Otros modos de llegar a Zweig
Nos encanta la novedad. Pero qué lindo es, cada tanto, mirar un poco hacia atrás.
Cuando este año llegó la buena noticia de que Ediciones Godot había publicado, en libros de preciosa factura, varios título de Stefan Zweig, lo primero en que pensé fue en Carta de una desconocida.
Por Zweig, desde ya: por lo límpido de su escritura, lo delicado de su incursión en las aguas del melodrama. Y por esa melancolía exquisita, preludio quizás del tránsito que en los últimos años de su vida lo llevaría a escribir El mundo de ayer.
Pero también pensé en Carta de una desconocida por el director de cine Max Ophüls, y fue una alegría recuperar, días atrás, una copia de la película (conocida como Carta de una enamorada) con la cual, en 1948, Ophüls llevó a las pantallas de Hollywood el libro escrito por Zweig en 1922.
Cine de fines de la década del cuarenta: el relato audiovisual clásico en su máximo esplendor, la gloria de subirse a una historia como quien se instala en un vehículo amable y sin más se deja llevar.
Max Ophüls era alemán y, como el austríaco Zweig, hijo de una tradicional familia judía. Carta de una enamorada se estrenó cuatro años después de que Zweig, en el destierro y desesperado ante el avance del nazismo, se suicidara junto a su esposa Lott Altmann. Ignoro cuánto de este derrotero trágico habrá impactado en la decisión del director de cine, exiliado en los Estados Unidos desde 1941; lo cierto es que su película traduce con enorme naturalidad el universo del libro de Zweig, sobre todo la voz de su heroína, acuciada por una tormenta interior que poco tenía que ver con el huracán que terminaría con la vida del escritor.
En la película, el personaje femenino tiene el rostro de Joan Fontaine: rasgos tan bellos, delicados y clásicos como la obra misma. Ophüls recreó en estudios una Viena que, a principios del siglo XX, se despedía muy de a poco de la atmósfera decimonónica. Hay un encanto en los vestuarios, el mobiliario, los cafés donde asoma el art déco, los cuidados en el ritual doméstico y las formas de la cortesía social –presentes incluso en la disrupción de ciertas normas– que hacen pensar que allí se habría sentido muy cómodo el autor de El mundo de ayer.
Carta de una desconocida –el libro, la película– es una larga misiva que una mujer le escribe al hombre que nunca la reconoció. Hay una vuelta de tuerca que desmarca esta obra del melodrama tradicional, aquel donde el gran tema siempre es el de los amantes que no pueden concretar su amor porque el mundo, las convenciones o su origen los acosan. Aquí el obstáculo es la ceguera de un hombre –escritor en el libro, músico en el film– que una y otra vez olvida el rostro de la mujer que desde la adolescencia lo convierte en objeto de un amor único, desesperado, obsesivo.
Ella escribe en su lecho de muerte, a sabiendas de que no estará viva cuando la carta llegue a destino. El libro y la película se inauguran con este dato y, al igual que el amante displicente, lectores y espectadores vamos develando, hoja tras hoja, flashback tras flashback, los sucesos que llevarán a ese desenlace.
Se sabe que las mejores adaptaciones cinematográficas no son las que convierten palabra por palabra un libro en imagen, sino aquellas que saben encontrar el alma de un texto, incluso alterándolo. Ophüls respeta la estructura del libro de Zweig, salvo algún que otro detalle donde la diferencia actúa como paradójica muestra de fidelidad a la obra original.
Por ejemplo, la secuencia donde la mujer y su hombre amado comparten una tarde en una feria de atracciones, diorama incluido. La Viena finisecular, el entorno fantasioso, ese universo de delicadas sombras de papel: imposible narrar de manera más sutil el mundo de ilusiones de un personaje, tan frágil como el perdido mundo de ayer donde habitó su creador.