La necesaria frontera entre lo público y lo privado
Limpiar el Estado de prácticas corruptas exige reformular en clave moderna, simple y transparente los límites entre el interés personal y el bien común, porque es en esa confusión donde se gestan los desvíos

La corrupción continuará avanzando y todo irá precipitándose mientras haya pendiente, porque los discípulos aventajarán consecutivamente a sus maestros y los hechos portentosos anuncian sin ambigüedad cuál será el fin de esa batahola infernal." Era la alarma de Hipólito Yrigoyen en 1909, cuando procuraba enseñar y movilizar a la opinión pública para intentar una reforma de la sociedad, que tendría un impulso vital en octubre de 1916, hará pronto un siglo, al iniciar la primera presidencia democrática de la Argentina. No era un grito, era una advertencia. Y esa enfermedad todavía nos acosa, acosa a la república.
El asunto tiene muchas aristas. En aquel tiempo, la manifestación más usual de la corrupción era disponer de los dineros públicos para hacer favores, lo que no necesariamente implicaba actos ilegales. Era una prolongación perversa del principio monárquico que identificaba los bienes del príncipe con los bienes del Estado.

Esa indefinición ocupó todo el siglo XIX. Viene huyendo de la caracterización cabal que hace el abate Sieyes en su famoso ensayo de 1788, "Los privilegiados se consideran realmente como otra especie de hombre... una nación elegida dentro de la nación". Y este concepto permitía viajar sin culpa entre el patrimonio público y el personal. Y en ese país campeón de la democracia moderna, Francia, el revoltijo sobrevivió largamente: Napoleón III, elegido emperador en un plebiscito democrático con millones de votos en 1852, cubrió a sus parientes de regalos miríficos y la viuda vivió millonaria hasta su muerte, en 1920.
Ésas eran también las reglas de nuestro mundo americano. En el siglo XVII, con la declinación de la Casa de Austria, los reyes vendían los cargos públicos, lo que conducía de modo natural a que los compradores se resarcieran luego del gasto. Pero esa liviandad tenía ya otro elemento más sano: los altos cargos, empezando por el virrey, gozaban de generosas remuneraciones. Los virreyes americanos terminaban sus mandatos enriquecidos.
La Independencia no aventó las confusiones y cualquiera que con poco conocimiento se incline sobre el modo de los negocios públicos de aquellos años se sorprenderá de ver la fluidez con que los gobernantes favorecen en créditos, donaciones, entrega de tierra y franquicias comerciales o bancarias a distintos personajes. En ese ambiente, era bastante difícil diferenciar los favores de interés público de los simples negocios personales. Claro que en la cúspide del poder había hombres de grandes fortunas -Rivadavia, Castelli, Belgrano- que se empobrecieron a favor de la patria y eso da un tono moral elevado a sus gestiones. Pero la persistencia de la práctica está en premios como el que recibió Belgrano de cuarenta mil pesos y el mucho más espectacular que se le votó a Simón Bolívar por un millón.
Todos los caudillos de mediados del siglo vivieron y gobernaron mezclando los negocios privados con los públicos y tiene poco sentido histórico escandalizarse por eso. Así era la época y así eran los criterios, y tanto se puede usar el puntero para criticar a Juan Manuel de Rosas como a Justo José de Urquiza, que repartieron beneficios cuantiosos entre figuras señeras de la vida argentina integrantes de sus gobiernos.
Después de Caseros empieza un proceso de ordenamiento que incorpora los valores republicanos. La Constitución es la pieza maestra y pronto será seguida por los códigos que, de la mano de Vélez Sarsfield, trazan con claridad la frontera entre lo público y lo privado y van definiendo el perfil del funcionario. Ese movimiento está servido por figuras de gran fuerza y prestigio, como Mitre, Sarmiento y Avellaneda, que predican las ideas republicanas y enseñan austeridad con el ejemplo.
Consolidadas las instituciones, gozando el país de una bonanza fruto de la paz y las inversiones, la tentación del dinero volvió a instalarse con fuerza y desborde, y los gobiernos de Roca y de Juárez Celman legitimaron en favores bancarios y comerciales esa corrupción que llevó a la tremenda crisis de 1890, con sus sangrientas y justificadas secuelas revolucionarias. Ese sistema de favores, amenguado después de la crisis pero no eliminado, es el que convoca a los cambios políticos de 1916 con el compromiso de un nuevo tiempo.
Pero lo que subyace en esta cuestión es la fragilidad o la indefinición de la frontera entre el interés público y el privado. Siempre los gobernantes, y con más razón los directivos de bancos oficiales, están en condiciones de asignar preferencias y es incierto cómo determinar si esas preferencias van en el sentido del interés público o no. Y esto, mucho antes de los mamarrachos de amañar licitaciones, repartir sobreprecios o tolerar el contrabando, que son los modos más clamorosos de la corrupción que nutren la crónica policial de nuestros días.
Las dádivas, los favores y los negociados forman un complejo que tiene preferencias en unas épocas y otras, pero que no se excluyen. Lo nuevo es que las sociedades democráticas y republicanas vienen luchando desde la fundación del interés público como base de la legitimidad para poner orden en la apropiación de los recursos materiales. Y si bien se ha avanzado mucho, justo es reconocer que la tarea se hace más ríspida en un sistema de valores como el de nuestro tiempo, donde la riqueza luce más que la recta conducta o el buen nombre.
Los argentinos asistimos ahora a una kermés de denuncias, acusaciones y acciones espectaculares en torno a la corrupción, con riesgo de que tales faenas saturen todo el escenario de la opinión pública, en un paroxismo cortoplacista del que decimos querer escapar.
¿Estaremos derrotando la corrupción? Seguro que estas batallas hay que darlas, pero si no trabajamos serenamente en formular y reformular la frontera entre lo público y lo privado, que es donde se gestan los desvíos, poco futuro estaremos sembrando. Y esa reformulación debe ser moderna, simple y transparente.
Lo primero es tener instituciones cabales e independientes para prevenir y combatir los desvíos. Lo segundo es que los funcionarios sean idóneos y de pulcra honradez, tanto en los cargos electivos como en los de trámite judicial y ejecutivo. Lo tercero es que esos funcionarios sean también protegidos y debidamente remunerados, lo que hoy no sucede de ninguna manera. Valga como ejemplo que en la década de 1930 el presidente ganaba unos treinta mil dólares por mes en plata de hoy; el presidente Macri no llega a percibir un quinto de esa cifra...
Aceptar un cargo público en nuestros días y en casi todos los niveles de la administración es condenarse a litigar en defensa del buen nombre durante años, resignarse a una remuneración inferior a la que se puede obtener en el ejercicio profesional, luchar con una maraña intencional de reglamentaciones y trabajar sin horarios y sin alivios. ¿Quién puede, entonces, formular y proteger debidamente la frontera entre lo público y lo privado?
La República pide un compromiso de muchos años en este trabajo delicado y esencial, pues una sociedad moderna precisa que los ciudadanos se empeñen con su esfuerzo individual sabiendo que no serán expoliados con prácticas delictivas o triquiñuelas de "viveza".
Y todos nosotros, abrumadoramente, deseamos contribuir a esa depuración y vivir en una sociedad más equilibrada. Y tener por divisa de la calidad gubernamental la pequeña frase que Yrigoyen le envía a la Suprema Corte cuando se está defendiendo desde la innoble e inexplicable prisión de Martín García: "... porque no he aceptado obsequio alguno de nadie y a mi casa sólo tenían entrada las flores...".
Economista e historiador