En 1994, sobrevivió a un alud de nieve en el Cerro Tronador, en el que murieron tres personas; entre ellas, su mejor amigo; luego de ese episodio, junto a otros colegas, logró posicionar internacionalmente la formación de su oficio
SAN CARLOS DE BARILOCHE.– Era apenas un chico cuando eligió la montaña. Ramiro Calvo tenía seis años cuando sus padres decidieron alejarse de Buenos Aires y cambiar de aire. Llegaron a esta ciudad en 1980. Los campamentos en verano y el esquí en invierno serían, a partir de ese momento, los grandes maestros para Ramiro.
Unos años después de su llegada, cuando estaba terminando la primaria, se inscribió en la escuela de montaña del Club Andino Bariloche (CAB) y allí hizo su iniciación en la escalada en roca y en hielo. Con sus amigos de aventuras, además de disfrutar de sus primeras ascensiones, empezó a hacer esquí de travesía, una disciplina con mucha tradición en esta ciudad. “Año a año fui haciendo cada vez más cosas, conociendo más y me metí de lleno con el montañismo”, rememora Calvo.
Ramiro Calvo
Nació en la ciudad de Buenos Aires
48 años
¿Por qué se destaca?
Reconocido guía de alta montaña y logró que su profesión tuviera nivel mundial. Durante su gestión como presidente de la Asociación Argentina de Guías de Montaña, se fundó el Instituto Superior Argentino de Guías de Montaña, que certifica a los alumnos con títulos de validez internacional. Como socorrista, dedicó más de 10 años a la Comisión de Auxilio del Club Andino Bariloche.
Hoy tiene 48 años y es uno de los guías de alta montaña más experimentados y respetados de su generación. Se define como un inquieto y su camino lo prueba: concretó decenas de expediciones en la Patagonia Sur, Perú, Brasil, los Alpes y el Himalaya, estuvo más de 10 años en la Comisión de Auxilio del CAB, presidió la Asociación Argentina de Guías de Montaña (AAGM) y fue uno de los que motorizó el ingreso de esa institución a la Unión Internacional de Asociaciones de Guías de Montaña (UIAGM). Y hace tres años participó en la fundación del Instituto Superior Argentino de Guías de Montaña (Isagm), el único establecimiento de América del Sur que certifica a sus egresados con títulos de validez internacional que les permiten trabajar en diferentes cordilleras del mundo.
Si bien la nueva impronta que la AAGM tomó en 2005 –a 20 años de su fundación– y la creación del instituto fueron posibles gracias al empuje y el trabajo de muchas personas, lo cierto es que Calvo se involucró de manera decisiva en todo el proceso. Y los motivos fueron muy personales.
El accidente
Su historia con la montaña tendría en 1994 un antes y un después. Después de pasar un año en el servicio militar, a fines de abril de ese año, estaba haciendo su primer curso de guía en la AAGM. Tras hacer la parte de escalada en roca en Frey (cerro Catedral), fueron al Tronador (3491 msnm) a entrenar la fase de hielo. Eran ocho alumnos, con un director y un instructor. La idea era instalarse en una zona alta, entre los picos del emblemático monte, para hacer diversas escaladas en hielo.
“Veníamos de varios días de curso, algunos estaban más cansados que otros, llevábamos unos mochilones enormes para pasar varios días arriba. En esa época, no existía el acceso de hoy al pronóstico, se usaba un barómetro para ver si subía o bajaba la presión, se miraban las nubes a ver cómo se movían y, si entraba la tormenta, entraba. Ibas un poco más preparado para los imponderables”, cuenta. A medida que el grupo subía, el clima iba desmejorando. Ya era tarde y decidieron montar el campamento medio de apuro, algo más abajo de lo que estaba previsto.
“Con la tormenta ya encima, hicimos unas cuevas en la nieve, que es lo que se hace normalmente para protegerse. La tormenta pegó fuerte toda la noche. Al otro día, hicimos las cuevas más grandes, nos acomodamos mejor y pasamos otra noche ahí. Siguió nevando toda la noche. Al tercer día, el panorama era bastante más picante. Había muchísimo viento. Había nevado tanto que esa mañana amanecimos sepultados. Siempre se deja la pala dentro de la cueva. Cuando salimos, no me olvido más, estaba todo redondo, blanco, seguía la tormenta y veías el agujerito de tu cueva en el medio de la nada”, recuerda.
El grupo de 10 se había dividido en tres cuevas. Al rato, los que estaban con Ramiro vieron aparecer otra pala: era el segundo grupito saliendo de su guarida. Faltaban cinco que tardaron en aparecer: “Habían tenido una noche fea, porque cuando te tapa la nieve, te quedas sin aire, te intoxicás un poco. Salieron mareados”. La situación no daba para más y decidieron ir al refugio Meiling. Para hacerlo, debían atravesar una pendiente y un promontorio rocoso que se conoce como Filo de la Vieja.
“Cuando encaramos la pendiente, se nos cortó una placa [de nieve] enorme y nos llevó a todos. Cinco quedamos enterrados en la avalancha, a mí me encontraron y a otro más también. Pero los otros tres nunca más aparecieron. Uno de ellos era Teo, uno de mis mejores amigos y mi compañero de escalada, con el que escalaba siempre”, cuenta. El accidente no solo fue “un palazo” para él, sino para toda la comunidad de montaña en la Argentina: “Éramos los chicos de ese momento, estábamos escalando fuerte, haciendo el curso. Todos perdimos a alguien querido en ese accidente”.
El cambio
Con 19 años, fue difícil para él volver a encontrar la confianza en lo que hacía. Siguió adelante, pero aquel episodio en Tronador terminaría siendo el detonante de un cambio. “Ese momento hizo que nos replanteáramos muchas cosas. Años después, en la asociación de guías sentimos que había que mejorar la profesión y decidimos entrar en la UIAGM. Fue un proceso de casi 20 años. Vinieron expertos de Europa a tomar exámenes y luego se hizo una selección de guías, que viajamos a tomar cursos y capacitarnos”, explica.
Casi 15 años después, durante su gestión como presidente de la AAGM, fundaron el instituto que actualmente forma técnicos superiores en guía de montaña, así como de alta montaña, de esquí de montaña y de escalada en roca. A Calvo le llevó unos 10 años diseñar los cursos internacionales, adaptarlos a partir de lo aprendido en Europa (y de acuerdo a los requerimientos del Ministerio de Educación de la Nación), crear los reglamentos y los programas que les dan sustento.
Y si bien la profesionalización de la actividad es clave, sigue creyendo que “el guía de montaña está más vinculado con un oficio: es más parecido a un zapatero que a un abogado”. De hecho, quienes se inscriben para los cursos deben tener un currículum nutrido, no se empieza de cero: “Hay muchas aptitudes que tenés que ir desarrollando. Tenés que haber tenido frío, haberte perdido, te tienen que haber picado los tábanos y tenés que saber controlar todos los momentos que puedan aparecer”, resume.
La misión de guiar
Involucrarse al 100% aparece como una constante en su vida. Cuando terminó la secundaria, hizo el curso de patrullero de esquí, es decir, de socorrista, y empezó a trabajar de eso. También era muy chico cuando ingresó como voluntario en la Comisión de Auxilio del CAB. “Es un ámbito en el que aprendés mucho y te curtís”, describe.
Durante más de 10 años, le tocó estar de guardia todos los meses de septiembre: “Es un mes que tenés que ocuparte de tener el maletín con las radios, cargarlas y estar siempre con señal de teléfono. Entre el trabajo, mi vida y la guardia, fueron meses intensos. Encima, en septiembre pasaban un montón de cosas”, dice. Y añade: “Los accidentes te desgastan, te liman. Cuando vas a la montaña porque es tu pasión, pero también para trabajar y como rescatista, es bravo. Cada actividad te da y te quita”.
Uno de los últimos rescates que tuvo que hacer en el Tronador fue el de un chico que había caído en una grieta de 30 metros, a poca distancia del Filo de la Vieja, donde a Calvo y su grupo los arrastró la avalancha en 1994. Él había guiado a unos clientes hasta el Pico Argentino y estaba durmiendo en el refugio cuando lo despertaron para avisarle que alguien se había accidentado. “Eran dos chicos, los había visto el día anterior, uno iba con esquíes y el otro caminando, iban desencordados. Como era el único guía en el refugio, subí a buscarlo mientras llegaban los de la Comisión de Auxilio desde Bariloche. Por suerte, cayó derecho y abajo había bastante nieve, así que amortiguó la caída, solo tenía un hombro luxado. Después se lo llevaron en helicóptero”, cuenta.
Otro pedido de ayuda lo sorprendió en Chaltén mientras dormía en una cueva de nieve con su compañero de escalada luego de bajar del Fitz Roy. Varios chicos se habían caído haciendo rapel: “En teoría, estaban muertos, pero cuando llegamos estaban vivos y los salvamos. Estaban bastante lastimados. El que consiguió llegar hasta el campamento 1 a pedirnos ayuda siguió bajando para avisar. Nosotros empezamos a bajar a los heridos hasta encontrarnos con otros rescatistas y, al final, apareció un helicóptero. Eso fue clave. Si no, no hubiesen sobrevivido”.
Los momentos difíciles son parte de la actividad de montaña, como de cualquier otro ámbito –”La vida, de movida, es expuesta”, cree Ramiro–. Y si bien todos los rescates de los que participó sobrevuelan la charla con LA NACION, no se considera un sobreviviente: “Me pasaron muchas más cosas buenas y copadas que malas en la montaña”, aclara.
Su otra pasión
La altura siempre fue su entorno y el andinismo, su pasión. Cuando se recibió de guía, empezó a trabajar profesionalmente y eso le permitió “bancar” sus proyectos personales. “Por suerte, pude concretar prácticamente todos los desafíos que tenía a los 30, como escalar en Chaltén, en Torres del Paine, en Perú, en Bolivia, en los Alpes, en Himalaya”. En 2006, lo invitaron a formar parte de una expedición argentina al Broad Peak, una montaña de más de 8000 metros en la cordillera Karakórum, entre Pakistán y la India.
Como la del Himalaya, Ramiro pudo combinar muchas ascensiones con otra de sus pasiones: el cine. “Cuando empecé a ir a la montaña, mi viejo me dio una cámara. Primero me copé con la fotografía y después, cuando fuimos a las Torres del Paine en 1992, hice mi primera peli en video analógico, en Hi8″, afirma. Con los años, la aparición del video digital le permitió hacer varios cortos y películas más, incluida la que relata la expedición al Broad Peak.
A la hora de rebobinar la cinta de su vida hasta hoy, este hombre de mirada calma piensa que supo aprovechar bastante bien las oportunidades: “Siempre le digo a mis hijos que aprovechen las oportunidades, que no es lo mismo que ser oportunista”, sonríe.
Y suma: “Es clave estar despierto, reconocer que necesitás hacer lo que hacés. Y también saber correrse a tiempo, mutar. Soy de una generación que hizo un montón de cosas, fui parte de un grupo muy motivado, muy compañero. Llegamos en un momento en que había mucho por explorar y por hacer. Y luego todos los palazos de la vida se convirtieron en necesidad. Siempre fui de intervenir. Por eso, cuando me hice guía, sentí que con todo lo que me había pasado tenía que hacer un aporte, un cambio. Y lo logramos, con un montón de amigos y compañeros de la profesión, logramos hacer algo grande”.
A Ramiro lo atrae el magnetismo, el dinamismo constante de la montaña. Dice que es un lugar intenso para vivir y es justamente eso lo que la vuelve atractiva: “Para los montañeros como yo, la actividad de montaña es difícil de definir, porque no es simplemente una actividad deportiva. Yo creo que tiene una buena dosis de arte: te da la posibilidad de crear tu camino, tu ruta en la roca, de hacer tu bajada sobre la nieve virgen, llegar a un filo y descubrir un lugar nuevo. A mí siempre me motivó llegar arriba y ver qué hay más allá. Y otra sensación única de transitar la montaña es la de vivir un tiempo propio, paralelo”.
En su futuro no hay pendientes. Hoy disfruta de los servicios como guía que van surgiendo y, sobre todo, de salir a la montaña con su familia. Sus hijos Ámbar (13) y Justo (9) nacieron y se criaron en ese paisaje que a Ramiro le resulta tan preciado. El tiempo dirá adónde los llevan sus propios intereses. Pero podría intuirse que la motivación siempre estará en sus mochilas.
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