
Ni Macondo ni Utopía
Por Federico José Caeiro Para LA NACION
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Producto de la febril imaginación del gran pensador, político y mártir Tomás Moro, Utopía (del griego ou , no, y topos , lugar: el "no lugar") es una isla pequeña con forma de luna en cuarto creciente, con 54 ciudades idénticas que se rigen por las mismas leyes, costumbres e idioma. Su capital es Amaurota (ciudad brumosa) y, como es debido, se ubica en el centro de la isla. Su río principal es el Anhidro (sin agua) y su gobernante es Ademus (sin pueblo). Viven en la más sana democracia, donde no existe la discriminación, ya que hombres y mujeres se dedican a las diversas tareas cotidianas por igual. Los utópicos son conscientes de que todo es de cada uno y de que nada les faltará. Cuentan con hospitales públicos perfectamente limpios y equipados, libertad de culto y comedores bien aprovisionados. Las ciudades son bellas y limpias, con plazas cuidadosamente trazadas para facilitar el tránsito. La urbanización es perfecta en diseño, construcción y distribución. Pero todos estos increíbles aspectos físicos no son sólo el simple reflejo de una sociedad ordenada y armónica, sino que ponen de manifiesto una consciente y cuidadosa planificación, llevada a cabo por el fundador de la nación, llamado Utopo (el que no tiene lugar).
Macondo, el pueblo ficticio de Cien años de soledad , de Gabriel García Márquez, es el escenario de fenómenos inexplicables, como un diluvio repentino que dura años, una epidemia de insomnio, cartas que anuncian muertes, una olla que se mueve sola y cae al suelo, despedazándose, el nacimiento de personas con cola de cerdo o el vuelo de una preciosa dama (Remedios La Bella), que se eleva al cielo rodeada de mariposas.
Utopía es la Buenos Aires que todo jefe de gobierno sueña. Macondo -no como ícono del realismo mágico, sino como manifestación de situaciones tan incomprensibles como las que se dan constantemente en el espacio público porteño- es la ciudad que padecemos y al gobernador de turno le toca administrar. Y que pretende transformar.
El espacio público está constituido por una compleja y activa suma de relaciones entre factores subjetivos, ideales y espaciales, y por esa razón es espacio vital de socialización. El dinamismo propio de las relaciones humanas se traslada al espacio público y con ellas muta, y muy de vez en cuando progresa. Por esta característica es fácil evidenciar en él los rasgos de descomposición de la sociedad. Todos identifican sin dificultad lo que no les agrada, pero el problema se torna escabroso cuando se trata de ver qué hacer. Trasformar en digno un espacio público que se halla en el umbral de la devastación implica un esfuerzo titánico. La diferencia entre el espacio público digno y el espacio público ideal suele ser profunda, aunque se trata de conceptos fácilmente confundibles, sobre todo cuando media la hábil retórica de algún político que utiliza el poder seductor que ejerce la idealidad. Una idealidad que frente a la desesperación de vivir en Macondo, vorágine de caos e imprevisibilidad, nos impulsa a creer que Utopía es un mejor lugar, cuando en realidad es un "no lugar".
En lo que al espacio público se refiere, el concepto de utopía no es nada nuevo. De hecho, la palabra fue creada por Moro para nombrar un lugar considerado perfecto. Pero Moro no fue el primero en utilizar la idealidad espacial como forma de reflejar la idealidad social. Platón había hecho lo propio 1800 años antes en dos de sus diálogos, Timeo y Critias , en los cuales crea la Atlántida para ejemplificar la perfección de una sociedad que se rige según los conceptos expuestos en su obra La República . Si bien en la obra de Moro la idealidad puede ser considerada una demostración por el absurdo de cuán descompuesta se hallaba la Europa de principios de 1500, más que un modelo posible de perfección (al contrario que en el planteo de Platón), ambas obras guardan interesantes analogías: las ciudades, la sociedad y, en general, el Estado han llegado a un punto de perfección y belleza tal que ya no puede ser superado. Esto pone de manifiesto la dificultad de plantear la solución de problemas reales a través de utopías que pueden ser fascinantes, pero que ciertamente no son viables.
Hoy podrán parecernos ridículas muchas de las caracterizaciones que realizaba Tomás Moro -en su momento, casi revolucionarias-, y se podrá disentir de su idea de perfección, pero en lo profundo la idea basal sigue tan vigente como siempre. La realidad indeseada del siglo XVI es fácilmente identificable por simple oposición. La sana y pacífica democracia utópica como crítica al absolutismo monárquico imperante en Europa, la ausencia de moneda o del concepto de valor como crítica a la más absoluta miseria de las grandes masas y a la concentración de la propiedad en manos de la nobleza y la burguesía, las ciudades aseadas y bellas en oposición a las urbes oscuras...
El pensamiento utópico critica lo que es y representa lo que debe ser. Por eso Utopía no es lo irrealizable, ni siquiera una aspiración ideal. Utopía es denuncia y anuncio; denuncia de lo condenable y anuncio de lo deseable. Pero para transitar felizmente el pasaje de Macondo hacia la ciudad digna no hay que dejarse seducir por lo ideal, que es lo más fácil, sino plantearse objetivos a corto, mediano y largo plazo, sobre la base de una apreciación de la realidad lo más desapasionada y objetiva posible. Y éste es un debate que debería darse en toda la sociedad, pues el pensamiento es la fuerza elemental que impulsa el progreso.
La solución no está ni en Macondo ni en Utopía, sino en encontrar el camino hacia un espacio público digno y posible. En el tránsito de una ciudad de ficción a una real.




