Los incomprendidos años 90
Empezaron a toda orquesta. Más precisamente, la orquesta que armó en 1990 Roger Waters para interpretar The Wall, la famosa canción de su ya por entonces disuelto grupo Pink Floyd, con el fin de festejar la caída del Muro de Berlín, producida el 9 de noviembre de 1989.
Con el derribamiento de aquella ignominiosa pared, cayó también uno de los grandes símbolos del Estado opresor llevado a su mayor expresión en el siglo XX. El milenio estaba terminando con el triunfo de las democracias occidentales sobre los totalitarismos; del libre mercado sobre el dirigismo; de la libertad de expresión sobre la censura política.
En 1991, el papa Juan Pablo II promulgaba su encíclica Centesimus annus, en la que proclamaba que “tanto a nivel de naciones como de relaciones internacionales el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades”. Y agregaba que “al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas, más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos”.
En 1992, Francis Fukuyama publicó su famoso libro El fin de la historia y el último hombre, cuya tesis indicaba, a partir de una reinterpretación de Hegel, que la democracia liberal era de algún modo el cese de la guerra por el reconocimiento personal que había comenzado con Caín y Abel y que, si bien los hombres reanudarían en algún momento su confrontación, ese sistema seguiría siendo siempre una instancia superadora.
Era la expresión de un entusiasmo predominante. Fukuyama vendió millones de ejemplares, mientras otro escritor, el francés Guy Sorman, multiplicaba sus apariciones exaltando al capitalismo americano. Ellos llevaron al lenguaje de divulgación los clásicos del libre mercado.
Fue en los 90 cuando la expansión de internet, gracias a la fibra óptica y al desarrollo de la informática, hizo posible la comunicación de los acontecimientos en tiempo real y puso fin a toda posibilidad de los gobiernos de controlar la información y hasta de poner frenos a los movimientos de dinero.
El capitalismo global era, por primera vez, “el capitalismo”, porque solo a partir de entonces los negocios legítimos se independizaron de la extorsión de los Estados y hasta les impusieron condiciones para permanecer en ellos. Entre esas condiciones figuraban, principalmente, la ética gubernamental y la paz social.
Se trató de la década en la que se lanzaron iniciativas por la transparencia en los gobiernos y por primera vez países de los cinco continentes firmaron acuerdos internacionales contra la corrupción.
En lo que concierne a la Argentina, la década del 90 fue sellada, de principio a fin, por la presidencia de Carlos Menem. Contra lo que se suponía, el exgobernador riojano hizo popular en la clase media el capitalismo y el mercado libre y colocó al Estado argentino en el nivel de un socio del mundo desarrollado, a punto tal que el país obtuvo la calidad de “aliado extra OTAN”. Pacificó la nación y arregló los problemas de límites que subsistían con Chile, por primera vez con mediaciones favorables a la Argentina.
El mundo se estaba pacificando con la difusión del comercio, y Chile, que apenas 12 años antes había estado a punto de trabarse en guerra con la Argentina, volcó una cantidad poco antes impensable de inversiones en nuestro país.
El plan de convertibilidad de Domingo Cavallo frenó en seco y llevó a menos del 0,5% al año una inflación de más del 3000% anual; los servicios públicos fueron privatizados y, a pesar de las fallas que hoy vemos, funcionaron con una eficiencia hasta entonces desconocida. Tanto el PBI como las exportaciones crecieron en promedio más del 7% anual en dólares entre 1991 y 2000.
Se desmontó el programa del “misil Cóndor” con Irán y se puso fin a las ventas de armamentos a países emparentados con el terrorismo islámico. Probablemente los atentados contra la embajada de Israel y contra la AMIA hayan sido el precio cruento y sorpresivo de aquellas medidas.
Se consolidó la libertad de expresión, especialmente cuando la Corte Suprema consagró la “doctrina de la real malicia”, un avance en la protección al periodismo contra eventuales querellas por injurias y calumnias, ya que desde entonces el querellante está obligado a probar que el autor de una nota mintió dolosamente para dañarlo.
La Argentina firmó tratados internacionales contra la corrupción, se creó la Oficina Nacional de Ética Pública y el sistema de declaraciones juradas patrimoniales abierto y obligatorio; se redactó y puso en vigor el Código de Conducta de los Funcionarios y se sancionó la ley de ética pública.
Hubo, sin embargo, en contraste con aquellos avances legislativos, graves actos de corrupción en diversas áreas de gobierno y también hechos de sangre vinculados con negocios corruptos, como el falso suicidio del brigadier Rodolfo Etchegoyen, administrador general de Aduanas; la voladura de la Fábrica Militar de Río Tercero, y algunos asesinatos de testigos claves en procesos penales. Y también extrañas relaciones de negocios mafiosos con el poder, como la del traficante de armas sirio Monzer Al Kassar con el entonces director de Migraciones Aurelio Martínez, exoperador del poder mafioso del almirante Emilio Massera. A lo cual deben sumarse los manejos del sombrío empresario Alfredo Yabrán y las extrañas inversiones del árabe Gaith Pharaon, vinculado con el tráfico de heroína de la mafia paquistaní y dueño del BCCI, un banco que había sido caja de diversas organizaciones del terrorismo islámico. En honor a la verdad, el BCCI mantuvo múltiples sucursales en buena parte de los países desarrollados antes de ser clausurado.
Del mismo modo, y a diferencia de lo que hoy sucede, hubo en los 90 funcionarios de la propia administración que reaccionaron contra las mafias involucradas con sectores del poder político y confrontaron con ellas.
Grandes y lamentables contradicciones de esa década que, así y todo, mantenía el rumbo hacia la civilización.
Hoy, la profecía de Fukuyama se cumplió en cuanto había escrito que “si no existe una causa justa por la cual combatir, porque esa causa justa salió triunfante en generaciones anteriores, entonces los hombres lucharán contra esta causa justa”.
Contra el denostado Consenso de Washington, se armó el Foro de San Pablo, y el comunismo volvió por sus fueros, financiado por el narcotráfico, el verdadero poder. La confrontación se reanudó, multiplicada en su poder y dividida en una pluralidad de intereses que confluyen contra las democracias occidentales.
La caída de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, marcó el fin de la corta era iniciada con la caída del Muro. Casualmente, y sin un hecho tan cruento, los 90 terminaron casi al mismo tiempo en la Argentina.
En lugar de una Guerra Fría, existen hoy –aliados en América a Estados populistas– múltiples focos de ataque, una “revolución molecular”, como la llamó su ideólogo, el psicoanalista francés Félix Guattari, y la denunció el expresidente de Colombia Álvaro Uribe.
La democracia volvió a ser hoy una meta a alcanzar.