
Sigue en pie la cárcel de Caseros
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Las demoras de ciertas obras públicas enervan la paciencia y alteran el talante de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires. Tal el caso, por ejemplo, de la morosidad manifiesta que, por lo menos hasta ahora, ha tornado ilusoria la demolición de la sombría mole de la ex Unidad Penal 1, más conocida como la cárcel de Caseros. Las razonables quejas de los vecinos afectados por el prolongado atraso indujeron al gobierno porteño, responsable de la postergada obra, a anunciar que será concretada entre enero y octubre próximos, pero ese anticipo no basta para compensar las molestias sufridas por quienes viven en las inmediaciones del abandonado inmueble penitenciario.
Hace algo más de dos años, el vecindario de los barrios de Parque Patricios y San Cristóbal celebró, con justificado júbilo, el final de la mudanza a otras prisiones de quienes estaban alojados en ese tétrico instituto de detención. Seres que, sin duda, purgaban doble condena: de por sí, el rigor del confinamiento y, por añadidura, el hecho de estar encerrados entre los lúgubres y grises muros -18 pisos- de una obra monumental e inapropiada desde el momento mismo de su concepción.
No en vano los expertos en cuestiones penitenciarias admitieron y admiten que el proyecto hizo pie en criterios perimidos, a punto tal que la ex cárcel "ya era vieja cuando fue inaugurada". No se trata de un dislate: la iniciativa de construirla databa de 1950 y cuando llegaron a ese lugar los primeros 17 presos, en 1979, la construcción todavía no había sido terminada.
Al pie de esas torres mastodónticas sobrevive la secular fisonomía de la antigua cárcel también llamada de Caseros -Unidad Penal 16-, cuya fachada será preservada a título de patrimonio arquitectónico. El edificio supuestamente moderno y en trance de demolición fue concebido como una parte esencial del complejo que también le daría cabida a otro bloque de similar importancia, la denominada Ciudad Judicial (los terrenos en los cuales iba a tener asiento siguen baldíos y esperando en vano el arribo de un utópico ramal del subterráneo).
Tras el desalojo comenzaron las promesas de que el vasto predio albergaría viviendas, escuela, centro cultural y espacios verdes. Tan alentadoras perspectivas se fueron diluyendo a medida que se reiteraban las dilaciones, provocadas, entre otros factores, por la falta de acuerdo acerca de cómo dar por tierra con tamaña masa de hormigón sin afectar los edificios próximos, entre los cuales el Hospital Garrahan es el más delicado. Entretanto, los vecinos comenzaron a temer que alguna soterrada instigación de quienes medran con la falta de vivienda de los sectores más castigados por la pobreza, llegase a desencadenar la ocupación masiva de la estructura deshabitada.
Por fin se determinó que el edificio sería demolido mediante sucesivas implosiones, a cargo del expertos militares, y, acorde con dicha determinación, efectivos del Ejército se encargaron de custodiarlo.
El abandono en que cayó el lugar, apenas alterado por su utilización temporal como set de filmación de algunas series televisivas, trajo aparejada la inseguridad de su entorno. Los vecinos redoblaron sus quejas y al filo del vencimiento de los plazos establecidos, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires definió el convenio para que desde principios del año próximo empiece la postergada demolición.
Es correcto inferir que las obras públicas no sólo tienen que ser sustentables, sino también creíbles. Por muchos pretextos que pudieran ser interpuestos para tratar de justificarlas, tantas demoras -al igual que otras del mismo cuño, tales como los célebres reservorios que ahuyentarían el fantasma de las inundaciones en plena urbe- le quitan credibilidad a la prédica renovadora de las autoridades locales. Disminuyen, pues, la imprescindible confianza que la ciudadanía debe depositar en los funcionarios a los cuales le han encomendado administrar la ciudad en forma correcta y eficiente.




