El largo viaje del país de 1870 al que somos hoy
Las comparaciones en historia son un arma de doble filo. Mirar la escena actual a la luz de aquella otra en la que Mitre fundó LA NACION puede parecer un ejercicio arbitrario. La sociedad de 1870 era demasiado distinta de esta de 150 años más tarde. Esa distancia no impide, sin embargo, que la operación tenga un fondo legítimo. Porque este país que somos hoy es el resultado de un proyecto de largo plazo que se pensó en aquel otro. Es el resultado también, si no sobre todo, de la discusión de ese proyecto.
Este diario fue creado en una Argentina cuyo mal, percibido por los contemporáneos y diagnosticado por Sarmiento, era la extensión. El vacío. Tenía 1.877.000 habitantes. La décima parte vivía en Buenos Aires, que todavía era la capital de la provincia de Buenos Aires. La ciudad de Córdoba no contaba con más de 34.000 vecinos. Y Rosario, con 23.000, tenía la magnitud que ofrece hoy la bonaerense 25 de Mayo. Los argentinos de entonces vivían desconectados entre sí, en localidades dispersas y pequeñas. Y recién se enteraban de esa situación, porque el primer censo se realizó en 1869.
El régimen político, se supone desde Aristóteles, está condicionado por la demografía. La dirigencia de ese país había identificado desde hacía tiempo que uno de los grandes problemas que debía resolver era la escasez de población. De esa carencia derivaban muchas otras dificultades. Entre ellas, la inexistencia de un mercado. El desafío era el desierto. Por eso, se apostó a una estrategia inmigratoria que ocupó el centro de un largo y acalorado debate.
El contraste con la actualidad es llamativo. Porque ese desierto se pobló de mala manera. Entre los máximos inconvenientes que enfrenta hoy la Argentina, está la hiperurbanización de algunas áreas. En especial, el desindustrializado conurbano bonaerense. Para 1870 Buenos Aires seguía siendo la "gran aldea" que Lucio V. López iba a retratar doce años después.
Cuando se interpela a la política de hace 150 años, aparece otra diferencia notoria con la actual. La inmigración acompañó un movimiento importantísimo de inclusión social. Está relacionado con el progreso material. Pero también con la educación. La imagen de una línea recta de ascenso al bienestar fue refutada hace ya muchos años. Pero es indudable que hacia 1870 se iniciaba una onda de mejoras que ofrecería un mejor nivel de vida a masas enormes de nativos y extranjeros. Sorprende la dimensión pero también la velocidad de esa incorporación. Un fenómeno semejante se verificaría a mediados del siglo pasado con la aparición del peronismo.
Dudosa excepcionalidad
A contraluz de esos dos fenómenos, se recorta una nación que desde hace cuarenta y cinco años no hace más que arrojar gente a la pobreza. Sobre aquella expansión se levantó el supuesto de la excepcionalidad argentina. Esa excepcionalidad es ahora la inversa: el país está sometido, en términos de desarrollo socioeconómico y equidad, a una inquietante involución.
El nacimiento de LA NACION es incomprensible si no se advierte que para los líderes de aquel tiempo la política cobijaba una dimensión intelectual inescindible. A diferencia de lo que sucedía en el mundo anglosajón, en la cultura latinoamericana no se había establecido el rol profesional del escritor. Era inconcebible participar de la vida pública sin escribir. Y no se entendía la escritura sin alguna proyección cívica. Se creaban diarios para crear opinión pública. Y se creaba opinión pública para modelar un tipo de sociedad. Estos criterios tenían, para esa época, un rango utópico. Porque en el país en el que se editó este diario por primera vez había un 78% de analfabetismo. A aquellos políticos-intelectuales les parecía imposible fundar una democracia sobre esas condiciones culturales.
La construcción del Estado también estaba en curso. El mapa territorial, en una versión aproximada al de hoy, se había diseñado en 1860, después de un ciclo de enfrentamientos armados entre Buenos Aires y las trece provincias de la Confederación. Cuando LA NACION salió a la calle, habían pasado apenas 10 años desde que esa provincia se incorporaba al resto del país. Muchas instituciones estaban todavía por crearse. La Corte Suprema de Justicia, por ejemplo, que fue establecida durante la presidencia de Mitre.
El nacimiento de LA NACION es incomprensible si no se advierte que para los líderes de aquel tiempo la política cobijaba una dimensión intelectual inescindible. A diferencia de lo que sucedía en el mundo anglosajón, en la cultura latinoamericana no se había establecido el rol profesional del escritor
Las fuerzas armadas estaban dejando, de a poco, de ser montoneras obedientes a un caudillo. Pero todavía no eran un ejército profesional. Su subordinación a las autoridades era problemática en una época en que se consideraba despótico. El propio Mitre, en 1874, se levantó con un sector de las tropas oficiales, por la indignación producida por el escandaloso fraude de las elecciones de la provincia de Buenos Aires. El problema de la pureza del sufragio fue un motivo recurrente de crisis hasta la Ley Sáenz Peña, de 1912. ¿Dejó de serlo? Las miserias del actual sistema electoral ofrecen algunos rasgos de familia con aquellos tiempos.
El fundador de este diario fue un actor principal de este proceso. A diferencia de los autonomistas porteños, él creía que Buenos Aires debía integrarse al resto del país. Pero, a diferencia de los federales, pensaba que esa incorporación debía coronarse con el liderazgo de Buenos Aires.
Mitre entendió que la creación del Estado suponía terminar con los impulsos centrífugos de oligarquías o caudillos provinciales. Imaginó ese movimiento como una expansión de la libertad, cuyo principal agente era Buenos Aires. Mientras promovía esa dinámica, le creaba también una genealogía. La Historia de Belgrano y de la independencia argentina, que publicó por primera vez en 1857, propone una explicación de la formación de la nacionalidad centrada en Manuel Belgrano, el porteño que lleva las instituciones republicanas al interior.
Mitre ve en Belgrano a un precursor de sí mismo. Esa interpretación formó parte del sentido común de numerosas generaciones de argentinos. Toda esta operación, con la que hubiera simpatizado Gramsci, se completaba con el establecimiento de un órgano de prensa. Un medio que ya no fuera el vocero de una facción sino la voz de un conjunto que Mitre daba, al cabo de su presidencia, ya por constituido. Era lógico que lo bautizara LA NACION.
Ese Estado que, en la segunda mitad del siglo XIX, se proyectaba con una confianza en la que Tulio Halperín Donghi vio el legado principal de la Ilustración borbónica, tuvo una trayectoria frustrante. En la década de 1970, comenzó a exhibir una incapacidad cada vez más acentuada de servir al interés público. Hoy la Argentina está asfixiada por un Estado gigantesco, caro e inepto, que pide a gritos ser reconstruido. Es otro de los núcleos de la agenda actual. La dimensión del sector público, que acelera las crisis fiscales.
Lejos del paraíso
Aquella experiencia a la que está ligada este diario por su nacimiento fue evocada durante mucho tiempo como un paraíso armónico, en el que se tendían los planos cartesianos de un país, fuera de toda discusión. Los años de la organización nacional. Esa descripción traiciona mucho lo ocurrido. La formación del Estado generó intensísimas disputas de las que da cuenta la mejor historiografía, de Halperín a Hilda Sábato.
Los conflictos se multiplicaban en combates, golpes, intervenciones y asesinatos por las provincias de esa Argentina despoblada. Natalio Botana reconstruyó las dificultades de esa sociedad para estabilizarse sobre un principio de legitimidad. Se debatían desde la organización territorial hasta el reparto federal de los recursos, desde la transparencia del sistema electoral hasta la ideología de la educación pública.
Esas disputas encarnizadas, que llevaron en varias ocasiones a la clausura de este diario, no deberían ocultar un fenómeno que distingue al tiempo de Mitre de nuestro tiempo. Esos enfrentamientos se desplegaban sobre una plataforma de consenso. Había una coincidencia muy amplia en el valor de la Constitución Nacional como colección de garantías y reglas de juego
Alrededor de esas controversias se constituían corrientes de opinión o grupos de afinidad. Pero todavía no existían los partidos políticos, con el nivel de organización con que se los conocería hacia finales del siglo. La política se tramitaba en redes de dirigentes, muchas veces constituidas desde ese Estado que se estaba, a la vez, formando. Las alianzas eran inestables. Los líderes podían pasar de un núcleo a otro. Este tipo de institucionalidad tiene un lejano parecido con el que caracteriza la lucha política en la actualidad. Y es razonable que así sea. En aquel momento los partidos estaban por crearse. Ahora parecen disolverse.
Esas disputas encarnizadas, que llevaron en varias ocasiones a la clausura de este diario, no deberían ocultar un fenómeno que distingue al tiempo de Mitre de nuestro tiempo. Esos enfrentamientos se desplegaban sobre una plataforma de consenso. Había una coincidencia muy amplia en el valor de la Constitución Nacional como colección de garantías y reglas de juego. Con inclinaciones más o menos conservadoras, todos adherían a los principios liberales fijados en ese texto.
Había también una coincidencia extendida en el valor de la iniciativa privada, regulada según los mecanismos del mercado, para desarrollar la economía. Hubo, sobre todo hacia las últimas décadas del siglo, quienes defendieron el industrialismo. Pero nadie discutía las ventajas del modelo exportador basado en la competitividad agropecuaria. Ni a quienes en 1890 se levantaron contra las autoridades denunciando la ilegitimidad del régimen político se les ocurrió cuestionar ese marco general.
Ese consenso básico es, visto desde este presente, inédito. Permite afirmar que solo en aquellas décadas existió algo parecido a un proyecto nacional. Ese proyecto se sostenía en dos ejercicios en los que se destacó la dirigencia política de aquel tiempo. Una lectura inteligente del contexto internacional. Y una imaginación entusiasta respecto del futuro.