Occidente ayudó a activar la bomba
:quality(80)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/lanacionar/Z2VOIVKRWVAYXLEVPRXMUCPBGE.jpg)
El 7 de octubre de 2006, mientras subía al ascensor de su edificio con las bolsas de supermercado, moría acribillada en Moscú Anna Politkóvskaya, periodista del diario Novaya Gazeta. Dos tiros en el pecho, otro en el hombro y un cuarto en la cabeza, cuando estaba ya sin vida. Esta cronista premiada de 48 años, autora del libro La Rusia de Putin. La vida en una democracia fallida, era un incordio para el Kremlin. Cuestionaba la versión oficial sobre las bombas que, en 1999 y dentro de un lapso de 17 días, estallaron en un centro comercial y en cuatro torres de departamentos en Moscú y otras dos ciudades rusas provocando la muerte de unas 300 personas. Putin responsabilizó a los separatistas chechenos de estos atentados y justificó así la guerra con la que puso a Chechenia bajo control ruso. Sin embargo, hubo tres atentados fallidos, y en uno de ellos, con intervención de los vecinos, se detuvo a los supuestos terroristas: tenían documentos de identidad emitidos por el FSB, el servicio secreto heredero de la KGB. “En la actualidad, el consenso entre los expertos sobre Rusia es que los atentados contra los edificios de apartamentos los organizó el FSB para consolidar el ascenso de Vladimir Putin al poder”, dice el ensayista venezolano Moisés Naím en su flamante libro La revancha de los poderosos, en el que traza una radiografía de los autócratas del siglo XXI y sus perversas estrategias. “Lo que resulta indiscutible –sigue– es que la ola de fervor nacionalista posterior a los atentados y la guerra de Putin contra el separatismo checheno le otorgaron el dominio absoluto del país”.
No solo la fuerza es herramienta del poder para el presidente ruso. También lo es el dinero. Naím cuenta cómo, durante sus primeros años en la presidencia, Putin recurrió a su red de espías para poner a su servicio –siempre con métodos muy convincentes– a los oligarcas que, durante los anárquicos años 90, se habían enriquecido en medio de las ruinas de la Unión Soviética tras concentrar las fuentes de riqueza con métodos mafiosos. “A partir de ese momento, la riqueza de los oligarcas era suya de modo provisional, siempre y cuando favoreciera los intereses del Kremlin”, escribe Naím.
"Hasta aquí, comerciar con dictadores era una práctica aceptada. Pero empoderar autócratas es firmar, a cambio de un beneficio efímero, la futura perdición"
Con ese dinero, con esa riqueza, Putin compró a muchos de los países más poderosos de Occidente, cuyos líderes hoy no encuentran el modo de detener la masacre que el zar ruso está perpetrando en Ucrania. Tras dos décadas de darle una butaca en los grandes organismos internacionales y de profundizar los negocios y el comercio con Rusia, los países que representan los valores de la libertad se ven ahora atados de manos, pues su dependencia respecto de Rusia les impide tomar las decisiones más drásticas (excluidas de plano las bélicas, por razones obvias) sin infringirse con ellas un daño considerable a sí mismas.
Occidente cometió errores más graves que haber querido llevar la influencia de la OTAN más allá de lo conveniente. Durante todos estos años, con su dinero, y tratando a Putin como un demócrata cuando sabía que era la antítesis, Occidente alimentó la maquinaria de poder de un hombre que hoy no se detiene ante plantas nucleares ni hospitales de niños, y menos ante el sufrimiento humano por las muertes, la destrucción y el éxodo forzado de familias rotas.
¿Se puede hacer negocios con dictadores? Hasta aquí, en un mundo global, hacerlo era una práctica aceptada. Pero las naciones occidentales deberían reparar en el hecho de que blanquear y empoderar autócratas es condenar a las sociedades bajo su férula a estar cada vez más lejos de los derechos que las democracias liberales dicen defender. Este reclamo puede sonar idealista, pero los costos de relegar valores y principios para anteponer los negocios están a la vista y no se pagan en verdes, sino en vidas humanas y en el hecho de vivir bajo una sensación de precariedad por lo mucho que dependemos de un hombre ensimismado en su desvarío que hace la guerra sin el menor escrúpulo, sentado sobre el botón rojo.
Ahora hay que desactivar la bomba que Occidente ayudó a activar, cuyos estallidos diarios conmueven al mundo. Para eso, hay que ir a fondo con las sanciones. Estados Unidos decidió no importar más petróleo ni gas de Rusia. Es un paso importante que Europa, mucho más dependiente, no se atreve a dar. Pero resulta que Joe Biden acude a la Venezuela de Nicolás Maduro. De nuevo: al que comercia con quien no respeta las reglas y juega sucio, tarde o temprano le va mal. Firma, a cambio de un beneficio efímero, su futura perdición.
Tal vez las autocracias o los regímenes dictatoriales han crecido tanto en este siglo XXI porque, entre otras cosas, las convicciones democráticas se han debilitado del otro lado. Sin embargo, es posible que los crímenes de Putin, de los que el mundo es testigo azorado, fortalezcan la estima hacia la democracia. Tal como la fortalece la actitud ejemplar de los ucranianos. Hoy la muestra más cabal de dignidad democrática y amor a la libertad proviene de un pueblo heroico que está luchando por ella y resiste, como puede, el azote invasor.
Últimas Noticias
La ira de Cristina Kirchner y la madre del borrego
Petro recita el manual del buen populista latinoamericano
Rebeldía, extraño país, masacre
Los pies en la tierra
Cristina vs organizaciones sociales: la pelea es por la caja
Tristeza, indignación; la amnistía de 1973, los chicos y el barbijo
¿“Originarios” de dónde?
Un plantel que ilusiona. Los Pumas, cara a cara: kilómetro cero rumbo al Mundial
Fascinación
Ahora para comentar debés tener Acceso Digital.
Ingresá o suscribite