
Obama, Macri y un país sin matices
En campaña, antes de ganar las elecciones, el candidato a presidente alertó sobre los riesgos de vivir en una sociedad dividida e incapaz de escuchar al otro. No llegó al poder sólo con promesas de cambio en políticas públicas y economía. Un aspecto central de su mensaje fue su creencia en que otro modo de hacer política era posible, que se podía usar el poder como una herramienta para sanar heridas y solucionar los problemas concretos de la gente.
Un lector desprevenido podría pensar que estoy hablando de Mauricio Macri y de su objetivo de "unir a los argentinos". Sin embargo, la realidad es que la descripción se refiere a Barack Obama.
La visita del presidente de Estados Unidos es una oportunidad para reflexionar sobre nuestra coyuntura. Obama probablemente sea el mandatario norteamericano de las últimas décadas que más cerca se encuentra de los valores históricos de la democracia argentina y existen, además, obvios paralelismos con nuestra realidad. Hereda una enorme crisis económica, pero logra no sólo reducir el déficit fiscal, sino también hacer crecer la economía y el empleo. Dio una batalla colosal para dar cobertura de salud a los millones de esta- dounidenses que se encontraban fuera del sistema, expandió el acceso a la educación, reformó el sistema inmigratorio en pos de los que buscaban una vida mejor en su país e intentó, una y otra vez, dar la pelea por aumentar el salario mínimo. Pero también es interesante considerar los ámbitos en los que Obama no pudo alcanzar sus metas. Llama la atención que luego de siete años, no haya podido cumplir su promesa de sanar y dejar atrás la división política y social de su país.
El tema no es ajeno a la carrera pública del presidente norteamericano. Bastante antes de convertirse en presidente ya era central a su pensamiento la necesidad de alcanzar una política racional e inclusiva de las diferencias de puntos de vista, menos orientada a discusiones eternas entre facciones. Es famoso su discurso en la convención demócrata de 2004 en el que dijo que no había una Norteamérica liberal y una Norteamérica conservadora, sino tan sólo los Estados Unidos de América. Son incontables las veces que instó, especialmente al Congreso, a trabajar en conjunto más allá de los colores políticos. Sin embargo, la distancia entre republicanos y demócratas es aún mayor que cuando asumió. Hoy críticos como Ted Cruz y Marco Rubio hasta insisten en que acentuar las divisiones fue parte de su agenda política. Para ellos, la búsqueda de unidad y consensos que Obama pregona es solamente de la boca hacia afuera, su intención real es todo lo contrario. No es para nada descabellado decir que Obama deja un país incluso más dividido que el que recibió.
Creo que fue Jorge Lanata el primero en catalogar como una "grieta" al caldeado ambiente político argentino. No se trata solamente de una división tajante entre partidos políticos, sino de una brecha que se abre entre las personas a la hora de percibir la realidad. Cuando un opositor y un oficialista escuchan a Obama, a Cristina Fernández de Kirchner o a Mauricio Macri el contenido de lo que dicen no es lo importante. Antes de que emitan las primeras palabras ya los ven como héroes o mentirosos. La cuestión, en realidad, pasa por la confianza o no en que lo dicho sea genuino o un engaño, y que sea o no sincero o parte de una agenda oculta.
El gran desafío político, entonces, es romper ese clima irracional. No pasa por una cuestión objetiva de políticas de gobierno. Pasa por convencer a unos y a otros de que no hay razón para desconfiar de todo o para confiar ciegamente en todo. Y en entender que los más importante es volver a escucharse sin prejuzgar las intenciones del interlocutor, sin suponer de antemano que es malintencionado o artero. La clave no pasa tanto por los contenidos, sino por las personas y la confianza o desconfianza que les tenemos. Y luego, sí, claro, concentrarse en los contenidos.
Hoy la democracia estadounidense y la argentina tienen algo nocivo en común: funcionan sin grises. Todo es blanco o negro. Las discusiones se dan en términos absolutistas, sin un espacio entremedio que haga posible acercar posiciones. En un país sin grises unos ven lo peor donde otros ven lo mejor y viceversa. En el fondo, la desconfianza total en el otro es la contracara de la certeza total en uno mismo. Y el buen funcionamiento de la democracia necesita de grises y de dudas, donde nos abrimos a la posibilidad de que estamos equivocados y contemplamos la posibilidad de que el otro tiene la razón. Es ahí donde se da el trabajo arduo, pero necesario, de escuchar y entender distintos puntos de vista, la convivencia en diferencia que es esencial para sostener la democracia.
Ahí está, en mi opinión, la clave del diálogo y del consenso. Es un error pensar que surgen exclusivamente en el Congreso, o que son los acuerdos entre políticos los que garantizan una unidad nacional que en democracia necesariamente tiene que tomar formas cambiantes. La situación parece más bien la opuesta: los políticos no hacen más que acompañar o representar procesos que ya están ahí en la sociedad. Y es entonces a esa sociedad a la que hay que apuntar cuando se quiere cerrar la grieta o terminar con la división. Si pudiéramos abstraernos de la coyuntura y de la discusión política del día a día veríamos que una verdadera estrategia de largo plazo debe apuntar a construir la confianza en el otro con quien compartimos el espacio amplio de la democracia y no a cómo la política se practica en los pequeños recintos del poder. Es, en el fondo, un trabajo de cambio cultural: la construcción de una cultura democrática donde las dudas y el gris puedan tener su lugar.
Secretario de Integración Federal y Cooperación Internacional en el Ministerio de Cultura de la Nación