Las otras Caperucitas
Cómo fue, me pregunto, que pasé tanto tiempo sin conocerla. Qué desgracia con suerte, me digo, porque quién te saca la fiesta, el pasaje de ida: ese instante irrepetible en que se accede, por primera vez, al universo de un escritor. De una escritora, en este caso.
Porque aunque me la pasé merodeando por circuitos afines, nunca había leído nada de Angela Carter. Y qué fiesta, qué fiestón, que increíble inmersión en latitudes lejanas está siendo este recorrer las páginas de Quemar las naves, la hermosa edición que de sus cuentos completos realizó la editorial Sexto Piso. Gran regalo que me dejó el año que acabamos de despedir. Más de 600 páginas, tapa dura, edición cuidada: imposible leerlo como algunos solemos leer, en subte, tren, colectivo; en las más diversas salas de espera, en la cola del supermercado. Libro no apto para la furia cotidiana el de los cuentos completos de Carter. Aunque -¿otra desgracia con suerte?- está muy bien que sea así. Porque qué mejor que saborearlo con calma, en momentos obligadamente espaciados, durante los breves minutos de vigilia antes de ir a dormir. Qué mejor que aguardar ese tiempo de paréntesis para sumergirse en una voz como de almizcle, en los bosques abigarrados, las noches densas y los ojos feroces, lobunos o atigrados, que pueblan los relatos de la escritora británica.
"Fue una feminista que se llevaba mal con el feminismo", me ilustra un amigo. "La leés y todo el tiempo te decís que no se va a animar a tanto, que no va a cruzar el límite, que no... Y se anima, y lo cruza", me alertó una amiga. Entonces leí "La cámara sangrienta", "La niña de nieve", "El rey de los trasgos", "El cortejo del señor León". Y descubrí que los cuentos de niños, Grimm, Perrault y compañía, podían volver a ser contados en la más atrevida de las lenguas. Porque en los relatos de Carter las doncellas tienen prisa por dejar de serlo, las Caperucitas marchan por el bosque cuchillo en cesta, a las tímidas -y curiosas- novias de Barbazul las rescatan madres bravías. Y la sensualidad siempre es oscura, feroz y primitiva como un animal enigmático. Como un bosque fragante, tupido, de caminos inciertos.
Difícil sustraerse al influjo de los cuentos de hadas. A principios de los años 80, el francés Michel Tournier publicó Gilles y Juana, novela que sugería que tras el ogro de "Pulgarcito" habitaban terrores tan ciertos como los desatados por Gilles de Rais, aquel legendario compañero de armas de Juana de Arco, noble guerrero en el campo de batalla, sádico asesino de niños tras los sólidos muros de su castillo.
También durante los primeros 80, el irlandés Neil Jordan (el director de El juego de las lágrimas) realizaba, con la película En compañía de los lobos, su propia incursión en el universo de los cuentos de hadas. Basado en los relatos de Angela Carter (quien participó en el guion), el film giraba en torno de la figura de Caperucita Roja. Era la mirada de Jordan. Y era la abigarrada imaginería de Carter, su gusto por las tinieblas más bien tornasoladas del inconsciente.
En el film, Caperucita, inocencia vestida de rojo, escucha al cura del pueblo decir que "el lobo habitará junto al cordero". Hay bosque, luna, inmediaciones de la Nochebuena. Sobre todo, hay solsticio: en palabras de Carter, "la puerta maligna"; "el gozne del año, cuando las cosas no encajan tan bien como deberían".
Las imágenes de Jordan buscan traducir -misión difícil, por cierto- la intensidad extrañada de la escritura de Carter, la descripción de esa Caperucita, adolescente, preguntona y aún virgen, que "es un sistema cerrado; no sabe sentir escalofríos. Lleva su cuchillo y no tiene miedo de nada". Como también ocurre con otras heroínas de Carter, hay algo radicalmente íntegro e inesperado en sus acciones. No será ella quien sucumba, víctima del lobo. Tampoco quien acepte la invitación a ser victimaria.