Los malos maestros también enseñan
Las isobaras son de frío, las isotermas de calor y otros disparates de lo más aleccionadores
- 4 minutos de lectura'
Le he dedicado varios textos a los grandes docentes que me obsequió la vida. Son, luego de nuestros padres, los que, muchas veces sin advertirlo, forjan nuestro destino. Son también los que predican con el ejemplo, y uno, al ver todo ese conocimiento, siente una admiración profunda y se pregunta cómo hicieron para saber tanto y cómo será percibir el mundo desde una perspectiva tan aventajada. Anoto, de paso y por pura gratitud, que hay padres que son maestros y maestros que nos ofrecen el consejo que a veces los padres, de tanto querernos, no se animan a dar.
Pero estos días caí en la cuenta de que es muy difícil ser docente y no enseñar nada; incluso si se trata de un mal docente. Todos enseñan, es su hado.
En la escuela primaria –hace de esto mucho tiempo– tuve un maestro de geografía cuya estampa todavía recuerdo. El pobre hombre corría con su desvencijado maletín de cuero marrón de escuela en escuela; con frecuencia lo veía bajar del colectivo, agitado y presuroso, para llegar a clase. Hoy puedo figurarme las penurias de aquel maestro y siento compasión. De niño, en cambio, solo estaba descubriendo el mundo, y un día nos enseñó que de las isobaras eran “líneas que unían puntos de frío, y las isotermas, de calor”. Me sonó raro, así que me puse a averiguar, y no solo me enteré de este modo cómo era la cuestión, sino que nació así mi afición por los mapas.
En la escuela secundaria, por razones que no viene al caso explorar ahora, otra profesora de geografía nos explicó, sin mala intención, pero desviándose por mucho de la verdad, que el agua pesada de los reactores nucleares contenía calcio. Del deuterio, nada. Me sonó un poquito extravagante la analogía entre el calcio y lo pesado del agua, por lo que le pregunté a mi padre, muy interesado en la actividad atómica, y ahí aprendí cómo eran las cosas en realidad. Nació de este modo mi obsesión por verificar, clave de este oficio.
En la universidad tuve también algunos incidentes de lo más aleccionadores. Recuerdo que en la primera clase de una materia relacionada con la pedagogía, la profesora nos soltó que íbamos a tener que usar un cuaderno forrado con papel araña azul, y que ella en persona controlaría la pulcritud de tal cartapacio, clave en la evaluación del alumno. Sentí que algo no estaba bien, que me habían lanzado de nuevo al primer grado de la escuela primaria y que la pedagogía no tenía nada que ver con esa severidad de cartulina. Así que le pregunté si había entendido bien, si en una asignatura universitaria íbamos a ser juzgados por la pulcritud de nuestros cuadernos. A lo que respondió que tenía que levantar la mano antes de hablar. Se hizo un largo silencio, porque muchos de mis compañeros conocían mi carácter y también mi reputación en disciplinas como las lenguas clásicas, la lógica y la lingüística, y esperaban una réplica mordaz. Pero solo me puse de pie, le sonreí a la profesora y me retiré del aula. Fue una sola clase, pero de lo más pedagógica.
El cuarto ejemplo fue mi examen final de neurolingüística, materia que amé, porque combinaba dos de mis pasiones, la neurología y la lengua, y por lo tanto produje como 15 páginas (manuscritas) sobre los últimos avances en neurociencias y lenguaje, que había investigado con fruición durante los meses de la cursada. Cuando me llamaron para darme la evaluación, me habían puesto un mísero cuatro porque (SIC) “el texto es demasiado largo y demasiado avanzado y no logramos entenderlo”. Hay cosas que me enojan más que otras. La ignorancia me exaspera, pero cuando además es jactancia, me enfurece. Así que tomé mi examen con el 4 en rojo ignominia, lo rompí en mil pedacitos, que deposité en el escritorio, y les dije:
–Si no lo entendieron, el 4 se lo sacaron ustedes, no yo.
Y me fui. Nunca volví a rendir esa materia, increíble como pueda sonar, pero ese incidente también me enseñó algo. Que tenía que aprender a controlar mi temperamento.