Un histórico cinematógrafo de barrio propone una cita con el pasado e invita a rememorar matinés infantiles y momentos felices de una adolescencia donde el séptimo arte era protagonista
Sabiendo de mi gusto por el cine de los hermanos Coen y mi fanatismo por El gran Lebowski en particular, un amigo me envió un folleto digital con la proyección de la película en el cine York de Olivos como parte del ciclo de “Clásicos de los 90″. Dio en el clavo con una tentación por partida doble: volver a ver al Dude, encarnado por Jeff Bridges, y sus compañeros de bolos Donny (Steve Buscemi) y Walter (John Goodman) en la pantalla grande y regresar a ese cine de mi niñez. La pantalla del cine York no es tan grande (9,5 por 6 metros) pero sí lo suficiente para que John Turturro en el papel de Jesús Quintana, enfundado en un ceñido traje color violeta, se luzca haciendo rodar una bola de boliche al son de “Hotel California” en la versión de los Gipsy Kings. Una de mis escenas favoritas.
Con el paso de los días fui sumando entusiasmo y para el fin de la semana la decisión estaba tomada: el 23 de julio estaría parada en la puerta del York con la advertencia de mi amigo de estar un rato antes para conseguir entradas ya que era por orden de llegada. “Una lotería”, me advirtió.
Mi abuela materna que rara vez dejaba a mi madre alejarse demasiado de su mirada, increíblemente le permitía ir sola con sus amigas al cine York, ubicado sobre la calle Alberdi, en Olivos, a pocos metros de la estación Borges. Me la imagino caminando esas quince cuadras desde la casa de su infancia hasta la puerta del cine. La veo venir por la vereda de la plaza, con su pelo rubio, impecablemente vestida con una falda liviana muy fruncida en la cintura alta, ballerinas y sus infaltables anteojos de sol que la hacen verse como una Grace Kelly cualquiera. Cuando le cuento que la imagino así me dice que exagero y que los anteojos negros vinieron muchos años después.
A mediados de los cincuenta el cine era para mi madre y su grupo más un lugar de encuentro que otra cosa. La sala llena de jóvenes era un ambiente ruidoso y había que estar preparado para recibir bolitas de papel o algún maní cuando se apagaban las luces. Después de los deportes, en la vereda se juntaban las chicas que jugaban al hockey y los chicos que jugaban al rugby. Antes del cine tomaban un cafecito en My Drink, el bar que estaba justo al lado, o confiaban en Raúl, el experto cocktelero, que les preparaba tragos livianos.
Ya de novia con mi padre y aún después de casados seguirían yendo. La gente cambiaba de estado civil y el cine seguía ahí. En una salida de parejas con su mejor amiga Nancy y su marido decidieron ir a ver El bebé de Rosemary. Intuyo debe haber sido idea de mi padre, fanático de Polanski desde que había visto El cuchillo bajo el agua, una película de la que me habló hasta el final de sus días. Mala idea, recuerda, Nancy estaba embarazada y casi huyen despavoridos.
Por una casualidad, o por esas cosas que hacía la gente que había nacido y crecido en Olivos, el año en el que yo nací se mudaron a una casa en la calle Rosales, muy cerca del cine. Tengo recuerdos de haberme quedado largas tardes ahí viendo algún continuado infantil y de haber caminado incontables veces esas pocas cuadras cruzando la vía muerta y siguiendo por Alberdi toda adoquinada hasta la puerta del York. Además, era un camino obligado para llegar al castillo abandonado de la calle Wineberg, con un alambrado medio desvencijado fácilmente sorteable si alguien lo sostenía abierto a un costado o te hacía “patita” para trepar por encima, con lo que se podía entrar al jardín delantero y espiar por las ventanas de abajo.
En 1904 un grupo de vecinos fundó la “Sociedad Cosmopolita de Socorros Mutuos de Olivos” y para 1910 inauguraban una sede propia sobre Alberdi con un amplio salón, escenario y paraíso, en el que se llevaban a cabo funciones teatrales, bailes y actos políticos. En ese mismo año adquirieron una máquina cinematográfica y comenzó a funcionar como sala de cine, aunque bajo el nombre de Select. En sus años dorados el York fue sede de los estrenos de los Estudios Lumiton, de la cercana localidad de Munro. Pero hay otra historia que hizo famoso al cine. A mediados de los cincuenta, una joven llamada Silvia, hija de Lothar Hermann, un alemán sobreviviente del campo de concentración de Dachau, conocería en el York a otro joven, hijo de uno de los criminales de guerra más buscados del mundo, Adolf Eichmann. A diferencia de su padre, que había cambiado su nombre a Ricardo Klement, Klaus Eichmann seguía usando el apellido familiar. La información llegaría al Mossad a través de una carta de Lothar en la que relataba el encuentro. Corte a… David Ben-Gurión anunciando que los servicios de seguridad israelíes habían secuestrado a Eichmann en Argentina y ya lo tenían preso en Israel.
Estacionamos el auto sobre Alberdi y cruzamos la calle. Había una cola de gente que daba la vuelta hasta Catamarca. En la puerta un cartel pegado decía “Localidades agotadas”. Aún siendo apenas pasadas las 19, habíamos llegado demasiado tarde. Pedí permiso para aunque sea entrar a la sala y espiarla, reencontrarme con ella después de casi cuarenta años. Entramos de la mano y vimos el rojo de las paredes, las butacas, el cortinado y las alfombras. De salida miramos de reojo los pósters de las películas que estaban colgadas. No habría Gran Lebowski ni hermanos Coen ni esa cita con el pasado esa noche. Será cuestión de volver (más temprano la próxima vez) y encontrar nuevas excusas para seguir recordando.
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