Eva Perón, según su séquito íntimo
Tres de sus colaboradores más próximos, que LA NACION reunió hace pocos días en Buenos Aires, cuentan cómo vivía y cómo actuaba la mujer más poderosa de la historia política argentina en los tiempos del Palacio Unzué, la residencia presidencial de Plaza Francia que compartió con Perón durante seis años
lanacionarCae la tarde en el cálido living de un cómodo departamento cercano a Parque Centenario. Allí, frente a un brumoso café, invocando los fantasmas del pasado, se reunieron a comienzos de este mes tres hombres maduros, unidos por la memoria de un tiempo para ellos inolvidable e irrepetible. Todos pertenecieron al círculo íntimo que rodeaba a Eva Perón y a Juan Domingo Perón en el ya lejano momento de su mayor poder, a comienzos de la década del cincuenta. Los tres son hoy, todavía, fervientes peronistas y atesoran con unción cada anécdota de aquel pasado que para ellos no terminó del todo.
El más activo y entusiasta es, sin duda, Andrés López, legendario custodio de Juan Domingo Perón en los años de su segunda presidencia (y posteriormente en el exilio del caudillo en Venezuela). Es él el que convoca a sus viejos camaradas. Esta vez el motivo evidente de la reunión es la cercanía de la fecha del cincuentenario de la muerte de Eva Perón.
Mientras el café ayuda a disipar la temperatura de un atardecer glacial, la conversación se anima y las anécdotas se disparan a repetición. La iniciativa del relato la toma Francisco Ernesto Molina, chofer personal de Eva Perón. A los 88 años, este sanjuanino alto, cordial, afectado por una creciente sordera que no le impide compartir del arcón de su memoria anécdotas desconocidas de "la señora", como dice con inalterable respeto cada vez que menciona a Eva Perón.
"Yo fui el chofer de la señora Evita -aclara- y después quedé con el general cuando ella falleció, por un pedido especial suyo antes de morir. Primero había estado con el general Edelmiro J. Farrell, al que en Presidencia le decían ‘Alberto Castillo’, porque le gustaba cantar. Claro que, aunque hablando con respeto, ladraba más que cantaba. El pasaba parte del tiempo en la residencia presidencial, el Palacio Unzué, en la calle Agüero (donde está hoy la Biblioteca Nacional).
“Después de Farrell, seguimos trabajando en la Presidencia, porque nosotros (conmigo trabajaba también Esteban Defilipi, ya fallecido) eramos como los boy-scouts, íbamos adonde nos mandaban.” Recordando los autos oficiales que se utilizaban por entonces, Molina menciona el Packard que manejaba en tiempos de Farrell y luego de Perón. Ya en la época de las presidencias de este último, en la cochera de la residencia presidencial convivían un Kaiser Carabela que le habían regalado al general, celeste y blanco, además de un “Pájaro de Fuego”. Claro que Perón no salía con esos coches, y había una persona que se encargaba exclusivamente de su cuidado. Por lo general, Perón prefería utilizar en sus salidas un Chevrolet o un Cadillac.
Tras servir muchos años con el matrimonio Perón, y al producirse la Revolución Libertadora, Molina tuvo innumerables problemas. Cinco comisiones investigadoras no lo dejaron en paz. Lo investigaron especialmente por su trabajo en el Palacio Unzué, por su intimidad con la pareja presidencial. “Ellos tenían referencia -aclara- de que yo no utilizaba uniforme en los últimos tiempos del gobierno peronista. El general Perón, en una oportunidad me había dicho: Molina, usted no usa uniforme. Viene de particular. Entonces, ese dato les dio la idea a los investigadores de la Libertadora de que yo era la persona de confianza del general. En un sentido era así. Cuando había algo reservado que hacer, me llamaba a mí.” Los autos oficiales tenían calefacción, pero con Evita se la utilizaba poco porque, como aclara Molina, a ella no le gustaba.
Justamente los momentos que el sanjuanino atesora más cuidadosamente en su memoria son los que pasó como chofer de Eva Perón. “El trato de la señora -relata- era algo extraordinario. Les diré que era una persona de carácter, muy dura cuando debía serlo, pero con nosotros, con su personal, el trato era siempre cariñoso. A los miembros de la custodia los llamaba muchachos. Nosotros, los choferes, éramos hijos (Molina habla siempre en plural, recordando a su colega fallecido Defilipi). Y con la señora estuvimos hasta el último momento.”
Un día de trabajo de Eva
"El día de trabajo de la señora -rememora Molina- comenzaba muy temprano. Nosotros tomábamos servicio a las 8 de la mañana. Antes, a las 7, ya estábamos revisando el coche y a las 8 debíamos presentarnos en la residencia presidencial. A esa hora, la señora ya estaba con su peluquero, Julio, que la peinaba bien temprano. Mientras la peinaba, ya atendía a la gente humilde que llegaba con algún pedido. Los recibía en una habitación de la planta baja. Los dormitorios estaban en el primer piso. Yo conocía el dormitorio de Perón, porque cuando el general tenía que darme una orden me llamaba a la habitación y me decía: ‘Pase, hijo’, y ahí nomás me atendía en calzoncillos, y me daba las órdenes. El suyo era un trato familiar, fraterno.” Recordando el trabajo junto a Eva Perón, Molina menciona cierta ocasión en que habían salido muy temprano de la residencia: “Le pregunté: ‘¿Adónde vamos?’. ‘A la bôite’, me contestó seria. Yo la miré por el espejo, perplejo. ‘Sí, sí, a la bôite, al Ministerio de Trabajo y Previsión, porque ahí los hago bailar a todos’. La señora era recta, había que conocerla. A veces se quejaba de la velocidad elevada con que manejaba. En otras ocasiones, cuando la llevaba despacio me decía: ‘Hijo, no ando paseando, tengo que trabajar’.
“Jamás nos llamaba por el nombre, siempre era: ‘Hijo, vamos a tal lado’. Claro que el general también nos llamaba así y nos trataba con la mayor cordialidad. De todas formas, por la señora sentíamos un afecto especial. Teníamos por ella un gran fanatismo porque veíamos cómo se sacrificaba. La señora quemó su vida, la quiso quemar. Pero la quiso quemar por el general. Tanto que después que falleció Evita éste no tuvo más que contratiempos.” Describiendo el afecto natural que Eva Perón tenía por los miembros de su personal, Molina recuerda cómo se ocupó de sus choferes hasta poco antes de morir. “Cuando falleció la señora, el día en que la estaban velando en Trabajo y Previsión, nos llamó el general: ‘Molina y Defilipi, vengan a vernos’. En ese momento no estábamos ninguno de los dos y todos se alarmaron porque el general nos llamó por el apellido. ‘Cuando lleguen, que me vengan a ver de inmediato’, dijo. Yo volvía de llevar a la madre de la señora Evita a la calle Posadas, donde vivía ella. Finalmente nos presentamos con Defilipi ante el general Perón, en el salón dorado del Ministerio de Trabajo. El estaba rodeado de senadores, ministros, y embajadores. Se puso de pie, se acercó a nosotros y nos puso las manos en la espalda. ‘¿Qué andan haciendo ustedes?’, dijo. ‘Colaborando mi general’, le contestamos. ‘Vean - afirmó-, yo los he llamado porque quiero cumplir un pedido que me hizo la señora cuando estaba por expirar. Ella me dijo: ‘Mirá Juan, no quiero que a mis choferes me los manosee nadie. Así que ustedes -continuó diciendo el general- a partir de este momento quedan al servicio mío.’ El general ya tenía sus propios choferes (Gilabert y Fierro), pero nosotros seguimos a su lado hasta el momento en que marchó al exilio.” Volviendo al tiempo pasado junto a Eva Perón, Molina recuerda que ella siempre subía al automóvil acompañada con algún funcionario con el que hablaba de trabajo. No era de arreglarse o mirarse por el espejo del auto. Ya salía de la residencia presidencial totalmente arreglada, con su famoso sombrerito, muy prolija, siempre.
“Un día -recuerda el chofer- la señora subió al vehículo muy nerviosa, conversando con un funcionario de Cancillería. ‘Esto no se hace así -le decía enojada-, esto debe hacerse en esta forma’.
“Entonces, como observé que había un clima difícil, levanté el vidrio de la visión para que le pudiera decir todo lo que quisiera y yo no tuviera que oírlo. Pero ella enseguida, de su lado, lo volvió a bajar. Cada vez que tenía que llamarle la atención a alguno bajaba el vidrio y los hacía pasar vergüenza delante nuestro. Tenía eso la señora. A la hija del ministro Oscar Nicolini, Irma, una vez que llegamos a Trabajo y Previsión, le hizo saludarnos especialmente porque previamente nos había ignorado al llegar. Le hizo pasar un verano tremendo. Eso no quiere decir que a veces no nos diera un tirón de orejas porque íbamos muy ligero o por algún otro motivo.” Molina recuerda que en un crudo invierno a comienzos de la década del cincuenta, allá por el mes de julio, había trasladado a Eva Perón al Ministerio de Trabajo y Previsión. En aquel entonces, en Plaza de Mayo y Reconquista estaban todas las paradas de los colectivos. “Cuando pasamos por el lugar con Evita -señala-, ella empezó a decir: ‘Ay, pobrecita esa gente, con el frío que hace. Cuando me dejan a mí, vengan a buscar a estas personas y las llevan a su casa. Y que esto mismo lo hagan todos los otros funcionarios que vayan llegando (Cámpora, Méndez San Martín, etc.), como orden del día’. Así que una vez que dejamos a Evita, fuimos a invitar a los que hacían la cola del colectivo a subir al automóvil oficial. Una señora del grupo no quería subir. Le explicamos que era el coche de la señora y que un rato antes, al pasar, ella misma la había saludado. Les dijimos que teníamos la orden de llevarlos a su casa porque era un día muy frío. Finalmente subió y la trasladamos hasta Villa Lugano. Esa gente, cuando se bajó en Lugano, nos besaba el coche por todos lados.” “Después -agrega Molina-, la señora ya estaba muy golpeada, debilitada por la enfermedad. Cuando fue el acto del Cabildo Abierto del Justicialismo, el 22 de agosto de 1951, celebrado en la avenida 9 de Julio, en el edificio del Ministerio de Obras Públicas, había gente hasta más atrás del Obelisco. Seguramente fue la concentración popular más grande de aquella época. Vimos a la señora realmente emocionada ese día. Cuando terminó el acto, Evita nos dijo: ‘Vamos, hijos, vamos al Sanatorio Podestá (allí estaba internado el vicepresidente, Hortensio Quijano). Voy a visitar al doctor Quijano para informarle lo que pasó acá’. Quijano quedó muy emocionado con su gesto.” Recordando los tiempos de Evita en el Palacio Unzué, Molina asegura: “La señora no tenía ‘noches de gala’. Todos los días se terminaba acostando a las 3 de la mañana, pero porque se quedaba trabajando en su oficina. A las 12 de la noche o a la 1 de la mañana, ella estaba todavía en su despacho en el ministerio y la llamaba el general: ‘Venite enseguida’ -le pedía-. ‘Sí, Juan, dentro de cinco minutos voy’ -le decía ella. Eran las tres y media de la mañana y todavía estaba ahí, atendiendo gente.
Ella ni salía a almorzar. Trabajaba desde las 8 de la mañana hasta las 3 de la mañana del día siguiente. Dormía poco. Una hora o dos horas, a lo sumo. Quizás ella se sentía ya enferma y quería darlo todo.
“Cuando llegábamos a la residencia presidencial, a las cuatro y media de la mañana, no ingresábamos por la entrada oficial del chalet. Lo hacíamos, por atrás, donde actualmente está la Biblioteca Nacional. Evita se sacaba los zapatitos (porque tenía pies muy pequeños) y se iba corriendo escaleras arriba para que no la escuchara el general, que ya estaba dormido a esa hora.” El día jueves, aclara el chofer, Evita no salía. Era la jornada (o más bien la tarde) que le dedicaba por completo al general. A la residencia de Olivos no le gustaba ir en lo más mínimo. En el Palacio Unzué, Perón y su círculo más próximo veían películas en la planta baja. Estas eran enviadas por el mismo Raúl Alejandro Apold. Un encargado llegaba dos veces por semana con los films. Al respecto cuenta Molina: ‘Hijo’, nos llamaba Perón, ‘vamos al cine’, y veíamos todos los estrenos. Yo me sentaba muchas veces al lado del general, y después comentábamos las películas. Al general le gustaban especialmente las americanas, no las románticas, sino las de guerra, y lo entretenían mucho los documentales. Evita rara vez tenía tiempo para estas funciones. Ella sólo disfrutaba cuando la llevábamos a la quinta de San Vicente. En la residencia de Olivos, pocas veces salía a caminar.
Recordando el humor y las salidas inesperadas de Eva Perón, Molina agrega que, en una ocasión, se había reunido con los principales dirigentes de la CGT, entre los que se hallaban José Gerónimo Espejo e Isaías Santín. “Evita nos pidió que los lleváramos hasta la CGT. Ella se quedó en la residencia. Yo los llevé en el auto oficial, y todos fumaban en el coche. Una falta de respeto (porque la señora no fumaba). Cuando después le abrí la puerta del auto para que Evita subiera, ella dijo: ‘Huy, pero qué olor a pata hay acá adentro’. ‘Pero señora, -le aclaré- lo único que hice fue llevarlos a la CGT.’ ‘Pero estos tipos no se bañan,- fue el único comentario de Evita-. Ella, en cambio, era tan prolija, y siempre dejaba en el auto una fragancia a perfume bueno, seguramente francés.” Posteriormente, a Molina le tocó llevar a Eva Perón a internarse cuando estaba gravemente enferma. “Ese día se sentía muy mal -aclara-, íbamos con Méndez San Martín. La esperaba el ‘maestro’, como ella llamaba al doctor Ricardo Finochietto. Eran como las 9 de la noche. Eva me dijo: ‘Vamos hijo, al Policlínico Presidente Perón’. Llegamos al portón y ya nos estaban esperando. Mientras aguardábamos que abrieran las puertas, a Evita le salió de adentro una expresión: ‘Ay, pensar que hice esto para mis grasitas, y ahora tengo que venir yo acá’. Llorando, lo dijo, y nos hizo llorar a todos.” Como ya señalamos previamente, otro testigo de lujo de aquellos años es el suboficial mayor (R) Andrés López, porteño, de 79 años, nacido en el barrio de San Cristóbal, que fue custodio del general Perón entre 1951 y 1955. Recordando a Eva Perón, a la que conoció muy bien, y refiriéndose al trato que ésta tenía con su marido, recuerda que: “Hay gente que hablaba cada pavada acerca de la relación entre Evita y el general. Ella era tan inteligente y tan bien ubicada que al general lo trataba de acuerdo con la gente que lo rodeaba en cada momento. Así, según con quien estaba, lo podía llamar ‘presidente’, o ‘mi general’ o simplemente ‘Juan’. En la intimidad, ella le decía, cariñosamente, Juan. El general, por su parte, era muy cuidadoso y sobrio en el trato matrimonial. Cuando venían a la cochera, estando ella ya muy enferma y acompañada por la enfermera, Perón la sacaba a pasear y uno podía percibir la cara de cariño, y el profundo amor con el que la trataba el general. Con qué cuidado y con qué atención la esperaba que llegara al coche”.
Recuerda López que Perón se mostraba muy preocupado, muy apesadumbrado, cuando la salud de Eva se agravó: “Una noche -cuenta-, uno o dos días antes de morir ella, yo me iba para la guardia de la custodia, ubicada al lado del chalet presidencial. Y veo que por el pasillo, cerca de donde estaba la famosa jaula donde Perón tuvo de inquilinos a varios pájaros y hasta un puma, venía un tipo caminando cabizbajo, como pateando el piso con rabia al andar, a veces arrastrando su paso. Me pregunté quién sería. Cuando me acerqué a averiguarlo, veo que era el general, que a esa hora nunca andaba fuera de la casa. Me presenté y le dije: ‘Permiso mi general, destacamento sin novedad’, y le pregunté por Evita. ‘Cómo anda la señora’ -le dije- . ‘Muy mal, muy mal’, me contestó. Y yo lo vi con una cara... Vivía todo el tiempo muy preocupado y triste, por entonces”.
Fotógrafo oficial
Hilario Angel Farías era, en los primeros años de la década del cincuenta, fotógrafo oficial en el despacho del general Perón. Este locuaz y cordial reportero gráfico, nacido hace casi 83 años en Balcarce (remarca que se crió junto con Juan Manuel Fangio, de quien fue amigo personal, y cuyos triunfos deportivos registró en muchísimas oportunidades), fue adscripto a la Presidencia en noviembre de 1948, en pleno período peronista, llegando incluso posteriormente a capturar con su cámara las escenas del bombardeo de Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955.
“Cuando entré a Presidencia, más o menos al mes, el jefe de fotografía, que era Emilio Abras me dijo: ‘Farías, a partir de mañana, usted va al despacho de la señora’. Bueno, allí fui, y me encontré con el fotógrafo personal de Evita, Francisco Caruso, el Gordo Caruso que murió hace varios años en Mar del Plata. Cuando conocí a Evita quedé deslumbrado por su belleza. Era terriblemente fotogénica. Su piel era una porcelana, el cabello, el peinado, todo era tan armonioso. Nosotros, los fotógrafos, notábamos inmediatamente todas esas cosas.
“Perón también era muy fotogénico. Eran dos cosas distintas. La belleza de Evita era una cosa, y la simpatía y la elegancia de Perón eran otra. Los dos eran totalmente naturales. Ella, como modelo femenina, era de primera. Nunca se refirió a un ángulo que no le gustara, o a un perfil preferido.
“La primera foto que le saqué fue con un conjunto de mujeres que habían llegado con chicos. Había un lugar grande donde se atendía a todo el mundo. La gente lo primero que observaba era que estaban los fotógrafos allí. Entonces decían: ‘Señora, ¿nos podemos sacar una foto con usted?’ Evita, inmediatamente nos decía: ‘Fotógrafos, a ver, una foto’. Y entonces íbamos Caruso, yo o el fotógrafo de El Líder, Alfredo Mazorotolo (pese al nombre, nosotros le decíamos el Inglés, porque era alto, flaco y rubio). En aquellas sesiones usábamos las cámaras Spike-Graphic. Ya teníamos los chasis puestos con las películas, y las lámparas de flash.
Cada foto era una lámpara. Porque no había flash electrónico en aquella época. Alguna vez usábamos el magnesio, pero en el despacho de la señora no, porque dejaba mucho humo y para ella, que estaba todo el día allí, era muy molesto.”
Perón y Gina
Farías, además, sacó la famosísima foto de Perón y la actriz italiana Gina Lollobrigida tomada el 27 de noviembre de 1954 durante una visita a la UES en la residencia de Olivos, que sería posteriormente trucada, mostrando a la sensual artista italiana desnuda, salvo por un cinturón y una cartera. “Esa foto -recuerda Farías- la tomé yo, con la Gina vestida. La saqué en la quinta de Olivos. Ella estaba vestida de blanco con un cinturón negro y una cartera negra. Después, cuando vinieron los de la Libertadora, el ‘monje negro’ (hace referencia a un alto personaje del gobierno militar), me llamó a mí para ver si podía trucar esa foto, si la podía desnudar a la Gina. Yo me negué y me echaron de Casa de Gobierno, y después me metieron en cana. El trabajito lo hizo finalmente un fotógrafo del Correo Central. En la foto trucada, Gina estaba desnuda con el cinturón y la cartera negra, que no pudieron eliminar de la imagen. Dijeron que como la actriz llevaba ropa de nylon y la foto fue sacada con placa infrarrojo, se veía directamente la piel. No podía ser con placa infrarrojo, porque en aquella época la película infrarrojo necesitaba un tiempo de exposición de por lo menos 5 a 6 segundos. En la imagen, Perón y Gina venían caminando en una marcha que sería de una décima de segundo a cada paso. Esto quiere decir que cuando pasaban esos 5 o 6 segundos necesarios, ellos ya habían pasado por el lugar. Era mentira que la habían sacado con infrarrojo, porque con infrarrojo en la imagen lo blanco hubiera salido negro. Era ridícula la explicación para cualquiera que supiera fotografía.
“Ellos difundieron la foto trucada diciendo que se había sacado así por expreso pedido de Perón.” Volviendo a sus tareas como fotógrafo de Eva Perón, Farías afirma que daba lo mismo sacarla con ropa de calle o de gala. “De gala -recuerda-, por lo general era en las veladas del 25 de Mayo o del 9 de Julio. Nosotros teníamos que ir de smoking, no como ahora que los fotógrafos van de jean o campera. Yo siempre buscaba la expresión de Eva. Uno tenía que tener el golpe de vista. Ella siempre estaba expresiva, era natural, no posaba. Salvo en las fotos con otras personalidades públicas. Cuando aparecía junto al general, ella le pasaba un poquito el hombro, porque usaba zapatos con tacos muy altos. Todas esas fotos, nosotros las llevábamos a la Secretaría de Prensa. Luego se revelaban y se entregaban para todos los medios, quedando archivadas en la Secretaría. Cuando vino la Revolución Libertadora, yo quise rescatar algo del material, pero la mayoría se perdió, porque las fotos se tiraron o se quemaron.” Al preguntársele a Farías si había podido fotografiar a Perón con Evita en la residencia presidencial, contesta con una rotunda negativa. “¿Solos, Evita y Perón en la residencia? Jamás, porque eso no se pudo dar nunca. En el único lado donde los dos estaban solos e íntimamente era en la quinta de San Vicente. Pero los únicos fotógrafos que podían entrar allí eran Caruso y Abras. A nosotros no nos dejaban trabajar en ese lugar.” Los relatos se superponen y la emoción domina a los viejos camaradas, para quienes Eva Perón no es una figura de manual de historia, sino una mujer de carne y hueso, cuyo recuerdo desgarrado y entrañable los acompañará el tiempo que les toque vivir. Aun para los que no compartan ese sentimiento, semejante devoción emociona, en una época tan fría y tan carente de devociones como ésta.
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