
Milei, en el camino de Alfonsín, Menem, Kirchner y Macri
Presidente: en los casos de sus predecesores, la primacía de la política sacrificó los logros macroeconómicos; el desafío del Gobierno es preservar el equilibrio fiscal y apuntar al crecimiento prosiguiendo las reformas en sintonía con un contexto internacional sin precedentes desde 1930
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Convengamos que el ejercicio de comparar las pruebas electorales del segundo año de gobierno desde 1983 hasta ahora responde a un artificio didáctico del oficio historiográfico. Recorrer coyunturas análogas durante los últimos cuarenta años tal vez contenga la utilidad de descubrir algunas regularidades. Y advertir sobre los riesgos que, en todos los casos, resultaron fatídicos tanto para sus protagonistas como para la sociedad argentina en su conjunto.
En 1985, la victoria revalidó, no sin costos, el resultado electoral asombroso del presidente Alfonsín en 1983. El Plan Austral estaba arrojando éxitos macroeconómicos que alejaban el fantasma hiperinflacionario, y el peronismo recién empezaba a recomponerse del estupor de su derrota. Algunos de sus dirigentes empezaron a reconvertir al viejo movimiento corporativo en un partido de cuadros territoriales. Así lo exhibió e 26% del Frejudepa, con Antonio Cafiero a la cabeza bonaerense. Y acompañado por aquello que dos años más tarde fraguaría en la Renovación Peronista frente al 8% de la “ortodoxia” de Vicente Saadi y Herminio Iglesias. Pero el presidente postergó las medidas estructurales demandadas por su el equipo económico para un segundo turno que, reforma constitucional mediante, le permitiría contornear a su “tercer movimiento histórico”.
En 1991, el presidente Carlos Menem arrasaba en todo el país merced al éxito estabilizador luego de dos años infernales en lucha contra la hiperinflación y reformas económicas a veces sobreactuadas por la emergencia. Luego de 15 años, el país volvía a crecer merced a un plan privatizador de empresas públicas y que intentaba reinsertar al país en el mundo. Todo sazonado por la proximidad de la puesta en marcha del Mercosur y una renegociación exitosa de la deuda global. La oposición radical lucía débil tras el “incendio” de 1989. Pero el remedio estabilizador requería de una disciplina fiscal difícil de adivinar en un presidente oriundo de una provincia pobre que debió compensar a la PBA. Solo así su vicepresidente Eduardo Duhalde aceptó “bajar” a la gobernación a cambio de un oneroso Fondo de Reparación Histórica del Conurbano Bonaerense de 600 millones de dólares anuales. El superávit fiscal solo duro un año.
En 1997, el Menem reelecto en medio de la crisis del Tequila con un 50% había sorteado la prueba de fuego habilitando una reactivación que recordaba a los mejores años de su primera gestión. Sin embargo, la reforma constitucional de 1994 cimentó a una oposición esbozada en el resultado de 1995. En el interin, la sociedad observaba preocupada su vocación perpetuacionista que lo llevó a romper espadas, sucesivamente, con sus dos grandes ases: el ministro Cavallo y el gobernador Duhalde. El expresidente Alfonsín redondeó su acertado pronóstico cifrado en el Pacto de Olivos fraguando a la “Alianza” entre radicales, peronistas disidentes, socialdemócratas y movimientos sociales. En las legislativas de 1997, el gobernador Duhalde, seguro sucesor justicialista del riojano, fue derrotado a manos de una outsider procedente de las luchas por los Derechos Humanos: Graciela Fernández Meijide. Menem intentó sortear la derrota atribuyéndola a Duhalde, quien ya advertía, como el propio Cavallo, sobre los peligros de una convertibilidad inconsistente, aunque reafirmada por su sucesor aliancista, Fernando De la Rúa.
En 2001 su gobierno resultó derrotado en medio de una elección que exhibía el desencanto mayoritario de la ciudadanía con toda la dirigencia democrática. En la crucial PBA, Duhalde ganó como candidato a senador nacional, pero en las mesas muchos electores dejaron su repudio colocando en los sobres preservativos o mensajes más escatológicos. Encubrían una peligrosa exigencia que se extendía como una ígnea mancha de aceite: “que se vayan todos”. Tres meses más tarde, y en el contexto mundial posterior al ataque a las Torres Gemelas, la convertibilidad y el propio gobierno aliancista saltaban por los aires en medio de un incendio como el de 1989.
En 2005, otro outsider, el gobernador santacruceño Néstor Kirchner, llegado al poder por la ingeniería electoral del gobierno provisional de Duhalde se imponía cómodamente en las elecciones catapultando en la PBA a su esposa Cristina como candidata a diputada en contra de la cónyuge del exgobernador, Hilda “Chiche” Duhalde. Se desplomaba así el supuesto rol tutorial del bonaerense inaugurando una nueva expresión histórica del peronismo: el kirchnerismo. En una nueva vuelta de campana histórica Kirchner transitó desde el conservadorismo provincial hacia el extremo de sectores del progresismo reivindicativos del revolucionarismo setentista. Reconversión generosamente financiada por los recursos impensados de una China global ávida de commodities en las que nos habíamos especializado durante la década anterior. Pero el crecimiento ya exhibía sus fronteras: sin reinversiones y saliendo a los empujones del default declarado en 2001, sus costos esbozaron la resurrección de un viejo fantasma: la inflación.
Su sucesora consorte, Cristina Fernández, inauguró su mandato en medio de dos cataclismos sucesivos: uno externo y otro autoinfligido: la crisis mundial de 2008, y el extenuante conflicto con el sector agropecuario a raíz de las “retenciones móviles”. Dos años más tarde, el oficialismo fue derrotado con el propio Kirchner como candidato a diputado por la PBA por una coalición de peronistas disidentes con macristas, el nuevo producto de la flamante potencia metropolitana. Rápido de reflejos, el gobierno renunció a la disciplina de los superávit gemelos lanzándose a un redistribucionismo administrativo de la pobreza: la AUH, la estatización compulsiva de las AFJP, la autonomía del BCRA, y las promesas de reintegración social a instancias de un cooperativismo social encomendado a las nuevas organizaciones pergeñadas desde el poder.
Dos años más tarde de su gloriosa reelección de 2011, y en soledad por la muerte de su esposo, el gobierno de una presidenta Cristina Fernández despojada del pragmatismo de su esposo y sumida en un dogmatismo populista, volvía a ser derrotado en la PBA. Su victimario fue el influyente intendente de Tigre, Sergio Massa, quien socavó la reedición del sueño presidencial reeleccionista acariciado por una reforma constitucional en sustitución de la primigenia alternancia conyugal. Mientras tanto, el país ya transitaba un pozo recesivo, una inflación en ascenso y una situación social candente en los grandes conurbanos. Su sucesor, Mauricio Macri, también gozó de su veranito en 2017, pero la euforia lo embriagó al intentar planificar una “victoria cómoda” en 2019 cediendo las metas de inflación acordadas con el BCRA. En marzo del año siguiente comenzó el largo suplicio cambiario que sepultó la posibilidad de reelección.
La derrota de Alberto Fernández en 2021 fue insuficiente para el pronóstico alegre de un cómodo recambio invertido de las opciones diseñadas a mediados de los 10. JxC apenas si superó al kirchnerismo en la PBA en medio de otro alud parecido al de 2001 de votos en blancos o dispersos en diversos lemas precursores del surgimiento de un nuevo “outsider”. El Presidente Milei se encamina ahora por el sendero recorrido por Alfonsín, Menem, Kirchner y Macri. En los cuatro casos, la primacía de la política sacrificó los logros macroeconómicos. Su desafío es preservar el equilibrio fiscal y apuntar al crecimiento prosiguiendo las reformas en sintonía con la política en un contexto internacional sin precedentes desde 1930.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos




