Hacia finales del siglo XIX, la típica casa colonial, sencilla y chata dejó de satisfacer a la clase terrateniente, que tenía a París como modelo. Así, Buenos Aires se lanzó a la construcción de mansiones y palacetes al estilo francés, que engalanan la ciudad aún hoy.
Según la guía Baedeker de 1907, Buenos Aires contaba al 18 de septiembre de 1904 con 4.326 casas de madera, 76.766 de piedra y ladrillos, y 1.448 de otros materiales. De ese total, 72.092 eran de planta baja y sólo 8.496 de un piso, 961 de dos pisos, 262 de tres pisos y 736 de más de tres.
“En los últimos tiempos, se han construido infinidad de edificios, distribuidos por toda la ciudad, de proporciones monumentales, y la mayoría de estilo renacentista italiano”, decía. “Muchos tienen techo en mansarda. La adopción de esta techumbre, sin duda, les otorga una esbeltez y elegancia a las construcciones, y responde más que a razones técnicas –ya que no nieva nunca–, a consideraciones puramente estéticas”. Albert B. Martínez, su autor, postulaba, luego, que la mayor parte de los arquitectos, franceses y alemanes, habían comenzado a reproducir el tipo de edificio moderno de París, Colonia o Berlín, y que se estaba haciendo uso –y abuso, según él– de los estilos Luis XIII y Luis XV y “el llamado Art Nouveau” (sic).
Miguel Ángel Cárcano señalaba en su Ensayo histórico sobre la presidencia de Roque Sáenz Peña (1963): “La aristocracia terrateniente, con la valorización de las tierras y los ganados, no se resigna a vivir en las modestas casas coloniales de doble patio y techo de tejas, o en los más modernos edificios de dos pisos, al estilo italiano. Se lanza a construir mansiones y palacios al estilo francés: la sociedad porteña enriquecida reclama otros escenarios para exhibirse”.
Según Ernesto Schoo, en su capítulo “Las residencias de Buenos Aires”, del libro Argentina, los años dorados, los multimillonarios argentinos “competían por quién tenía la mansión más rica y a la moda. La moda era el eclecticismo historicista: la recreación, puramente ornamental, de los estilos históricos considerados prestigiosos, sobre todo el de los borbones franceses e italianos. De ahí, la denominación de ʻarquitectura borbónicaʼ que suele adjudicarse a las residencias particulares y edificios públicos que se construyeron entre 1900 y 1930″.
La tendencia, en efecto, era tanto una iniciativa privada como estatal. Con el fin de estimular el embellecimiento de la ciudad, la Comisión Municipal de Buenos Aires comenzó, en 1903, a otorgar un premio anual a la mejor fachada: el arquitecto recibía una medalla de oro y un diploma, y al cliente se le devolvían los impuestos que la Municipalidad había percibido como derechos de edificación. Decía Ricardo Larraín Bravo en “La edificación moderna en Buenos Aires”: “Gracias a esta liberalidad edilicia, los propietarios que desean edificar se inclinan naturalmente hacia los profesionales de reconocido gusto artístico. Entre estos nace un sano estímulo y una honrada competencia y la Capital gana en belleza y hermosura, ya que cada año se enriquece con nuevos edificios premiados, que ostentan en sus fachadas la placa de bronce, distintivo del concurso”.
Uno de esos premios, el de 1904, lo ganó Jules Dormal por su palacio para Magdalena Ortiz Basualdo, en Plaza San Martín, ya demolido. Justo enfrente, Alejandro Christophersen se lucía con la envergadura y el aspecto de la residencia de la señora Mercedes Castellanos de Anchorena, actual sede ceremonial de Cancillería. “Los señores Eduardo Le Monnier, Gustavo Duparc, Augusto Plou, Alfredo Massüe, Lanús y Hary, etc., han importado a Buenos Aires la arquitectura moderna francesa, y son ya numerosas las obras ejecutadas por estos profesionales que han merecido premios en los concursos anuales de fachadas”, continuaba el artículo.
La Guía ilustrada de Buenos Aires de Agustín Etchepareborda (editor) confirmaba con estadísticas, ya hacia 1900, el fenómeno: “Desde el 1 de octubre de 1898 hasta octubre de 1899 se construyeron 21.690 metros lineales de edificios”. Y sentenciaba: “La reforma es general, y ella se lleva con brío, con buena voluntad, impulsada por este general anhelo: hacer de Buenos Aires la ciudad más hermosa de la América Meridional”.
Así como en el proceso de sacar a Buenos Aires de su estatus de “aldea” para llevarla hacia el de “metrópoli”, la generación del 80 sacrificó todo rastro colonial de la época hispana para establecer un nuevo orden de edificio estatal, la burguesía terrateniente hizo lo propio, importando planos de cottages, châteaux, manoirs y grands hôtels particuliers. Eligieron para sus ventanas otras vistas. En lugar de la pampa húmeda, añoraban la campiña francesa. Y en las avenidas y bulevares que abría Juan Antonio Buschiazzo creyeron percibir, con un océano de por medio, las del barón Haussmann.
Mansión Álzaga Unzué
Cualquier hombre enamorado que se crea el último romántico, capaz de prodigarse en atenciones desusadas a su amada, palidecerá ante el regalo de bodas que Félix Saturnino Pedro José de Álzaga Unzué (1885-1974) le hizo a su prometida Elena Peña Unzué (1892-1982): un palacete de 25 ambientes entre los estilos Luis XVI y el georgiano en la barranca afrancesada de la calle Cerrito.
El detalle de compartir el segundo apellido no es casual; eran primos segundos. No tuvieron hijos, pero convivieron con muchos perros y papagayos. Alternaban sus veranos entre San Simón, Santa Clara y San Jacinto, en Rojas, o en Mar del Plata, todas estancias o mansiones del clan Unzué.
A diferencia de otras familias poderosas contemporáneas, no desembarcaron en la política o la diplomacia, sino en la caridad, dominada por las mujeres de la familia y en el negocio de la administración de campos y casas de renta.
Viajaban con frecuencia a París y al Derby de Chantilly, donde competían los caballos de Félix, que fue presidente del Jockey Club entre 1934 y 1950.
Ícono de la “Petit París” porteña del eje Arroyo-Plazoleta Pellegrini-Av. Alvear-Quintana, la mansión se sumó al entorno de obras presentes o ausentes de proyectistas como Paul Pater, Jules Dormal, Louis Martin, René Sergent, Édouard Le Monnier, Alejandro Christophersen, León Dourge, Eduardo Sauze o el escultor del monumento a Pellegrini, Jules Félix Coutan.
En el interior, una escalera central distribuía la circulación hacia cada ala; el comedor principal era para 10 personas, la sala de estar posee boiserie proveniente de un castillo francés del siglo XVIII.
En el Salón de Madame había un retrato de Elena, realizado por Philip de László, un pintor húngaro que retrató, entre cientos de personalidades, a los emperadores Francisco José I de Austria y Guillermo II de Alemania, al príncipe Luis II de Mónaco, al papa León XIII (1900), a los presidentes norteamericanos John Calvin Coolidge y Theodore Roosevelt y a los reyes Alfonso XIII, Victoria Eugenia de España y Eduardo VII, Jorge VI y a Isabel II.
En el subsuelo se ubicaron las cocinas, el lavadero, la bodega y un comedor para los 20 miembros del personal de servicio.
El autor de esta notable obra de la Belle Époque fue una rara avis en el medio argentino (acostumbrado a profesionales europeos que estudiaban en su país de origen). Se trató del arquitecto Robert Russell Prentice (1883-1960) nacido en Fife, Escocia, educado en Highgate School y luego en la École des Beaux-Arts de París.
En 1910 emigró a Buenos Aires, donde se asoció con Louis Faure Dujarric. Juntos realizaron la Estación de Ferrocarril Central-Córdoba, la capilla de la estancia Huetel (para Concepción “Cochonga” Unzué), el edificio Romaguera y la Compañía de Seguros Sudamericana en las primeras cuadras de Av. Alem.
Iniciada la Primera Guerra Mundial, Prentice regresó al Reino Unido, para servir como técnico en los ferrocarriles y en la Fuerza Aérea británicos.
En 1919, volvió a Buenos Aires esporádicamente, ya que tenía su residencia en Río de Janeiro, donde diseñó la estación Barón de Mauá, varias salas de cine y la Embajada Británica. Su trabajo individual en Argentina se plasmó en el edificio Houlder y en esta mansión.
Fue pionero del art déco en Río de Janeiro, con edificios como Labourdette, Sulacap, Itaoca entre otros.
Para los urbanistas porteños, el caso de la mansión y su refuncionalización como área de banquetes y siete suites de lujo en el hotel que estuvo a punto de demolerla dio pie a un largo debate en 1991. Finalmente, en el patio de la finca, que originalmente se descalzaba en terrazas, se entronizó el Park Hyatt con 15 pisos y 165 habitaciones (que luego pasó a ser Four Seasons). Así acabaron los jardines y la vista al río de la casona.
Elena Peña, felizmente, nunca llegó a saberlo.
Palacio Saavedra Zelaya
Luis María Saavedra (1829-1900) nació poco después del fallecimiento de su tío, Cornelio Judas Tadeo de Saavedra y Rodríguez, presidente de la Primera Junta de las Provincias Unidas del Río de la Plata, ex alcalde y regidor del Cabildo Virreinal y guerrero de la Independencia.
Desde 1864, Luis María adquirió vastas tierras en la zona de San Isidro y fundó el pueblo de Saavedra, donde vivió con su esposa María Dámasa Francisca Zelaya Salas (1841-1929) y sus seis hijas.
El 1891, la Compañía del Ferrocarril de Buenos Aires y Rosario Ltda. inaugura una estación en lotes por él donados, con la condición de ser denominada como su único hijo, también Luis María, fallecido en la niñez.
La mansión en la barranca de Carlos Pellegrini tiene una distribución muy particular. Acompaña el declive de la calle y en su concepción original incluía dos casas. Con la numeración 1455, una construcción de dos niveles, de fachada academicista francesa, donde vivía un ejército de sirvientes, similar a una casa de renta de lujo. Y, a continuación, otro volumen, ya con tres niveles, con entrada principal por el 1515, que era la residencia familiar. Seguía un gran parque que terminaba en una reja estilo Secesión vienesa. En total, 3500 m2.
Frente a ese parque con invernadero, fuentes, canteros y escalinatas, se desplegaba una fabulosa galería en forma de L de dos plantas, un verdadero palco doble al Río de la Plata, con pisos de teselas de gres, docenas de sillones, macetas sobre pedestales, todo rematado con una balaustrada clásica con copones que recuerdan el Museo de Bellas Artes de Nancy, en Francia.
Los planos guardados en el Archivo de la Corte Suprema de Justicia están firmados por el arquitecto triestino Gerónimo Agostini, autor de los hoteles París y Savoy, en las esquinas de Av. de Mayo y Salta, y de Callao y Perón (este último propiedad de los Saavedra Zelaya).
Vertebrados por las galerías, se sucedían en el piano nobile los salones de estar, la sala de música, los comedores para ocho personas con boiserie hasta el techo, tapices, jarrones enormes sobres columnatas de granito y pesados cortinados, una capilla con labrados reclinatorios, ventanas ojivales y un lujoso altar, que actualmente es el laboratorio de idiomas del colegio.
La familia era tan católica que, dentro de la casa, vivía un capellán y, cuando se realizó el Congreso Eucarístico de 1934, alojaron al cardenal Eugenio Pacelli (1876-1958), futuro papa Pío XII.
Según la tradición oral, uno de los cachorros de puma que vagaban sueltos por el parque le desgarró las vestiduras a Pacelli, antes de la misa de apertura.
En 1902, Dámasa convocó un concurso de proyectos para levantar la Iglesia de la Santísima Trinidad, en la avenida Cabildo 3682, que fue ganado por Édouard Louis Le Monnier. Por algún motivo, los fondos se cortaron y sólo se construyó la cripta y unos tres metros del muro perimetral, cuyo contorno puede observarse en mapas aéreos de 1940.
Fundado en 1904, el prestigioso Instituto Superior en Lenguas Vivas se mudó a la mansión en 1963, tras el derrumbe de parte de la sede de Esmeralda y Sarmiento, proyectada por Francesco Tamburini en 1885. Allí funcionaba, desde 1895, la Escuela Normal N° 2 de Mujeres, antecedente directo de esta entidad.
El Estado había adquirido la propiedad de los Saavedra Zelaya en 1948 en subasta judicial, única solución a la larga sucesión de las herederas, los hijos extramatrimoniales de él, y otras dilaciones.
Lo mismo había sucedido antes, en 1936, con la chacra Los Eucaliptos, en el actual barrio de Parque Saavedra, que hoy son parte del Museo Cornelio Saavedra, en Av. Crisólogo Larralde 6309, cuya decoración realizó en 1941 Silvia Saavedra Lamas, esposa del intendente Carlos Pueyrredón y bisnieta de Cornelio.
Los restos de Luis María y Dámasa Zelaya se suman al exclusivo club de devotos donantes de la Iglesia católica que descansan en templos y no en cementerios. En este caso, tras sendas placas de granito rojo en el muro lateral izquierdo de la basílica del convento Santo Domingo.
Palacio Paz
Descendiente de tradicionales familias de Santiago del Estero y Tucumán, José C. Paz, estanciero, editor, militar, diplomático y abogado, compartió la generación del 80 con apellidos de la talla de Roca, Pellegrini, Wilde, Sáenz Peña, Goyena, Estrada, López, Zeballos, Cané, Yrigoyen, Ramos Mejía y Francisco P. Moreno.
Factótum del poderoso diario La Prensa, fundado el 18 de octubre de 1869, se convirtió en el editor de uno de los periódicos más importantes del mundo en su época.
Durante su estancia en París, como embajador, le encargó al arquitecto francés Louis Marie Henri Sortais (1860-1911) –egresado de la École des Beaux-Arts de esa ciudad– los planos de este palacio de escala inusitada, compuesto internamente de tres residencias: la principal para él y su esposa Zelmira Díaz Gallardo, otra para su hijo Ezequiel Paz y su mujer Celina Zaldarriaga y la tercera para su sobrino Alejandro Paz y su mujer Angélica Sastre.
Sortais tenía gran prestigio. Fue discípulo de Charles Girault y Honoré Daumet, gigantes de la docencia “beaux arts”; dirigió restauraciones en el Panteón de Agrippa y en Villa Adriana, en Roma; fue el arquitecto jefe de la Exposición Universal de 1900; diseñó el Palacio de Educación, Letras, Ciencias y Artes en el Campo de Marte y el Pabellón Rodin.
Muchos argentinos adinerados compraban planos en Francia, y contrataban arquitectos locales para la dirección de obra y modificaciones in situ. En este caso, el ingeniero y arquitecto Carlos Agote estuvo a cargo de la adaptación del proyecto. Ya había edificado en sociedad con Alberto de Gainza Lynch, marido de Zelmira Paz, la sede de La Prensa (ver nota Edificios) y el Club del Progreso, ambos en Av. de Mayo (ver nota Antes y Después).
El desafío era faraónico. Se trata de la residencia privada más grande de la Argentina, con la friolera de 12.000 m2.
Con frente y puertas a tres calles (Marcelo T. de Alvear, Maipú y Santa Fe), en un terreno trapezoidal, y una salida a Esmeralda –el sector de cocheras, el único sector demolido–, la entrada de honor se ubicó frente a la Plaza San Martín. El plano tiene ostensibles guiños franceses. El frontón con altorrelieve por Santa Fe es una versión anónima de “El triunfo de Flora”, que realizó Jean Baptiste Carpeaux para el Palacio del Louvre, y hay elementos decorativos comparables a los utilizados por el arquitecto Salomón de Brosse en el frente del Palacio de Luxemburgo.
Como era de esperarse, semejante obra llevó varios años, y Paz no logró vivir en el palacio. Murió en Montecarlo el 10 de marzo de 1912. Sus restos, repatriados tres meses después, recibieron exequias de ministro plenipotenciario y fueron depositados en el majestuoso panteón familiar del cementerio de la Recoleta, ornado con esculturas de Jules Félix Coutan.
Debido al fallecimiento de José se habilitó un sector para su hija Zelmira y sus cuatro hijos. Finalmente, la casa fue terminada en 1914 y abrió sus magníficos salones a la sociedad.
Entre los 140 ambientes –sí, 140–, había fumoirs, sala de esgrima, sala de cinematógrafo, sala de música, salón de baile, cerca de 16 escaleras, cinco comedores, nueve ascensores y más de 40 baños. Las estancias “cotidianas” están triplicadas, una para cada familia, en el primer piso de cada ala.
Al atravesar la Galería de Honor, que vertebra varios salones del piano nobile, sus sitiales de nogal italiano con tallas que representan a la corte del rey Francisco I nos transportan al Renacimiento francés. El Gran Hall de Honor no tiene parangón en América, y para parecerse aún más a Versalles basta mirar el gran vitral en cuyo centro destaca el emblema personal de Luis XIV, el Rey Sol.
Tan importante es, que fue elegido como locación de la película Focus, con Will Smith y Margot Robiee, o del video de Ricky Martin y Paula Chaves, Frío.
Hay puertas disimuladas para que el sigiloso servicio doméstico pudiese atender semejante palacio. Se estima en unos 50, entre mayordomos, mucamas, cocineros, chauffeurs.
A finales de la década de 1930, la familia naturalmente se había multiplicado. Alberto de Gainza Paz (nieto de José), su mujer Elvira Castro Soto y sus ocho hijos prefirieron trasladarse a una nueva y moderna residencia, construida en el barrio de Belgrano en la calle Villanueva, obra de los arquitectos O’Farrell y Villegas, hoy sede de la Universidad de Belgrano; Zelmira Paz, cuyo marido Alberto de Gainza Lynch había fallecido en 1915, volvió a contraer nupcias en 1933 en París con Aarón Anchorena y se mudaron también a otra casa; sólo Ezequiel Paz y su mujer habitaron hasta los últimos días el palacio, que fue vendido en 1938 al Círculo Militar, que lo adquirió con fondos del Estado nacional con la condición de albergar la Biblioteca Nacional Militar y el Museo de Armas de la Nación.
Palacio Pereda
El matrimonio de Celedonio Tomás del Corazón de Jesús Pereda (1860-1941) y María Justina Girado Casagemas (1865-1942) forjó la unión de dos familias con raíces en Castilla y en Cataluña. Tuvieron seis hijos.
Trabajo-Constancia-Economía es el título del libro que Ana Aramendi Jurado escribió sobre la historia de la familia. Son los valores que Celedonio Tomás eligió para definir su labor en ocasión de sus 80 años. Ese 7 de marzo de 1940 reunió a sus descendientes y formalizó su retiro. En la carta que les entregó decía que prefería hacerlo “antes que me digan: ¡Este viejo… impertinente no deja hacer nada!”. Puntualizó, además, que esperaba que las ganancias se repartieran por sextos iguales.
Los Pereda habían hecho su fortuna con un sistema de diversificación económica muy utilizado por los inmigrantes que formaron la incipiente burguesía de finales del siglo XIX y principios del XX: almacenes de rubros generales en pueblos, venta de forraje, inversión en tierras próximas a las estaciones de ferrocarril, exportación de ganado y cereales, casas de renta, participación accionaria en bancos, frigoríficos, compañías navieras. Celedonio fue fiel cultor de ese sistema: tuvo 12 estancias, fue accionista del Banco Popular Argentino, del Banco Español, del Banco Comercial de Azul, de la cooperativa de seguros La Azuleña, de la sociedad Quebrachales Paraguayos, de la Compañía de Tranvías Eléctricos del Sud, del Mercado de Frutos y de docenas de emprendimientos más. Aparte, en su doble rol de médico y emprendedor, apoyó las investigaciones del Dr. Méndez en la vacuna contra el carbunco y trabajó por el mejoramiento de varias razas de vacunos y ovinos.
Hacia 1920, Celedonio quiso tener su réplica del gran hôtel particulier que el arquitecto Henri Parent había hecho para el banquero Édouard André y su esposa Nélie Jacquemart, ubicado en el 158 del bulevar Haussmann de París, que abrió al público en 1913, como Museo Jacquemart-André, tras la donación del matrimonio al Instituto de Francia de la espléndida mansión y su fina colección de arte.
El primer arquitecto contratado fue Louis Martin, autor de varias residencias en la cercana Av. República (hoy Quintana). Pero, según la tradición oral familiar, Pereda le había pedido una escalera en forma de herradura, que bajara hacia el jardín como la del castillo de Fontainebleau, a lo que Martin se negó. Disconforme, Pereda lo reemplazó por Jules Dormal, que llevó la obra a buen puerto.
Los interiores de la mayoría de los palacios porteños de la Belle Époque homenajeaban distintos estilos: Regency, Segundo Imperio, Tudor, Renacimiento, Luis XIII. Así, el recorrido se planteaba como una “promenade”: un paseo peatonal por la historia del arte, la arquitectura y la decoración.
Los interiores fueron encargados a la afamada Casa Jansen, firma parisina que decoró, entre cientos, los mundos privados de Jackie Kennedy, los duques de Windsor y Coco Chanel, y además participó de la mayor excentricidad de la historia moderna de la decoración, el berretín imperial de Mohamed Reza Pahlevi –el último sha de Irán–, la celebración de los 2.500 años del Imperio persa en 1971.
Se alternan los materiales habitualmente usados en las construcciones de su clase y época: pisos de roble, arañas de cristal de Baccarat, grandes paneles de boiserie, techos artesonados.
Mención especial merece la obra del catalán Josep Maria Sert, que pintó los cielorrasos: “Diana la cazadora”, “El agujero celeste” –sobrecogedor–, “El aseo de don Quijote”, “Los equilibristas” y “La tela de araña” fueron hechos según la medida de los planos, ya que el artista nunca viajó a la Argentina.
Pocos años después de la muerte de Celedonio y María, la sucesión vendió el palacio a la República Federativa de Brasil, que lo adquirió en 1945.
La Embajada propiamente dicha funciona a la vuelta, en la misma manzana, Cerrito 1350, en un edificio brutalista con grandes balcones, a la manera de jardines colgantes, un anteproyecto del arquitecto Olavo Redig de Campos, y proyecto, dirección de obra del estudio SEPRA, que reemplazó una residencia diseñada en 1910 por Eduardo María Lanús y Paul Hary, para la familia del primero.
Por la puerta de Arroyo 1130, se ingresa al domicilio del embajador y por la de 1150, al centro cultural de la Embajada, un espacio totalmente intervenido para tal fin, y sin vestigios de la entrada de coches original.
Palacio Ortiz Basualdo
El hogar de Daniel Serviliano Ortiz Basualdo Dorrego (1860-1935) –descendiente por vía materna de Luis Dorrego, hermano del gobernador fusilado en Navarro en 1828–, de su esposa Mercedes Celestina Zapiola Eastman (1872-1957) y de sus hijos –Magdalena Julia, Mercedes Micaela y Daniel Luis Ortiz Basualdo Zapiola– es un hôtel particulier en esquina, de riguroso estilo Beaux Arts en su fachada, que sigue el canon de los cuatro niveles: sótano de servicio, planta noble, estancias para descanso y mansarda para la servidumbre.
En el tambor central de la esquina se ubica la entrada y desde él se despliegan dos alas. Encargada al arquitecto francés Paul Eugène Pater (1879-1966), esta residencia es un ejemplo de su versatilidad. A sólo 200 metros, en Libertad y Av. Alvear, Pater firmará, dos décadas más tarde, junto con Alberto Morea, dos ejemplos fundamentales del racionalismo, las casas de renta en Av. Alvear 1402 y 1446.
En ese amplio arco de tiempo, Pater concibió grandes obras para la ciudad y la periferia, solo o asociado con Louis Dubois, como el Tigre Club sobre el Río Luján, el château La Lucila, el hôtel particulier para Fidel Ezeiza (150 metros hacia el Bajo por Arroyo), hoy Embajada de Rumania, el edificio Cameru de Juncal y Riobamba, y docenas de petits hoteles.
En 1925, en la actual Embajada de Francia, se hospedó Eduardo de Windsor, príncipe de Gales, primero en la sucesión de la corona británica, que supo apreciar la decoración de las casas Jansen de París y Waring & Gillow de Londres. Esta mixtura de estilos –galo y británico– para el interiorismo la hace única. Alterna salones de marcos dorados, paredes pasteles y empapelados florales con parquets y, a continuación, un fumoir y una sala de billar con boiserie Tudor hasta el techo, grandes arañas y pisos marmóreos en damero. Más reducidas que otros palacios porteños, su escalera central es una magnífica obra en madera con tallas de exquisita factura. En la sala de música estilo Luis XV, se destaca otro cliché de la nobleza francesa: la decoración con motivos bucólicos chinos.
El comedor suma eclecticismo al conjunto. Decorado en barroco inglés, estaría inspirado en el salón comedor del Palacio Real de Noruega. Un jardín de invierno avanza sobre el jardín posterior, en forma de bow window.
La residencia tuvo la increíble suerte de resistir el embate demoledor de la traza de la 9 de Julio, por el apoyo decisivo de la potencia extranjera que la había comprado en 1939 a la viuda de Daniel Ortiz Basualdo. La mansión adyacente por Cerrito, en cambio, sí cayó bajo la piqueta y obligó a los franceses a improvisar una falsa fachada con pilastras, ménsulas, almohadillado, óculos y falsas ventanas donde había quedado la medianera con la impresión de la vecina arrasada.
La mansión sigue recibiendo la munificencia del Estado francés y su férrea política patrimonial, y ha tenido dos grandes intervenciones edilicias en los últimos 25 años. Su apertura al público para el día del Patrimonio Europeo ya es un clásico. Atrae más de 2.000 visitantes por año.
Palacio Bosch Alvear
Se lo conoce como Palacio Bosch, pero en realidad es un gran hôtel particulier, encargado para la familia de Ernesto Mauricio Bosch Peña (1863-1951) y Elisa María de Alvear Fernández Coronel (1867-1957), y sus ocho hijos.
Él fue un gran abogado y hombre de Estado. Estuvo al frente de las legaciones argentinas en Washington y Berlín desde 1888. En 1897 asumió como interventor de la provincia de San Luis, fue canciller de los presidentes Roque Sáenz Peña y José Félix Uriburu, embajador argentino en Francia, delegado ante la Sociedad de Naciones y director del Banco Central.
Ella, nieta del general Carlos María de Alvear, era la quintaesencia de las damas patricias del orden conservador, dedicadas a la caridad como profesión. Fue presidenta de la Sociedad de San José, de la Sociedad de Damas Vicentinas de Mar del Plata, y vocal del Patronato de la Infancia.
Los Bosch-Alvear introdujeron al arquitecto francés René Sergent (1865-1927) a otros comitentes de esa gran familia: el palacete para Josefina de Alvear y Matías Errázuriz (ver aparte), la reforma de una residencia en esquina para María Unzué de Alvear (el único demolido hasta hoy), el Palacio Sans Souci de San Fernando para Carlos María de Alvear, y Elisa lo volvería a elegir en 1929 para trazar el hogar Luis María Saavedra, financiado por ella.
La mansión fue pensada para ser un lugar de recepciones diplomáticas, con un amplio cour d´ honneur al ingreso y un versallesco patio trasero. La sala de música se une con una puerta corrediza al salón de baile, y así se obtiene un espacio de circulación enorme. Sólo el comedor alberga a 24 comensales.
La baranda de la escalera tiene el curioso estatus de ser “caída en combate” de la Primera Guerra Mundial, ya que el carguero que la traía desde Francia fue torpedeado en alta mar y hubo que esperar a que se rehiciera la segunda. Ese ámbito de columnas crea una logia interior que la dota de una magnificencia única, iluminada por una gran lucarna. Al igual que en el Palacio Errázuriz-Alvear, la casa francesa de André Carlhian se encargó nuevamente de su decoración desde ultramar. Como la mayoría de los proyectos de Sergent en la Argentina, la dirección de obra corrió por parte de los arquitectos Lanús y Hary, un argentino y un francés, ambos educados en la École des Beaux-Arts, protagonistas de la mejor arquitectura academicista de Buenos Aires, maestros de la escuela gala en nuestra Universidad y que dejaron grandes casas de renta en la Av. Callao, además de la Aduana y la Residencia Lanús (hoy Embajada de Polonia).
Párrafo aparte merece el patio posterior, al que se accede por una escalera doble. Allí se encuentran los parterres mejor conservados de la ciudad, que fueron diseñados por Achille Duchêne (1866-1947), célebre arquitecto paisajista que continuó el trabajo de su padre Henri y realizó más de 6.000 jardines para la alta burguesía y el Estado francés.
En una recepción en 1928, el embajador estadounidense de la administración Hoover, Robert Woods Bliss, le pidió tasación a Ernesto Bosch por la magnífica residencia. Él le respondió que no estaba a la venta y, ante la pertinaz insistencia del diplomático, intentó disuadirlo sugiriendo una cifra impensada para la época: tres millones de pesos. Meses después, con el visto bueno del Departamento de Estado, Bliss anunció que la partida de dinero estaba aprobada. Y Bosch debió honrar su palabra. Desde entonces, fue la residencia de los presidentes estadounidenses en sus visitas a la Argentina: Franklin Delano Roosevelt (1936), Dwight Eisenhower (1960), George H. W. Bush (1994), Bill Clinton (1997), George W. Bush (2005), Barack Obama (2016) y la fugaz permanencia de Donald Trump (2018).
Más notas de Historias de Buenos Aires
Dónde estaba y por qué se mudó. El espléndido Teatro Colón no siempre estuvo donde está hoy
En Retiro. De casa de remates a centro comercial, la historia de uno de los shoppings más conspicuos de Buenos Aires
Del Bon Marché argentino a las Galerías Pacífico. La historia de un edificio que siempre combinó arte y comercio
Más leídas de Revista Lugares
A una hora y media de Capital. Pulperías, restaurantes y parrillas para comer muy bien en el campo
Tendencia en pescado. Cinco lugares super top para comer en la barra y entregarse al chef
El colegio de Máxima. Fundado por dos institutrices inglesas, es uno de los más prestigiosos de zona norte
Emprender a los 50. La pareja argentina que creó un encantador restaurante en las sierras uruguayas