En el mar de la incertidumbre, la ilusión de domesticar el futuro existe más fuerte que nunca.
Todos anhelamos saber qué ocurrirá de aquí en más con la meteorología, con el devenir político, con el valor del dólar o una pareja incipiente. Es que pronosticar lo que aún no ocurrió paga, y no son pocos los que basan su existencia en el anunciar, con convicción absoluta, que algo va a ocurrir en el tiempo por venir. Luego, si ese pronóstico se cumple o no es otra cosa…
Desde siempre la humanidad convivió con la incerteza sobre el mañana y no parecía ser tan terrible. Sin embargo, hoy son pocos y afortunados quienes viven razonablemente el presente sin tanto afán anticipatorio, al punto que hay una cierta adicción a la futurología. No es que esté mal anticipar situaciones, pero creer que eso garantiza la mencionada domesticación del futuro a medida de nuestras pretensiones genera grandes problemas.
“No se trata de vivir con el corazón en la boca”
Obvio que no se trata tampoco de vivir con el corazón en la boca en una suerte de montaña rusa existencial. De hecho, los antiguos veían con preocupación el caer del sol tras el horizonte: ¿qué garantizaba que ese sol retornaría al día siguiente? Seguramente para no sufrir esa agonía llena de presagios oscuros nuestros antepasados se dedicaron a mirar los ritmos del cielo y sus astros, viendo que había movimientos y ritmos confiables y pronosticables, así como el obvio transcurrir de las cuatro estaciones.
En esa línea recordemos que a los niños les hace bien la rutina, lo predecible, los ritmos confiables que les dan una vivencia de serenidad ante un mundo al que recién llegan. No pretendemos criticar el afán por controlar variables y lograr que las cosas sean predecibles, sino evitar exagerar al respecto.
El 90% de las cosas malas no suceden
Algunos estudiosos han arribado a la conclusión de que más del 90% de las “cosas malas” que a nivel personal pronosticamos que ocurrirán, de hecho, no ocurren. En la ansiedad por adueñarnos del futuro llenamos ese espacio de sana incerteza con proyecciones a veces apocalípticas que al final se caen solas. En otras palabras, la ansiedad futurológica genera mala sangre inútil, y todo por no soportar la ignorancia sobre qué va a pasar, suponiendo, sin embargo, que a pesar de esa ignorancia lo que pase será malo, y no bueno.
El futuro no está ni en nuestras manos ni en el rango de nuestra mirada. Podemos extender nuestra mirada hasta donde dé el horizonte, que no es poco, y vivir más en el tiempo presente sin tanta mala sangre. De tanto afán futurológico el presente se nos escurre de las manos, dado que ese presente se vive, no se domestica. Entender las cosas de esa manera nos da la linda oportunidad de experimentar la vida como una aventura más que como una tragedia anunciada, con cara de piedra, por el oráculo de turno.
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