Fue pacífico el homenaje a los muertos del puente Pueyrredón
Marcharon grupos de derechos humanos, partidos de izquierda y asambleas; se vieron muchos carteles y consignas de otros tiempos
El chico -no tendría más de quince años- miró hacia el techo en penumbras del edificio del Gobierno de la Ciudad y dijo como para nadie: "Filmen, nomás, que total hoy estamos todos".
Eran las siete menos cuarto de la tarde de ayer y el chico estaba sentado en el cordón de la vereda de la Plaza de Mayo, frente al Cabildo. Llevaba una campera negra con una leyenda en la espalda: "Ama la música, odia el racismo", y las columnas lo pasaban por encima como olas incesantes.
Desde las cuatro y media de la tarde, la plaza era un territorio partido. En una mitad, la que da al río, policías enfundados en ropa de combate. En la otra, la que da al Cabildo, las Madres marchando alrededor de la Pirámide. Entre las dos, una valla alta y sólida, infranqueable, que con el correr de las horas se convertiría en un símbolo.
A esa hora, todavía, la Avenida de Mayo parecía una peatonal ancha y vacía, y un grupo de policías se aburría en la vereda de la Catedral cerrada. En las paredes blancas del Cabildo, una pintada única atraía la atención: "Darío (MTD Lanús) presente", y en la esquina de Florida un hombre de larguísimo pelo blanco juraba que el Mesías ya había llegado.
Ese paisaje insólito, pero tenso, en un jueves cargado de presagios, se rompería 15 minutos antes de las seis, cuando la larga marcha de piqueteros, partidos de izquierda, universitarios y asambleas barriales arrancara, con casi dos horas de atraso, desde el Congreso hacia la Plaza de Mayo.
Casi de un momento al otro, la Avenida se llenó de carteles y banderas, sobrevolados por consignas que parecían de otros tiempos: "Patria sí, colonia no" o "A los muertos del puente los vamos a vengar, con la lucha popular".
Los motoqueros abrían la marcha y detrás venían los piqueteros de Barrios de Pie y de la agrupación Aníbal Verón, y los seguidores de Raúl Castells, identificados por un cartel amarillo.
Un helicóptero verde oscuro parecía clavado en el aire sobre Moreno y Entre Ríos, y una docena de militantes del Partido Humanista blandía pancartas anaranjadas que decían "Ecología y derechos humanos".
Dos uruguayos caminaban al frente de la columna con sendas banderitas de su país, y Adolfo Pérez Esquivel esperaba frente a la sede del Gobierno de la Ciudad con una boina negra y un piloto beige que le daban aire de pintor de Montparnasse.
Aunque la convocatoria había sido la muerte, la calle era todo alegría. Los chicos de la Universidad de La Plata bailoteaban al ritmo de los bombos. "Que se vayan todos, que no quede ni uno solo".
Quince minutos antes de las siete de la tarde, la diputada Vilma Ripoll llegó a la plaza encabezando la columna de Izquierda Unida. Llevaba una blusa y un pantalón negros y se cubría con una chalina roja. Un hombre le dijo a una chica que estaba con él: "Mirá el pecé . Parecen inmortales".
A las siete y cuarto, cuando la plaza estaba llena en su superficie no vallada, las columnas que estaban adelante, frente a la Casa Rosada, comenzaron a retirarse. Antes había habido conciliábulos porque las asambleas barriales no se querían ir, pero finalmente todos empezaron a moverse.
Por la Avenida de Mayo seguían viniendo columnas y espías espontáneos decían que la gente llegaba hasta la 9 de Julio. Sobre el vallado a la altura de la calle Reconquista, a la vista de los fieros policías que parecían enjaulados, alguien había colgado unos carteles: "No alimente a los animales".
Para las ocho, los últimos tramos de la columna que se desconcentraba hacia el Congreso, Constitución y el Centro, insultaron durante unos minutos a un piquete de la Guardia de Infantería que esperaba en la 9 de Julio: "Olé, olá, por una pizza reprimís a tu mamá".
A esa misma hora, una cuadra más allá, el Teatro Avenida abría sus boleterías y un grupo de señoras paquetas, absortas ante las columnas que se dispersaban, compraban sus entradas para ver "Doña Francisquita", el boom de la temporada de zarzuela.