Por circunstancias elegidas o no, muchos terminan en casas que pertenecieron a la familia. Reformas y cambios de muebles son parte del proceso con el que sus nuevos dueños se apropian de esos lugares. Compartimos nuestra selección.
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Dicen que siempre se vuelve a los lugares donde se fue feliz y para más de un nostálgico esos lugares y recuerdos felices se asocian a la infancia. De las antiguas casas de campo o de veraneo a la casa de los abuelos cada uno carga con sus lugares y recuerdos, algunos más felices que otros. ¿Pero qué pasa cuando esos lugares pasan a ser parte de nuestra diaria? Sucesiones u oportunidades concretas llevan a más de uno a vivir en casas que estuvieron en la familia. Si bien la idea tiene su encanto, también sus desafíos. Apropiarse esos espacios y resignificarlos es el camino para quienes apuestan. Compartimos algunas casas e historias que supieron hacer esa feliz transición.
La casa de mi abuela
“Tengo muchos recuerdos de la casa cuando vivía mi abuela, ella vivió hasta mis 19 años así que me acuerdo de todo”, asegura Javier Biglieri, fotógrafo y director creativo de Büro Content Studio. Hace unos años que con su marido, Rodrigo Pedreira, se mudaron a la casa de su abuela en la Lucila, el lugar en el que crecieron su padre y su tía. “Todavía me acuerdo de cada mueble y espacio. El garaje era el depósito en el que ella ponía sus flores a secar y mi baúl de juguetes también estaba ahí”, asegura.
El antiguo garaje, oscuro y en desuso, es ahora el comedor en el que reciben a sus amigos: uno de los tantos cambios que le hicieron en estos años.
“Era todo muy distinto pero lo tengo muy presente y es lo que me conecta con mi abuela. Por más que los objetos no estén más, en mi imaginario siguen ahí y eso me trae muy lindos recuerdos”, asegura Javier.
Para Javier y Rodrigo la decisión de mudarse a la casa no partió de una sucesión o herencia sino de una oportunidad concreta. Mientras buscaban donde mudarse, se venció el contrato de quienes alquilaban la casa. “Estaba muy deteriorada, pero tenía un gran componente emocional y muchísimo potencial para el proyecto que teníamos en conjunto”, cuentan. Así fue que después de hablarlo con el padre y la tía de Javier, se convirtieron en los nuevos inquilinos.
“Me acuerdo de que, cuando le plantee a papá la posibilidad de alquilarla, tuvo una primera resistencia; más que nada por los problemas que les había traído en los quince años que estuvo alquilada”, confiesa Javier. Como toda casa de los años cincuenta, las humedades y los problemas de mantenimiento eran una constante y no quería que eso signifique un problema. Lejos de la queja, la pareja encaró los arreglos con el compromiso de quien no lo siente un ave de paso: con mucho cariño hacia los objetos que heredaron y dedicación para ponerse ellos mismos al frente de los cambios, empezaron a escribir su propio relato.
El aire de la Provence
“En algún momento de su historia, esta casa se dividió en dos, y mis padres compraron una de esas mitades para recibir a sus hijos y nietos en las vacaciones de verano. Yo la heredé hace siete años, y la suerte quiso que, con Patrick, mi marido, tuviéramos la oportunidad de comprar la otra parte y reconstruir la vivienda original”, cuenta Lorraine Frey.
Casada con Patrick Frey, hijo de los fundadores de la celebrada empresa francesa de textiles Pierre Frey, Lorraine trabajó en la revista Mon Jardin & ma Maison y años después fue responsable de las relaciones públicas de la compañía familiar, con lo cual no sorprende el talento con el que llevó adelante la puesta a punto de la casa en el pueblo de Cabrières d’Avignon.
La casa se hizo de la unión de dos, por lo tanto, hay dos cocinas, dos comedores y dos livings que conservaron para agasajar a la familia numerosa.
“Las actividades principales durante las vacaciones de verano rondan en torno al jardín, las compras en los mercados (orgánicos o de pulgas), la cocina y el recibir”, asegura dueña de casa. Lorraine es una fanática del paisajismo, igual que lo era su madre, de ahí la dedicación y el amor que puso al armado de su jardín. “Me apasiona el paisajismo, particularmente el desorden organizado de los jardines ingleses. Me siento en deuda con la escritora y paisajista inglesa Vita Sackville-West, cuyo jardín en Sissinghurst inspiró este, verde y blanco, que es mucho más humilde y amateur, obviamente”.
“A mi madre le gustaba muchísimo la jardinería y sentó las bases de este parque con la ayuda del paisajista Gérard Truc, a quien conocí por haberlo entrevistado”.
La vuelta al barrio
“Desde que nací viví en el bajo de San Isidro, y ya cuando tenía 6 o 7 años vinimos con mi madre a vivir acá”, cuenta el artista y empresario César Lago. La referencia espacial no remite a la casa en la que nos recibe sino al lote donde la construyó. De aquella casita colonial solo quedó una puerta: la del cuarto de su madre, que hoy da paso a su estudio.
“No tengo un apego a conservar las cosas. Si bien el proceso fue difícil, no me aferro tanto a la materia sino a la energía; y este lugar tiene una energía especial para mi”, reflexiona César. Y sus palabras se sostienen en sus actos: en 2019 construyó junto a su mujer, Alejandra, una primera casa en Rocha, Uruguay, que fue su casa hasta que llegó Kai, su primer hijo. Ahí fue cuando sintieron que era momento de volver a la ciudad, más precisamente a su barrio. Con la ayuda de su amigo arquitecto Juan Carosi empezaron el proyecto de hacer una nueva casa, de cero.
Unos cuantos viajes a Brasil, Uruguay y Japón fueron disparadores de los conceptos que atraviesan esta obra, como el uso de curvas y plantas frondosas en los jardines, la elección de materiales puros y el armado de dormitorios despojados y sintéticos.
El alto nivel de detalle que César (que estudió Administración de Empresas) aplicó en cada decisión tiene respaldo académico: “Aproveché la pandemia para hacer el máster online de Arquitectura de Interiores del Insenia Design School de Madrid y profundizar esa faceta que siempre me atrajo, pero que nunca me había hecho el tiempo para concretar”. Empapado de teoría y de tendencias, y apuntalado por su amigo y su mujer, el creador de la firma Lago se embarcó de lleno en el proceso.
“Cuando mamá vivía siempre hablábamos de que había que reformar o aprovechar la casa y hacer algo, entonces en ese proceso volvía mucho a mis recuerdos. Si bien la casa es la antítesis de la anterior, si creo que hay algo ahí de mi historia e infancia”
Apostar al color
Cuando Ale Sly llegó a la casa familiar en Maschwitz, nada se veía como ahora. Aunque no era precisamente antigua (la abuela de su marido, Richard, fue quien la construyó), su aspecto era más bien “frío”, con muebles ingleses clásicos, paredes de ladrillo a la vista y mucha madera oscura.
“Esto era la chacra de la familia, cuando ella muere y se divide todo, nadie quería la casa: así fue que nosotros, que en ese entonces vivíamos en Londres, la compramos y nos vinimos a vivir acá con nuestras hijas, de 6 y 2 años”, recuerda Ale. El cambio de la capital del Reino Unido a lo que en ese momento era prácticamente el campo fue parte de una aventura que incluyó el desafío de mudarse a una casa familiar llena de vivencias y hacerla propia.
“El cambio más importante fue el color. Yo siempre había vivido en casas coloridas y alegres y esta, que era más clásica, me resultaba muy fría. Recuerdo que, cuando empecé a pintar todo, la familia de Richard quedó un poco shockeada, ¡algo que yo ni siquiera imaginé que podía pasar!”.
“Me costó casi cinco años adaptarme y sentirme en casa, pero no cambiaría un solo día de esta vida que elegí”, asegura Sly. Para ella la apuesta por Argentina significó un mundo nuevo y distinto de todo lo que le esperaba en su Londres natal, un cambio que le permitió trabajar con artesanos del norte, hacer su experiencia y criar a sus hijas en ese lugar tan querido. “Fue absolutamente único”, confiesa.
“Restaurar una casa de familia no es fácil, sobre todo porque aquí se acostumbra conservar las cosas, incluso cuando algo no es particularmente antiguo”, reflexiona Ale. En su caso, la decisión no pasó por cambiar lo original, sino por darle su impronta.
Casa abierta
“Esta casa fue siempre el sueño de mi nonna, primero la alquilaron y, muchos años después, papá pudo cumplir el sueño de comprarla. Yo nací y me crie acá”, cuenta Irene Berni. Ubicada en los suburbios de Florencia, sobre la calle Val di rose (italiano para valle de rosas), la casa es una construcción del ottocento donde hace un tiempo funciona un hotel boutique.
“La casa siempre estuvo llena de amigos y parientes, así que para nosotros era natural pensarla como una pequeña posada”, cuenta Irene. El paso se dio cuando las hijas se independizaron y la casa quedó vacía, entonces su padre, Giovanni, tuvo la idea de transformarla en un hotel. Estilista, fotógrafa y dueña de una pequeña tienda de decoración, no había nadie más calificado que Irene para llevar adelante la transformación y reforma.
La obra duró más de un año y no fue sencilla: al tratarse de una construcción histórica, había muchas reglamentaciones que no se podían pasar por alto. Las habitaciones y baños que se sumaron, por ejemplo, tenían que hacerse sin modificar las fachadas. Dentro de todos esos cambios, Irene quiso mantener la atmosfera serena, austera y confortable que tenía la casa de su infancia.
“Mis padres nunca invirtieron tanto en decorar, no había diseño, lujos, ni materiales costosos. Así que crecí rodeada de ambientes sencillos y prácticos. Me resulta más acogedor eso que la ostentación”, asegura Irene Berni.
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