El intento de juicio político a los miembros de la Corte Suprema de Justicia se orienta a destruir uno de los pocos controles que hoy están en pie y que no responde a las órdenes del Poder Ejecutivo
El esquema tradicional de controles de la función pública ilustrado con la fórmula de frenos y contrapesos, recogida en la Constitución, se encuentra hoy sometido a fuertes tensiones por el intento de juicio político contra la totalidad de los jueces de la Corte Suprema, a raíz de decisiones contrarias a los intereses del gobierno de turno.
Más allá de las escasas perspectivas de éxito de tal procedimiento, que independientemente de su resultado contribuirá todavía más al deterioro de la confianza pública en todas las instituciones involucradas -de uno u otro lado de la cuerda enjabonada-, es posible pensar que este ataque se endereza contra uno de los pocos controles que hoy están en pie y que no responde a las órdenes o los intereses del Poder Ejecutivo. Ese contexto de controles raquíticos pone en evidencia y destaca ese papel de la Corte Suprema y la pone aun más en el ojo de la tormenta, a la vez que refuerza la importancia de todo aquello que está en juego.
El esquema tradicional de control basado en la idea de que aun los gobernantes mejor intencionados tienden a excederse si no son controlados y la consecuente propuesta de contener al poder mediante el mismo poder a través de la ingeniería constitucional, se ha visto enriquecido posteriormente con el objetivo de reducir los riesgos de abusos de los gobiernos y sus burocracias y garantizar que ese poder sea utilizado en beneficio de la ciudadanía y que ésta también protagonice de manera activa su ejercicio. Ello se ha traducido en la multiplicación de agencias estatales y en el reconocimiento de actividades de control a otros actores sociales no estatales.
Pese a la ampliación normativa del elenco de agencias y protagonistas y de la aparente búsqueda de fortalecimiento del control democrático, todo este entramado de instituciones y agentes está hoy en la Argentina en una profunda crisis.
El control parlamentario
El papel de control que debería desarrollar el Congreso nunca se concretó. En muy pocas ocasiones éste ha ido más allá de su función legislativa, en general secundando en los temas importantes iniciativas del Poder Ejecutivo.
Aquellas comisiones parlamentarias con un rol específico de control rara vez se han destacado. Por lo general, cumplen sin pena ni gloria un rol burocrático afín al gobierno de turno -como ocurre con la Comisión Parlamentaria Mixta Revisora de Cuentas- o bien actúan como batallón de ataque a las órdenes del Poder Ejecutivo, como ocurre en el caso ya referido de la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados. O, peor, se desvían de ese papel para cumplir otras funciones subalternas o directamente lo comprometen por intereses políticos menores.
Por ejemplo, filtrando información reservada en lugar de controlar de modo eficaz el desarrollo de actividades de inteligencia o vaciando de contenido institucional la supervisión de otros órganos, utilizando esas comisiones solo para presionar a funcionarios para que renuncien cuando los gobiernos cambian de color, como ocurrió en los dos últimos períodos de gobierno con la Comisión Bicameral de Seguimiento del Ministerio Público.
Cuando cesan esos intereses políticos menores esas comisiones ni siquiera se integran.
Un caso paradigmático es el de la Defensoría del Pueblo de la Nación.
Este órgano fue introducido por la reforma constitucional de 1994 y tiene un rol fundamental en la protección de derechos humanos: tiene a su cargo la defensa de los derechos constitucionales de los habitantes frente a actos u omisiones del Estado y el control del ejercicio de las funciones administrativas públicas. Sin embargo, se halla acéfalo desde el 23 de abril de 2009, con la consiguiente afectación de su desempeño e incluso se ve impedido de litigar en tribunales para cumplir con su misión.
Como muestra del desinterés en el tema, basta con observar que la comisión bicameral del Congreso que debe proponer a sus autoridades no se integra desde diciembre de 2019.
Advertimos, también, un progresivo debilitamiento o desaparición de otros órganos, como la Comisión Nacional de Ética Pública, que nunca se creó, ya que fue boicoteada por la Corte de la mayoría automática y luego eliminada de raíz del derecho vigente, en ocasión de una reforma que buscó aligerar las exigencias en materia de contenido de declaraciones juradas a medida de los intereses de la expresidenta Cristina Kirchner.
Así ocurre con la Oficina Anticorrupción, a la que nunca se le concedió autonomía y ha ido perdiendo protagonismo y confianza por su manifiesta instrumentación política en el marco de gobiernos de distinto signo.
O con la Agencia de Acceso a la Información Pública, desdibujada bajo el ala de la Jefatura de Gabinete de Ministros.
En el caso de la Auditoría General de la Nación, paradigma de lo que debería ser según la Constitución un órgano de control independiente asignado a la oposición que preste un asesoramiento esencial al Congreso, se advierte que a 30 años de la reforma de 1994 nunca se adaptó la legislación al marco constitucional, por lo que debemos seguir asistiendo al espectáculo de un órgano dirigido por políticos veteranos arrellanados en sus poltronas, que en su mayoría responden al Poder Ejecutivo y cuyos informes más relevantes son desperdiciados por un Congreso sin interés en su utilidad para controlar y para mejorar las políticas públicas y que, incluso, en ocasiones se mantienen absurdamente en secreto.
El Ministerio Público
Por su parte, el Ministerio Público de la Nación continúa sin ser investido de las competencias de investigación previstas en el Código Procesal Penal Federal, aprobado por el Congreso hace ya nueve años, pero que solo rige en un puñado de provincias. El lamentable manoseo en el Congreso de su titular interino refleja también la impotencia de los protagonistas de la política para consensuar una persona que cubra la titularidad, al igual que ocurre con la vacante producida en la Corte Suprema de Justicia hace ya más de un año.
Dentro del Ministerio Público subsiste la Procuraduría de Investigaciones Administrativas, con facultades que paulatinamente se le han ido quitando desde que era un órgano independiente, distinto del Ministerio Público, y tenía inclusive otro nombre.
Algunos avances en materia de acceso a la información pública, lo que permite un mayor protagonismo de la sociedad civil en el ejercicio o la promoción del control, no bastan para reemplazar a los órganos que el propio Estado debería dotar de recursos, competencias y autonomía para cumplir con esa misión esencial para la vida democrática.
No existen otros espacios concretos de control popular que se destaquen -por ejemplo, las audiencias públicas son limitadas en número y temática y hasta la iniciativa legislativa prevista en la Constitución está trabada por la exigencia de intervención en el trámite de un defensor del pueblo que -como vimos- no existe-. Tampoco el voto popular es un control adecuado, dada su capacidad muy limitada, al diluirse entre la concentración de un cúmulo de demandas insatisfechas cada vez más abultado, que como ha puesto de manifiesto Roberto Gargarella lo deja como una aislada y limitada herramienta institucional de expresión de la ciudadanía.
Este panorama requiere romper la inercia de un devenir de años, a través de un profundo debate público y de correcciones en un diseño idóneo y viable de organismos que puedan actuar de manera eficaz y constructiva y una ampliación de controles sociales, más allá de los intereses contingentes de unos y otros y del afán del protagonismo pasajero de la denuncia superficial y vocinglera.
* El autor fue fiscal nacional de Investigaciones Administrativas y es presidente de Innocence Project Argentina
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