Malvinas, historia de una pasión argentina
No puedo pensar en Malvinas sin pensar en mi padre. Lo recuerdo caminando de una punta a la otra del comedor, con los ojos rebasados de espanto. Desde ese 2 de abril, no dejó un solo día de levantarse antes de que saliera el sol para escuchar las noticias del conflicto armado del Atlántico Sur. Su angustia no conoció tregua hasta el 14 de junio, cuando murmuró: "Al fin acabó este infierno". Luego se sumió en un silencio prolongado como el de la mayoría de nosotros, entristecidos, consternados ya no por la derrota, sino por el hecho descomunal de haber estado en guerra.
Han pasado 30 años y Malvinas vuelve a evocármelo en el momento en que, al cumplirse un año de aquel desatino, volvió a abordar el tema, dolorosamente, casi con pudor. Fue cuando me dijo que tanta muerte y tanto padecimiento debían servir, algún día, para demostrar la inutilidad de la guerra.
Tenía la convicción de que el archipiélago volvería a nuestras manos por la vía de la paz, lo que ocurriría cuando Sudamérica consumara el ideal bolivariano de conformar una comunidad de naciones. Porque un continente es una fuerza a la que difícilmente la puedan someter las armas. Lo extraordinario de su pensamiento es que él sostenía que era importante que la soberanía argentina fuese finalmente reconocida por el concierto de las naciones, como evidencia contundente de la brutal estupidez de la guerra. Y porque, en definitiva, la única auténtica victoria es el triunfo de la verdad. Recuerdo emocionada la mansa sabiduría de ese hombre casi anónimo, ahora que, a los tumbos, o no tanto, su predicción parece ir cumpliéndose, con las naciones del continente uniéndose en la defensa de principios incontestables.
Bien sabemos que la guerra del Atlántico Sur fue un error inicuo, una frustración y un retroceso, pero hoy nuestra convicción debe ser que las reminiscencias de un colonialismo decimonónico y el método de la prepotencia son un retroceso en pleno siglo XXI y un fracaso en los ideales de la civilización occidental que no deben ser tolerados ni justificados.
Los territorios ya no se ganan en combates; las soberanías son reconocidas en el marco del derecho internacional. Las guerras se ganan y se pierden, pero los territorios se restituyen y las dignidades se respetan. O a eso aspiramos. Por lo demás, no nos cabe reconocer una personería jurídica impropia y contraria a nuestros derechos, cosa que, lejos de enaltecernos, nos desmerecería entregándonos al juego de quienes desoyen el llamado de las Naciones Unidas a que se establezca un diálogo pacífico; resolución internacional que responde al hecho de que a los kelpers no les corresponde la autodeterminación: son británicos. Sólo un exiguo número es nacido en las islas; la mayoría, un flujo de británicos llegados de su país y de la isla Santa Helena. Esto de ninguna manera desconoce los intereses de esa comunidad asentada en islas que, oportuno es recordar, estaban habitadas por familias argentinas que fueron tomadas prisioneras en el momento de la usurpación.
Nuestra Constitución de 1994 claramente establece que la Argentina respetará los derechos de los habitantes insulares, lo que de ninguna manera contradice nuestra soberanía: no todos los derechos implican el de autodeterminación. Por lo tanto, con los isleños no debemos relacionarnos ni con infantiles seducciones ni con concesiones desmesuradas, como si fuésemos niños que buscan ser perdonados, sino con el mutuo respeto que se deben los adultos. Largamente han conocido ellos la generosidad y hospitalidad de las que somos capaces. Infinitamente más cruenta fue la Segunda Guerra Mundial; infinitamente más infame, Hitler. Pero Alemania no es Hitler, es Alemania, y nadie duda de su dignidad. Es hora de que creamos en la nuestra y nos pongamos a cultivarla.
Y esto no es cuestión de patrioterismo territorial, sino de conciencia de nación. Aristóteles habló del justo áureo término medio de la virtud entre los extremos del exceso y del defecto. El patrioterismo sería así el exceso que pervierte la virtud del patriotismo. La indolencia y el entreguismo, el defecto que lo aniquila. Pero también se corre el riesgo de reducir caprichosamente a patrioterismo todo amor vinculado con el legítimo sentimiento de patria, que ni es propiedad castrense ni es arenga bélica. Es lo que hizo a Alemania ponerse de pie cuando estaba aniquilada. Es lo que aúna y fortalece a los pueblos para luchar contra las viles propensiones de los que ejercen el poder. Es la virtud que lleva a una sociedad madura a cuidar de su población, de su territorio y de sus recursos. En una palabra: cuidar el Estado bajo su responsabilidad. Y el Estado no es el gobierno de turno.
Tengo para mí que nuestro largo sentimiento por las Malvinas, esta historia de una pasión argentina, parafraseando a Eduardo Mallea, tiene relación con un sentimiento de incumplimiento histórico, de incompletud de destino. Algo así como lo que el filósofo peruano Ernesto Mayz Valenilla llamó "no ser siempre todavía": el sostenido no ser todavía el país que somos por inspiración fundacional: rico, noble y digno. Misteriosa pasión argentina que, lejos de intentar rebajarla a mera superstición, habría que extenderla a todas las dimensiones de la patria.
Este 2 de abril debe ser una conmemoración de nosotros mismos, en la que nos debemos pensar por encima de nuestras frustraciones: una cuestión de Estado tiene una continuidad que supera a las sucesivas gerencias. Por su parte, quienes nos gobiernan deben tener en claro que Malvinas no es un galardón personal ni un pasaporte al bronce. Aquí no hay otros héroes que los caídos en esas frías latitudes.
Entre las enseñanzas que dejó aquel fatídico 1982 está la de saber que no volverá a utilizarse a las islas Malvinas para tapar la corrupción ni las políticas nefastas. Pero no debemos faltar a la fe de nuestros padres, a la memoria de nuestros caídos ni a nuestros compromisos irrenunciables, porque en ello se cimienta también la posibilidad de hacer de la Argentina un país mejor. El que nos debemos históricamente. El que todavía no logramos construir. Como dijo Borges: "Nadie es la patria, pero todos debemos/ ser dignos del antiguo juramento/ que prestaron aquellos caballeros/ de ser lo que ignoraban: argentinos? Somos el porvenir de esos varones/ la justificación de aquellos muertos?"
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