vacío: es un llamado a la acción que define la tarea y responsabilidad de la dirigencia y de la ciudadanía. Es evidentemente justo que todas las personas tengan los mismos derechos, pero se necesita de la voluntad efectiva de los ciudadanos para que esa igualdad se plasme en los hechos. En esta interpretación, acontecimientos como el de la marcha desde Selma ponen en primer lugar la capacidad de hombres y mujeres de llevar las riendas de su propio destino y volver efectivos los principios bajo los que quieren vivir.
Poner en primer plano la acción ciudadana y la búsqueda de hacer realidad las aspiraciones del país llevan a Obama a una idea típicamente norteamericana: la noción de que Estados Unidos no es una realidad invariable, sino un "experimento", un work in progress que nunca está terminado y que por eso privilegia el impulso al futuro por sobre la añoranza del pasado. Esa característica, que es originaria en Estados Unidos como el primer experimento democrático moderno, no es una propiedad exclusiva de esa democracia. Todas las democracias tienen un carácter experimental en el que la puesta en práctica del "gobierno del pueblo" carece de un destino o camino predefinido. Sólo se sabe que los resultados siempre se perciben en un tiempo futuro. Se trata de un constante proceso de reflexión y reinvención en el que se intentan nuevas maneras de llevar ideales a la realidad.
La idea directriz de que el gobierno democrático es un proyecto nunca terminado cobra especial relevancia en países cuyo origen se remonta a revoluciones. Esto es característico de muchas ex colonias, cuyas historias estatales no se pierden "en la noche de los tiempos", como pedía Rousseau de un país deseable, sino que comienzan con un acto de quiebre. Y siempre hay algo de nuevo, de inacabado, en los países de América, el nuevo continente. Son naciones que surgieron del desplazamiento de las jerarquías tradicionales y que, desde el comienzo, incorporaron más el cambio que la estabilidad. Si la democracia requiere horizontalidad y participación de todos como iguales, los Estados que surgieron dejando atrás las aristocracias tradicionales parecen, a priori, el terreno más proclive para su desarrollo.
Para Obama, la participación en ese cambio constante con orientación futura es una forma elevada de patriotismo. Fundamenta esto al señalar que para cambiar, para proponer algo nuevo, es necesario un acto de magnanimidad: hacer una autocrítica y estar dispuesto a aceptar que algo está mal. Cada generación, así, emprende su tarea de dirigir la mirada a las imperfecciones del país y rehacer las cosas una y otra vez, intentando volver realidad los reinterpretados valores fundacionales. Desde este punto de vista, amar al país requiere algo distinto que adular sus virtudes y esconder sus verdades incómodas: se necesita que los ciudadanos digan en voz alta lo que está bien y lo que está mal. Esto, en contra de versiones más chauvinistas o nacional-populistas, parece coherente con la forma que debe tomar el patriotismo en una democracia moderna. Parafraseando al pensador brasileño Roberto Mangabeira Unger, para amar a tu país sin traicionarlo tenés que amarlo no solamente por lo que es, sino también por lo que podría ser.
Esta tarea se puede ver limitada por dos actitudes contrarias: la resignación y la complacencia. Resignarse, pensar que el cambio es imposible, que lo malo es permanente o necesario y que nada de lo que hagamos dará resultados va contra la propia evidencia histórica. En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, es mentira que nada haya cambiado respecto de los derechos de las minorías en los últimos cincuenta años, aunque episodios como Ferguson demuestran que aún queda mucho por transitar. Respecto de la Argentina, por otra parte, sería insólito decir que las cosas no han mejorado desde las épocas de los gobiernos de facto. Nuestra democracia, con todas sus imperfecciones, es un enorme logro imposible de menospreciar. Ante la fuerte evidencia de que las cosas pueden cambiar para bien no queda lugar para resignarse.
Sin embargo, tampoco es positivo caer en la actitud contraria: la complacencia o el conformismo. Decir que todo ya está hecho es tan sólo otra manera de dejar de hacer las cosas y es absolutamente opuesto al espíritu de evaluación y construcción constante necesaria para el desarrollo de la democracia. En nuestro país observamos esta actitud cada vez que los políticos se excusan con el argumento de que en otros momentos estuvimos peor. No podemos ni vivir ni hacer política, por ejemplo, en constante miedo de volver a una crisis de 2001. El espejo de la ciudadanía y de los gobiernos no puede ser el temor a un pasado que siempre, supuestamente, está al acecho, sino el deseo de un futuro que se imagina y se vuelve a imaginar constantemente cada día.
Hay que remarcar una y otra vez que este cambio no depende solamente de la administración del gobierno. Cambiar es posible como una acción democrática cotidiana porque el cambio está presente en todos los aspectos de la vida, en nuestras acciones y en nuestras actitudes. Desde lo más íntimo o cotidiano hasta la cuestión más grande de la esfera pública, siempre hay primeros pasos para dar, nuevo terreno para recorrer y puentes para construir. Ése es tal vez el punto clave: una verdadera cultura democrática no concierne solamente a las acciones políticas, sino al modo de vida mismo de una sociedad. En Estados Unidos, la deuda histórica con la cuestión racial es un ejemplo perfecto de una situación que cambió mucho y que tiene que cambiar aún más, y el punto fundamental es que ese cambio se tiene que dar tanto en las más altas esferas del poder como en lo más cotidiano y simple de la vida ciudadana.
Y la realidad es que en la Argentina tiene que haber mucho cambio. Tienen que cambiar los estilos de liderazgo porque hay que dejar de lado el personalismo y el autoritarismo para dar lugar a la cooperación y la búsqueda de consensos. Tiene que cambiar la organización política, que muchas veces mira con añoranza el pasado y le cierra los ojos a un presente lleno de oportunidades. Tiene que cambiar la administración del país, cuyo federalismo y división de poderes deben volver a tener relevancia real y no sólo existir en las palabras. Y, entre tantas otras cosas, tiene que cambiar nuestro modo de mirar a la sociedad, poniendo en un verdadero primer plano la igualación de oportunidades entre las personas. No podemos ni resignarnos ni conformarnos porque, sencillamente, hay demasiadas cosas para hacer.
La tarea democrática de modificar constantemente la realidad no es nunca un proyecto individual y no se identifica con las acciones de una sola persona. En la democracia no hay lugar para un mesías. Por eso, la palabra más importante de una democracia es "nosotros", el punto de partida de cualquier Constitución, porque el país es un proyecto que no le pertenece a nadie, pero que pertenece a todos. La construcción de una democracia mejor, como proyecto colectivo dirigido hacia un futuro imprevisible y abierto, depende de todos. En ese compromiso es donde está nuestra verdadera acción patriota, siempre crítica y constructiva. Desde las acciones más pequeñas y privadas hasta las más públicas y resonantes, la finalidad debe ser intentar, en conjunto, hacer día a día un país mejor.
lanacionar