La espera
Dos documentales disfrutados en estos largos y extraños días de distanciamiento, si bien cercanos los protagonistas en términos de época pero muy lejanos el uno del otro en lo que hicieron en vida, comparten, hacia el final de ambos relatos, un concepto curioso: la espera.
Pasamos mucho tiempo esperando. No importa nuestra condición social, nuestra educación, nuestra suerte, siempre esperamos algo. La espera, en el caso de estas dos biografías, revelan que algún día en el futuro, un día preciso y puntual, llegarán ciertas revelaciones (bien adelante en el futuro, cuando se supone que los humores, los conflictos, los protagonistas, ya no estén). Podemos esperar eternamente cosas que no llegan nunca, sin esperanza, siempre del lado de las utopías. O podemos esperar sabiendo que hay mecanismos que garantizan que la espera no es en vano.
El primero de los documentales (MLK/FBI) está construido en torno al seguimiento que durante años el FBI le hizo al Dr. Martin Luther King Jr. Un seguimiento feroz a lo largo de sus años más activos y la obsesión de Edgar J Hoover (48 años al frente del Bureau) por encontrar en su círculo cercano aportes del comunismo y luego, una vez descartado ese vínculo, metiéndose en la cama (literal) del hombre más allá del ícono, llevando una enorme cantidad de recursos a las habitaciones de los hoteles en los que se hospedaba y pinchando todos los teléfonos que utilizaba.
Una cacería rodeada de disputas públicas y filtraciones en los medios, para socavar la figura de uno de los más grandes exponentes de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos.
Para Hoover, que le entreguen a MLK el Premio Nobel de la Paz fue demasiado, la lucha se intensificó desde ese momento, pero no duró, poco tiempo después el líder fue asesinado por un francotirador en el hotel Lorraine de Memphis, Tennessee.
Todos esos archivos están por abrirse, por desclasificarse. Vamos a conocer esos detalles, esos escombros. ¿Harán menos heroica la figura del hombre que dio frente al Lincoln Memorial aquel discurso de los sueños? Seguro que no, pero no importa, igual vamos a conocerlos.
Por los mismos años pero en otro mundo, el literario, J.D Salinger es un escritor colosal y un personaje controvertido y huraño. Autor de la novela El guardián entre el centeno (60 millones de copias vendidas, aún hoy calculan que vende unas 250 mil nuevas por año) entre otros relatos (la saga de la familia Glass) lleva una vida misteriosa y solitaria.
Ni bien logró el sensacional éxito de ventas de El guardián… (revolucionario) y después de haber desembarcado con los aliados en Normandía y haber estado un año en el frente, huyó del mundo, se autoconfinó en las montañas en New Hampshire, bien lejos de todo ese mundo y del boom literario, no dio entrevistas, no firmó ejemplares, y casi no se lo pudo fotografiar por años.
Tampoco publicó más. Salvo alguna cosa esporádica y muy salteada en el tiempo.
También rodeado de fantasías y teorías, con una vida privada compleja (la relación con sus parejas mucho más jóvenes y con sus hijos por citar un ejemplo) siguió escribiendo todos los días, para él, según contó en una de las pocas entrevistas cortas que dio para el NYT.
Pero antes de morir a sus 91 años, dejó conformado un Trust con los derechos de toda su obra.
Y algunas directrices muy precisas: Nunca se debería aprobar que El guardián entre el centeno se haga en cine (lo habían intentado muchas veces, incluso Jerry Lewis en el pico de su fama) ya que la única historia que él permitió que se haga (se la vendió a Sam Goldwyn) fue My foolish heart basada en su cuento Uncle Wiggily in Connecticut, que lo decepcionó mucho (no quería que los editores le toquen ni una coma).
Tenía una caja fuerte en su casa, con manuscritos de obras que había escrito en todos esos años de ostracismo.
En el Trust especificó en qué años, después de su muerte, debían publicarse. Y así se está cumpliendo, y faltan muchas todavía. Cada una, un éxito de ventas y una revelación.
Dos buenos ejemplos de espera, de paciencia, de pactos que se cumplen.
Si nos toca esperar sabiendo que las cosas llegan, se revelan, se desclasifican, por más complejas y desagradables que sean, a veces puede ser sanador. Ayuda a comprender. No dejar cosas escondidas, aclarar, compartir.
Porque aleja fantasmas, despeja dudas, o nos hace querer más a los que ya queríamos y quizá detestar con más fuerza más a los que ya detestábamos. Pero con datos, con certezas.
Ese hábito de revelar, de abrir archivos, de compartir, es un hábito saludable.
Pienso que acaso, a casi 40 años de Malvinas, todavía tenemos puntos oscuros, cosas que no sabemos, que ignoramos por completo, ni hablar de los archivos de los ’70 tan marcados por la violencia extrema.
Sin datos, construimos convicciones alrededor de fantasías, de eslóganes, de dichos deteriorados por el paso del tiempo, de relatos construidos para demonizar o endiosar, de creencias y complejas maquinarias de construcción de sentido.
