Victoria Ocampo, cuarenta años después
Si la Argentina ocupa hoy un lugar en el mundo, los cimientos de ese sitial fueron tallados por esta fecunda representante de nuestra cultura
La gratitud hacia los grandes muertos nos debería llevar al recuerdo frecuente de quienes ayudaron a construir la patria, no solo con soldados, batallas y proclamas, sino con otras herramientas, si no tan épicas como aquellas, al menos tan dignas e imprescindibles. Victoria Ocampo está entre esos constructores. Su vida fue una constante lección de desprendimiento por hacer de la Argentina un país mejor a través de la cultura: nos abrió a la influencia de lo mejor de la civilización europea del siglo XX, en un esfuerzo personal y muchas veces solitario. Fue la suya una batalla individual que afrontó con todas las desventajas posibles: era mujer, pertenecía a una clase social a la que arbitrariamente no se la quiso asociar con el esfuerzo y le tocó una época en la que ambas cosas eran, antes que una ventaja, un pesado prejuicio.
Cuarenta años después de su fallecimiento, ocurrido el 27 de enero de 1979, esa mujer, tantas veces escarnecida, alguna vez presa, mil veces criticada, pero ni leída ni conocida por sus varios detractores, sobrevive en una obra, no solo literaria, que crece cada día.
Victoria Ocampo tuvo una enorme virtud y un gran defecto: su generosidad. Entendida como virtud, la llevó a no escatimar esfuerzos para poner a la cultura argentina en un pie de igualdad con los más altos estándares de la cultura universal. Y como defecto, esa misma generosidad la llevaba a querer imponer, altiva y tenaz, los valores que entendía como vitales y esenciales para una cultura sana: el sentido crítico, la validez del pensamiento autónomo, la aversión a los estereotipos culturales impuestos por estructuras basadas en la fuerza y no en la libertad de los espíritus.
Además de sus Testimonios, de una Autobiografía que es algo así como un largo friso descriptivo de la intelectualidad del siglo XX y de infinidad de artículos y ensayos, el público, y no solo el argentino, descubre periódicamente, a través de la lectura de su correspondencia hasta hace poco inédita, con los personajes más variados y en algunos casos inesperados, a una intérprete lúcida y original de los problemas de nuestro tiempo. Maritain, Tagore, Camus, Merton, Drieu, Valéry, Jouvet, Jung, Malraux, Stravinski, Eisenstein fueron algunos de sus interlocutores. Si la Argentina ocupa hoy un lugar en el mundo de la cultura, los cimientos de ese lugar fueron tallados por Victoria Ocampo.
Su obra no fue meramente literaria: con el correr del tiempo surgen perfiles que su modestia o su generosidad ocultaron: su ayuda humanitaria a escritores en peligro (procurándoles desde refugio en la Argentina a los perseguidos por el nazi-fascismo hasta un simple par de zapatos para Paul Valéry o asistencia médica para Ezequiel Martínez Estrada), sus luchas cívicas por el voto femenino y la libertad de opinión, su defensa a ultranza de nuestros árboles, nuestros bosques y nuestras costas y, sobre todo, un lugar en la revista Sur para quienquiera que fuese capaz de expresar calidad en sus ideas, más allá de su modo de pensar.
Victoria Ocampo enriquece el panteón de los argentinos ilustres y nos da no solo motivo de orgullo incluirla en un lugar semejante. Es y debe ser motivo de inspiración para quienes luchan desde cualquier trinchera por un mundo mejor, más libre, más justo y más educado.