Lo que el mar nos viene dejando
Quizá todo haya estado, siempre, ahí. Incluso este presente de incertidumbres globalizadas.
Eso pensé el martes pasado, durante el concierto que, en el Teatro Coliseo, recordaba los 500 años de la primera circunnavegación del mundo, el viaje de Magallanes-El Cano. Flautas de pico, clave, soprano y viola de gamba: el conjunto español La Folía desgranaba composiciones escritas en los siglos XVI y XVII, intercalaba alguna recreación contemporánea, dejaba que el hechizo ocurriera. No solo fue un viaje temporal: quien diseñó el programa eligió obras ligadas a las distintas regiones que aquella primera vuelta al mundo había unido -efectiva o virtualmente- como quien traza un tentativo pespunte. Lima, Sucre, Chiquitos, Ciudad de México; incluso Japón, a través de una cristalina melodía de tradición criptocristiana. Sonaban los territorios, se conmovían las épocas, hablaban las lenguas: quechua, mochica, español, francés, latín, portugués.
Los conciertos de música barroca y su encanto múltiple. Porque está la extrañeza cercana de la música. Pero también las horas, días, quizás años, de trabajo silencioso: recuperar instrumentos; identificar, reconstruir, interpretar partituras antiguas. Y luego recrear un clima, un espíritu, la voz de una época lejana que aún tiene lo suyo por decir.
El pasado habitando el presente: hace unos cuantos años, en la manzana jesuítica de la ciudad de Córdoba, tuve una sensación similar. También se trataba de música barroca; la interpretación de unas partituras recientemente restauradas. Siglos atrás, eran indígenas quienes tocaban esos instrumentos o entonaban esos coros: como la arquitectura, los relieves o tallados de las misiones, la música también tradujo un magnífico entrelazado de culturas. De belleza. Y, también, de quiebres y traumas. Como obsequio al siglo en que finalmente habitábamos quienes estábamos en el auditorio, aquel encuentro cerró con una de las canciones del laudista John Dowland, que por aquel tiempo Sting había recuperado en el álbum Songs from the laberynth.
El martes pasado, La Folía abrió la segunda parte del concierto con la pieza Fernando y Sebastián huyendo del mundanal ruido, creada para la ocasión por el compositor y musicólogo Pablo Sotuyo. El presente habitando el pasado: la composición contemporánea convirtió a la soprano en un enigmático llamado de sirena, y a los instrumentos que la acompañaban en la niebla, el mar, las sombras e inmensidades a las que se animaron los temerarios barquitos de Magallanes (Fernando) y Elcano (Sebastián). Habían salido del sur de España el 20 de septiembre de 1519. De la escuadra de cinco naves y 239 hombres que ese día dejó el puerto de Sanlúcar de Barrameda solo regresarían un barco y 18 hombres, entre los que no se contaba Magallanes, muerto en Filipinas. Habían sido tres años de expedición, numerosas vidas y una certeza que, inesperadamente, hoy cuenta con detractores: la redondez de la Tierra.
Otro hallazgo del martes fue el Minuet de la Amable, una pieza rescatada del Legajo de Esclavos del Archivo General de la Nación, que refiere tanto a la trata de esclavos a fines del siglo XVIII como a la presencia de corsarios en el Virreynato del Río de la Plata. Su historia es la de Rosa María, liberta a la que un capitán francés no reconocía esa condición.
Quizá todo -el intercambio entre culturas, los mestizajes, la violencia, el dolor y la reparación- haya estado siempre ahí.
Al comienzo del concierto hubo una hipnótica introducción: apenas la suave respiración de una ocarina. Pensé en la que está en la pieza de mi hijo, regalo de su abuelo jujeño. Huella amerindia, legado europeo, universo multicolor, plurilingüe y difícil tras cada pulso que late en internet: esas son las aguas de su navegación. No menos inciertas de las que hace 500 años bañaban las costas de un mundo cuyo sentido seguimos construyendo.