Un ladrón: el mejor de los remedios
Hace unas semanas, le relataba, querido lector, la felicidad que me había provocado el robo de mi billetera con el DNI y varias tarjetas de débito y crédito. Le contaba que los reclamos para bloquear los plásticos me habían obligado a conversar varias horas con mucha gente que, a pesar de hablar el mismo idioma, parecía no entenderme. Mientras tanto, el ladrón hacía consumos en dólares con mis tarjetas, vía internet. Sigo pensando que fue una experiencia maravillosa. De otro modo, no hubiera conocido tanto operador telefónico ni tomado café con el oficial de la comisaría mientras esperábamos que volviera la luz, que se cortó en medio de mi denuncia policial, ni hubiera sentido la tentación de abrazar al jefe de seguridad del hipermercado donde me saquearon cuando me contó que no tenía gente ni para mirar las cámaras en caso de que alguien robara una latita de atún.
Mire lo que son las coincidencias. El destino me obliga a seguir sumando amistades a toda costa. En la semana que pasó invertí más de una hora y media confraternizando en una conocida farmacia donde fui a comprar un medicamento. Me considero afortunada. Vivir en la Argentina es una experiencia alucinante.
El contacto con la farmacia empezó mucho antes de entrar en el negocio. Mandé la receta digital por WhatsApp desde casa porque en la farmacia no hay wifi. “Es por seguridad”, ya me habían explicado en otra oportunidad.
Pensé en tardar no más de 15 minutos, pero un inesperado alineamiento planetario me llevó a volver a destinar largo rato de mis ocupados días gestionando soluciones que, por esas cosas de la vida y de la burocracia, demoran mucho. Placer total.
¿Cómo diablos se me ocurre no tener una troqueladora de comprimidos en mi casa?
Muy amable la chica que me atendió en primera instancia. Me vendió el medicamento y me fui a casa. Por deformación profesional, tengo el hábito de leer todo, así que ausculté el producto cuyo envase me resultó llamativo, especialmente por la dosis: 20 miligramos. Me fijé en la receta que me había enviado el médico y la prescripción no era de 20, sino de 5 miligramos.
Volví al negocio, pero la chica ya no estaba. Recurrí al –digamos– empleado 2, para poder identificarlo en el maravilloso proceso que le quiero compartir. “Tengo que averiguar. El cambio no es sencillo”, me dijo. Habló con alguien detrás de una mampara –empleado 3– y me lo confirmó. “No se puede porque la receta con los troqueles ya viajó”. Qué alegría me dio saber que al menos la receta estaba de viaje mientras yo trabajo durante el verano.
“Hay que esperar que vuelva en una semana”, me aclaró. Debo haber puesto cara de vaca mirando pasar los autos en la ruta porque le juro que internamente no llegaba a asimilar que el tratamiento se demorase siete días por culpa de que mi querida receta se hubiera tomado el buque. Logré reaccionar para pedirle que hablara con un superior. Otra vez, casi me abrazo a un desconocido. Pobrecito. Me contó que no había ningún superior en el local. “¿Y si lo llamás o le mandás un WA?”, le propuse. Y se fue a la calle porque en la farmacia “no engancha la señal”, me explicó.
Empleado 2 volvió tajante. “No se puede”, me dijo que le contestó humana 4. Busqué en mi disco rígido mental alguna propuesta de solución, como una nota de crédito que anulara el ticket anterior para reemplazarlo por una nueva compra. De golpe, reapareció empleada 1, la que me había vendido el medicamento. Me abalancé sobre ella con el cariño de una madre que hace meses que no ve a su hija.
Empleada 1 dijo que ella lo resolvería, precisamente con una nota de crédito. Ambas fuimos a la caja y allí nos topamos con empleada 5. Otro saludo y el renacer de la esperanza. Empleada 5 tomó el ticket viejo, lo analizó y pronunció tres palabras hermosas: “Vamos a probar”, no sin antes sugerirme por qué no me llevaba el de 20 mg y cortaba en cuatro cada pastilla. Recordé haberlo tomado antes y que no tenía ranuritas, por lo que iba a terminar haciendo puré una caja de un medicamento que, para colmo, me habían facturado $11.000 más caro por el tipo de dosis. Soy consciente de que el problema es mío. ¿Cómo no tengo una troqueladora de comprimidos en mi casa para estas ocasiones?
Empleada 5 se conmovió con el “nadismo” de mi cara y probó. Negativo.
En ese momento, escuché un murmullo proveniente del mostrador. Seis personas que esperaban hacer su compra me miraban de una forma tan intensa que me descolocó. Les saltaban chispitas de los ojos. Cuánto amor deberían sentir por mí.
“Esperá”, advirtió empleada 1 y preguntó: “¿No habrá que anular el ticket viejo para que la máquina te acepte el nuevo?”. Empleada 5 volvió a probar y la caja registradora regurgitó un nuevo ticket con la dosis y el valor correctos. Volvimos empleada 1 y yo al mostrador a buscar la caja y dar por cerrada nuestra placentera reunión de amigas. Pero no había de 5 mg. Tuve que volver al día siguiente. Eso sí. Me devolvieron los 11.000 pesos y ¡cash! ¡Qué deferencia!
Mientras regresaba a casa recordé que el amigo Joaquín Morales Solá había traído a cuento hace poco una frase del ya fallecido juez de la Corte Enrique Petracchi: “De haber vivido en la Argentina, Kafka hubiera sido un escritor costumbrista”. No tengo dudas.
La columna de Carlos M. Reymundo Roberts volverá a publicarse el 27 de enero