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En los primeros meses de 1862 arribó a Buenos Aires una joven cantante de ópera para actuar en el Teatro Colón, que por entonces se encontraba a un costado de la Plaza de Mayo. Giuditta Altieri, nacida en el seno de una familia acomodada de Dublín, había sido contratada por el empresario teatral Antonio Pestalardo.
La atractiva prima donna de veintidós años causó gran sensación. Las crónicas cuentan que tenía estatura regular y muy buen gusto, no solo respecto de la elección de la ropa, sino también de las joyas que adornaban sus brazos y manos. Más allá de la particular tonada irlandesa, también dominaba el italiano y el francés. Giuditta (que al nacer había sido bautizada Mary Judith) había adoptado el apellido Altieri de su abuelo materno porque en aquel tiempo, en el mundo de la ópera, solían tener más éxito los nombres italianos. Su belleza era inquietante. De su figura sobresalía el intenso rubio de la melena y sus ojos azules.
La cantante pasó sus primeras semanas en el Hotel Roma de la calle San Martín y luego se mudó a la planta alta de una casa ubicada en Cangallo (Perón) y Florida, encima de la sastrería "Los 100.000 Paletós". Cosechó algunos enamorados que pretendían llamar su atención cantándole serenatas. Giuditta solía asomarse vestida de blanco y agitando su abanico, con una sonrisa de embrujo, según la calificación de sus contemporáneos. Con su porte, atraía caballeros a la mencionada esquina. Era habitual que los caballeros pasaran por la casa de Cangallo 602 y miraran si asomaba "la paloma". Porque ese fue el apodo que le dieron por su ropa blanca y por mostrarse en lo alto.
Durante la primavera de ese mismo año la ciudad celebró el regreso del ya consagrado pianista austríaco: Oscar Pfeiffer. Pero no podemos avanzar en la historia del músico sin antes presentar a su madre. Nos referimos a Ida Laura Reyer, quien trascendió con su apellido de casada. El matrimonio con Anton Pfeiffer (ella tenía veintidó años; él, viudo, 46) se sostuvo por quince años. Dando clases de piano y de dibujo para obtener algún sustento, la aventurera se ocupó de criar por su cuenta a sus dos hijos, Alfred y Oscar. Una vez resueltas las vidas de sus dos varones, partió a recorrer el mundo y escribir sobre sus viajes.
Reconocida como la primera mujer exploradora, Ida Pfeiffer fue aceptada en las Sociedades Geográficas de París y de Berlín, aunque no pudo ingresar a la de Londres por el hecho de ser mujer. Ida fue una celebridad mundial, como así también el menor de los chicos.
Oscar, nacido en Viena en 1824, era un avanzado estudiante en una politécnica cuando descubrió que su mayor placer era el piano. Con la ayuda de su madre, y luego de un maestro profesional, encontró su estilo. Mientras él pasaba diez a doce horas diarias en Viena ejecutando melodías clásicas, lejos de allí, en Dublin, nacía Mary Judith. Y si bien más adelante ambos transitarían el camino de los teatros y las presentaciones, recién iban a conocerse en la nuestra tierra.
Pfeiffer –quien había recibido en Buenos Aires la noticia de la muerte de su madre, en 1858, mientras se encontraba dando conciertos la ciudad– fue uno de los más talentosos pianistas de su tiempo. Él tampoco pudo escapar al encantamiento provocado por la rubia que residía en los altos de Cangallo 602, esquina Florida. Actuaron juntos y fortalecieron la relación aún más allá de las presentaciones artísticas.
Se casaron a comienzos de 1863, probablemente en Italia. Juntos recorrieron teatros en Europa, los Estados Unidos, México, el Caribe, Brasil y Uruguay y regresaron más de una vez a la ciudad donde se habían conocido. Cada vez el público valoraba más la capacidad del gran pianista, siempre complementada por su compañera del escenario y de la vida.
Giuditta se bajó de los escenarios a comienzo de los años setenta y solo realizó alguna presentación esporádica. Murió en Río de Janeiro en 1884. Circuló el chisme de que antes había abandonado a Pfeiffer. El pianista siguió actuando en Europa, pero resolvió pasar sus últimos años en Buenos Aires. Regresó en mayo de 1889, pero sin posibilidades de ejecutar el piano con la energía de otros tiempos. Se dedicaba a dar clases en la planta alta de una casa que estaba en la esquina de Cangallo y Cerrito. También en dos escuelas de música muy conocidas de aquel tiempo: la de Cornú y la de Hardoy. Al comenzar el siglo XX, Oscar se mudó a Belgrano, a la quinta Villa Esperanza que había pertenecido al general Mansilla, ubicada en 3 de Febrero y Blanco Encalada (durante décadas, 1914-1982, allí funcionó la Escuela Normal Nº 10). El gran artista murió allí el 4 de agosto de 1906, “a los 82 años de edad, olvidado y pobre”, como informó LA NACION.
Su muerte pasó desapercibida. En esos años ya casi nadie mencionaba al maestro Pfeiffer, y hasta la dulce Giuditta se había convertido en un lejano recuerdo. Sin embargo, durante años, muchos pasaban por la céntrica esquina de Cangallo y Florida y decían, aun sin saber el motivo: “Esta era la Esquina de la Paloma”.
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