El primer miércoles de cada mes, a las 15 horas, puede visitarse el monasterio de Santa Catalina, el más antiguo de la ciudad. El recorrido se asoma al día a día de las religiosas que llegaron desde Córdoba en el siglo XVIII.
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Santa Catalina fue el primer monasterio para mujeres de la ciudad de Buenos Aires. Ubicado en el barrio de San Nicolás, abrió sus puertas a fines de 1745 cuando la zona era un sitio alejado de todo, ideal para la vida recoleta que proponía la vocación de monja de clausura.
Alejado de todo es un modo de decir: Buenos Aires era por entonces un pequeño caserío organizado hacia el sur de la actual Plaza de Mayo. Pero esas siete cuadras en dirección norte que separaban el convento del centro eran una eternidad. Una pampa levemente ondulada que desaparecía en el río, sin casi nada alrededor.
Actualmente Santa Catalina ocupa solo una cuarta parte de la extensión original. La propiedad quedó atrapada en el microcentro porteño como resultado de los cambios en el entramado urbano. Hoy está emplazada –calle por medio– junto a las Galerías Pacífico, como una suerte de contrapunto de la vida misma.
Los recorridos por el convento y la iglesia se organizan en compañía de Soledad Saubidet, quien además de guía está por recibirse de museóloga. El paseo arquitectónico es solo una excusa para hablar de la vida de aquellas religiosas, una institución clave de la sociedad porteña, durante los siglos XVIII Y XIX.
Esposas de Cristo
Hoy la vida de clausura resulta una elección extraña, difícil de entender para aquellos que no son religiosos. Pero entonces ser monja de clausura era un honor, un modo de congraciarse con Dios, un signo de prestigio. Para las familias de la novicia era el reaseguro perfecto de que alguien rezaría toda la vida por la salvación de sus almas. Así lo demuestra la existencia de una larguísima lista de espera de muchachas, interesadas en ingresar a la vida conventual por aquellos años.
“Al trasponer la puerta que hoy se conserva sobre a calle San Martín, las chicas dejaban el mundo profano, por decirlo de alguna manera, para entrar en el mundo sacro. Dejaban de ser doncellas para convertirse en esposas de Cristo”, señala Saubidet.
Las mujeres entraban a los 23 años y el monasterio les ofrecía también una posibilidad de formación intelectual: las monjas catalinas poseían una biblioteca importante, no solo de teología, sino también de arte e historia. “Entre las monjas había grandes poetas y la música ocupaba un sitio central en la vida diaria”. En aquellos años la gente venía aquí a escuchar misa atraída también por el coro de vírgenes que causaba verdadero deleite entre los presentes.
Los días en el convento trascurrían entre tareas muy diversas. Además de la huerta, las monjas se dedicaban a restaurar obras de arte, encuadernar libros y, sobre todo, a bordar. Dicen que sus trabajaos eran exquisitos y las novias “morían” por encargar aquí sus ajuares de boda.
La fama de bordadoras sublimes estaba muy difundida. “Luego de la batalla de Tucumán, Manuel Belgrano pidió a las monjas que bordaran un escapulario para cada uno de sus soldados. Y así fue, meses más tarde las tropas del general lucharon en la batalla de Salta con un escapulario de la virgen de la Merced bajo la ropa, obra de las catalinas”, afirma Saubidet.
Años antes, el 5 de julio 1807, la pacífica vida de las religiosas se vio interrumpida por el ingreso de las tropas británicas durante la Segunda Invasión Inglesa.
Aquella experiencia está plasmada en una carta que la priora de entonces le envió, pasado el mal trago, al arzobispo de Charcas: “Oímos los hachazos con que despedazaban las puertas del templo … Allí los recibimos de rodillas y en profundo silencio, acabábamos de prepararnos para la muerte… Unos apuntaban con sus fusiles, otros atestaban sus bayonetas … Y pudieron impunemente ofendernos, pero no lo hicieron. Su furor se desvaneció como el humo, sin tocarnos…”, cuenta la religiosa con lujo de detalles.
Dote de ingreso y otros requisitos
“La vida en el monasterio tenía sus reglas, era de algún modo el reflejo de la sociedad de aquella época”, nos cuenta Saubidet. “Para entrar tenías que aplicar con ciertos requerimientos, más allá de la vocación religiosa: pagar una dote, ser hija legítima y cumplir con la limpieza de sangre que suponía no tener sangre india ni africana.”, concluye.
Existían diferentes categorías de dote. Las familias patricias pagaban el “arancel” más alto y sus hijas tomaban los votos como monjas de Velo Negro. Estas religiosas eran las encargadas de asumir las decisiones del monasterio, de ese grupo se elegía la Priora, la autoridad máxima del convento, un cargo que se renovaba cada tres años. También tenían más responsabilidades de orden espiritual como los ocho momentos de rezo al día.
Las monjas de Velo Blanco, eran las doncellas que pagaban una dote menor y por lo tanto estaban en un escalón inferior. Sus obligaciones de oración eran más acotadas, tampoco debían hacer un ayuno absoluto durante la Cuaresma, básicamente porque sus tareas requerían cierto esfuerzo físico.
Debajo de ellas estaban las Donadas, mujeres que vestían el hábito, pero no hacían los votos, vivían en comunidad y eran las encargadas del huerto y las tareas domésticas. No pagaban dote ni tenían que cumplir los estrictos requisitos de admisión.
Finalmente estaban las esclavas que llegaban junto a las novicias de alta sociedad. Estas mujeres trabajaban para la comunidad del convento. No hacían votos y vivían fuera, en su sector llamado La Ranchería, ubicado donde hoy se encuentran las Galerías Pacifico.
Historia de un edificio
El convento y la iglesia de Santa Catalina que hoy es Monumento Histórico Nacional fue obra de los padres jesuitas. “Ellos hicieron casi todas las iglesias y edificios coloniales. Antes de eso nuestra ciudad tenía solo edificios de barro y paja. De alguna manera fueron los primeros arquitectos de Buenos Aires”, afirma Saubidet.
Sin embargo, la idea de construir el monasterio se la debemos a Dionisio de Torres Briceño quien partir de 1720 gestionó los permisos necesarios y puso su fortuna a disposición para la realización de esta obra. Incluso otorgó a las monjas una serie de propiedades de renta en los alrededores para sustento de la orden durante los primeros años.
Las monjas fundadoras fueron cinco y vinieron de Córdoba, de un monasterio dominico más antiguo que funcionaba en esa ciudad.
El complejo–iglesia y convento– responde al barroco rioplatense realizado con ladrillos de adobe, cimientos de 2,30 metros de profundidad y muros anchísimos que le otorgan gran solidez. Alrededor de un patio central se desarrollan los claustros en dos plantas. En la plata baja estaban los espacios comunes y en el primer piso las celdas que funcionaba como habitaciones de las religiosas.
La fachada actual de la iglesia no responde a la imagen original, fue embellecida con el espíritu renovador de fines del siglo XIX y principios del XX. En ese momento le agregaron las guirnaldas, las hornacinas con los santos, una imagen de santa Catalina, la inscripción en latín y los vitrales, detalles que hoy podemos observar.
Por esos mismos años, cuando abrieron las galerías Bon Marché –donde hoy están las Galerías Pací fico– las monjas un tanto escandalizadas, tapiaron la entrada sobre la calle San Martín: consideraban que ese mundo se contraponía demasiado a la filosofía de su vida.
Esa puerta recién se habilitó en 2019 bastante después de la puesta en valor del año 2001, cuando se organizó aquí Casa Foa. Entonces, el sitio estaba en estado de total abandono: había permanecido cerrado durante décadas, desde que las monjas se mudaron a San Justo en 1974.
Durante la visita es posible observar uno de los dos antiguos tornos, elemento que les permitía la comunicación con el mundo exterior sin ser vistas. También están los reclinatorios que terminan en diminutas ventanas, apenas caladas, para rezar y observar la misa sin mostrarse. La visita avanza por el coro alto con el antiguo órgano, el coro bajo, los confesionarios y el comulgatorio, todo diseñado de acuerdo con las normas de la vida de clausura.
El convento hoy
Mantener el monasterio y la iglesia es el desafío de Virginia de Elizalde, administradora del sitio.
“Nuestra idea es desarrollar este espacio comercialmente para sostener el monasterio, pero también su vida pastoral: las misas, la celebración de sacramentos, la atención de la gente en situación de calle. Santa Catalina es un lugar de acompañamiento espiritual para aquellos que viven, transitan y trabajan en el microcentro”, cuenta de Elizalde
En este sentido las antiguas celdas se alquilan para oficinas y algunos espacios se ofrecen para eventos corporativos y sociales, siempre y cuando no se contrapongan con el espíritu religioso del complejo.
Las visitas guiadas también fueron pensadas con este fin. Por el momento los recorridos se realizan los primeros miércoles de cada mes a las 15 hs y también se organizan para grupos a pedido en fechas específicas. Otro de los proyectos es revivir el restaurante que funcionó hasta mediados del año pasado.
En el corazón de la city porteña, Santa Catalina es uno de los últimos testigos de la antigua vida de la ciudad. Recorrer sus estancias y escuchar las historias que allí sucedieron nos devuelve un pedacito de esa otra Buenos Aires, allá lejos y hace tiempo.
Monasterio Santa Catalina. San Martin 705. CABA. IG: @monasterio.Santacatalina. C: +54 9 11 5148-6342. E-mail: admin@santacatalina.org.ar . Visitas guiadas $800 por persona.
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