Macri, sin margen para milagros
A Mauricio Macri lo tortura la idea de que su aventura en el gobierno sea recordada como la historia de un fracaso económico.
En su entorno admiten que había mucho de condimento comunicacional en el optimismo con el que aterrizó en la Casa Rosada, cuando ofrecía domar rápido la inflación, bajar la pobreza, arreglar el desastre cambiario heredado y bailar bajo una lluvia de inversiones extranjeras. Pero existía en el círculo del nuevo poder una fe cegadora en que la Argentina había entrado en una senda de normalización irrefrenable.
La burbuja de esperanza que se pinchó con la crisis del dólar iniciada en abril devaluó también la confianza del Gobierno –¿y del Presidente?– en sí mismo. Los planes se anuncian a la espera de la siguiente versión. Cada promesa de que "lo peor ya pasó" se la lleva un vendaval mayor. No hay medida que pueda descartarse sin añadir un cauteloso "por ahora". Arrecian como nunca los pases de factura entre los ministros que sobreviven en "el mejor equipo de los últimos 50 años".
"¿No voy a tener nada para mostrar después de cuatro años?", se desconsoló días atrás Macri ante un colaborador cercano. Números crueles: la inflación de este año será similar o mayor a la del 2015 que marcó el ocaso del kirchnerismo, la devaluación del peso ya es la máxima desde el derrumbe de la convertibilidad, empieza a verse afectado el empleo, las próximas mediciones de pobreza revertirán la leve mejora que se había celebrado meses atrás. Según los cálculos más optimistas del Ministerio de Hacienda –en una época en la que los que aciertan son los pesimistas–, el actual período de gobierno terminará con un PBI casi idéntico al de 2015.
La incertidumbre y la angustia dejan en un plano lejano el consuelo que exponen el Presidente y su círculo íntimo sobre las transformaciones de fondo en la economía que –de completarse– dejarían un país mejor posicionado para prosperar. El problema con el largo plazo es llegar. Independientemente de la valoración que hagan del Gobierno, la sociedad y los mercados demuestran con su conducta que desconfían de las recetas oficiales.
El plan económico podrá ser editado, emparchado, cambiado. Lo que a Macri le urge mostrar es que tiene la fortaleza política para aplicar la terapia de shock pactada con los acreedores; un ajuste que ante todo evite una situación de quiebra y –en lo posible– encamine el país hacia un crecimiento sostenible.
En la adversidad, la necesidad política choca con la especulación. El peronismo en todos sus modelos está del otro lado de la mesa. Es un conglomerado sin líderes consolidados, pero que conserva un gen competitivo inalterable y el oficio de empujar al vacío a rivales en problemas.
El debate de fondo en Cambiemos es si la gravedad de la situación requiere o no convocar a un pacto amplio y generoso a un sector del peronismo abierto a terminar con los derrumbes cíclicos de la economía nacional. Está claro que Cristina Kirchner quedará afuera, ilusionada hoy con que un apocalipsis la devuelva al poder en un país más propenso a tolerar el robo sistemático que el fracaso económico. La intriga es si habrá suficientes peronistas dispuestos a resistir el llamado de la naturaleza y a involucrarse en una solución aunque eso implicara pagar costos de popularidad.
El paso del tiempo y el deterioro de la economía les quita incentivos a esos adversarios en los que Macri nunca terminó de confiar. Podrán autodenominarse –o autoincriminarse– "peronistas racionales", pero se encargan de hacer saber que su precio es como el dólar: sube cada día. Ansían, entre otras cosas, negociar condiciones para competir por la presidencia el año que viene.
Esperan gestos de audacia de un gobierno que se quedó sin margen para los milagros que soñó al nacer. Macri, que en la adversidad potencia su rasgo conservador, mantiene la incógnita. Aunque entienda que ahora mismo el gran legado que tiene a la mano dejar sea impedir que el demencial péndulo argentino empuje a todos a otra encarnación de la fantasía populista.