Las pérdidas inevitables de la vida
Vivir también implica llorar. Aunque no queramos.
Llorar por ejemplo la muerte del que se fue sin aviso y deja nuestra alma en carne viva; o la pérdida de ese padre que fue faro y cuya mente se va apagando, aquel que estando cerca sentimos tan lejos. Llorar en secreto por ese hijo que sufre un maltrato; al cual abrazamos con la impotencia de no poder salvarlo del sufrimiento. O escuchar a esa amiga que quiebra en llanto porque su marido ha dejado el hogar que juntos construyeron. Y su vida está en ruinas.
Podas externas de la vida, como el empleo que un hombre pierde en esta Argentina quebrada, y que no implica sólo una silla vacía sino una familia arrojada al abismo; otras veces son mudanzas obligadas, o despedidas con los que más queremos. El nido vacío.
Pero también están las podas internas, que no por invisibles dejan de doler. Ese momento de la mitad de la vida, en el que decimos adiós a formas conocidas de mirar, pensar, sentir o actuar porque ya no nos representan. Que despedimos imágenes fabricadas de nosotros mismos que no sentimos genuinas, o personas que ya no nutren nuestro presente. Ramas que se cortan y dejan el tronco a la intemperie. Pérdidas necesarias. Pero pérdidas al fin.
Es la crisis de la mediana edad, se nos dice, donde una fuerza arrolladora nos pone contra la pared. Y no queda otra que destapar la olla para volver a encontrar las heridas, necesidades y miserias de siempre. También nuestro potencial creative dormido o desatendido. Nuestra oscuridad, la sombra con su aspecto negativo y positivo a la vez, al decir de Jung. Tantos llantos ahogados y rencores guardados. Lo no curado, lo no saldado, lo no perdonado, o lo no explorado y desarrollado. Que sale a la superficie como malhumor, queja, hastío o vacío. Y que a los 40 o 50 no podemos seguir ignorando si queremos seguir viviendo. Viviendo bien. Integrando lo antiguo y lo nuevo.
En ese umbral el pasado pesa, y el futuro es una pregunta. Y duele tal vez sentir que todo lo logrado es poco. ¿A dónde fueron a parar las metas y los sueños no vividos? La sensación de límite y debilidad nos golpea. ¿Muere la ilusión o muere el ego? Caen las máscaras de una personalidad que fue útil pero que hoy resulta obsoleta si nos encaminamos a ser más verdaderamente nosotros mismos. El timón se debilita, si es que alguna vez lo tuvimos en nuestras manos. Y nuestro jardín, el bonito de siempre ahora está sembrado de desconcierto y duda. Ni metas claras ni rumbo fijo. Toca el desierto y sus despojos.
Morir y vivir
Pero morir es parte inexorable de vivir. Nuestra existencia entera está atravesada por ese incesante dinamismo de muertes y resurrecciones. En una lógica antagónica: perder para encontrar, hundir para edificar. Aunque en el mientras tanto la poda duela. Y sobrevenga la tentación de huir de mil maneras: más trabajo, más cosas, más actividades, más viajes o amigos. En definitiva, más bullicio. Aquello que enajena y nos distrae de la posibilidad de entrar y habitar nuestra hondura. Buscando ese fondo del alma tan fugitivo como atrayente. Tarea inmensa e inacabable si la hay.
No existen respuestas al misterio de morir y renacer. Sí caminos y caminantes. Testigos de una sola certeza: la realidad de que cuanto más nos atrevemos a vivir y amar, más también nos exponemos a sufrir y a perder. Pero es posible que en el trayecto experimentemos una mayor vitalidad y libertad. Y podamos beber esa agua que brota de un manantial más profundo. Simple paradoja de nuestra compleja y apasionante condición de hombres.