La élite digital desembarca en la ciudad
De la mano de Wenceslao Casares, creador de Patagon, 50 inversores del Silicon Valley llegarán hoy a Buenos Aires en busca de negocios
Wenceslao Casares nació en la Patagonia, en Chubut, cerca de la frontera con Chile, y aunque ese sea el escenario más alejado de las redes electrónicas y los no menos inextricables vericuetos de los negocios, terminó fundando un sitio de finanzas llamado –claro– Patagon. En el pináculo de su éxito se lo vendió al banco Santander, que en 2000 pagó por él 750 millones de dólares.
"Teníamos otras cinco ofertas, algunas mejores que la del Santander, pero ese banco tenía fama de no comprar por comprar –dice por teléfono desde Santiago, Chile. Acaba de estar con el presidente Sebastián Piñera y al respecto comenta, entusiasmado–: Chile tiene políticas muy fuertes para fomentar la innovación y los emprendimientos tecnológicos."
Hoy Casares estará en Buenos Aires. No de paseo, sino porque organizó, junto con Dave McClure, uno de los más destacados y respetados inversores en tecnología de los Estados Unidos, un encuentro de 50 inversores y empresarios del Silicon Valley con emprendedores de aquí, Brasil y Chile. Después contará más sobre esto, que es uno de los fenómenos tecno-económicos más relevantes de los últimos años en la región. Pero antes este cronista siente curiosidad por aquel viaje, casi mítico, que inició junto a su mujer el 20 de mayo de 2004. Iban a dar la vuelta al mundo, nada menos.
El que un muchacho de menos de 30 años le venda su sitio web a un banco en 750 millones de dólares (casi mil millones de hoy) es motivo suficiente para sentirse orgulloso. No es algo fácil de lograr, además.
–El viaje en barco alrededor del mundo ha sido lo más difícil que he hecho en mi vida y de lo que más orgulloso me siento.
–Entonces algo te ocurrió por dentro en esos dos años y nueve meses.
–Si, el viaje tuvo la virtud de cambiarnos bastante. Yo había decidido salirme de los negocios, iba a patear el tablero, era demasiado estresante y con mi mujer hablábamos siempre de para qué seguir haciendo algo que estaba bueno, pero que no disfrutábamos. Había trabajado en el banco Santander después de que el banco comprara Patagon, pero estaba cansado de todo. Me dejé el pelo largo, la barba, me llevé una guitarra y me dije que iba a estudiar filosofía y sociología.
–¿Y qué pasó?
–Pasó que cuando llegamos, por ejemplo, yo averiguaba de qué vivían, cómo trabajaban, cómo se podía mejorar.
–Estabas haciendo de nuevo lo que sabés hacer mejor.
–Exacto. Mirá, descubrí que si das la vuelta al mundo en un barco y te va bien, regresás al mismo lugar. Eso es lo que me pasó.
Dos viajes, en realidad. Uno fue interior y lo depositó a Casares de nuevo en el Silicon Valley, en lo que lo apasiona, poner en marcha motores creativos o, como dice él, crear prosperidad.
–¿Tenías Internet en el barco?
–No, no [se ríe]. Pero había armado un sistema que me permitía, mediante un teléfono satelital que costaba carísimo y tenía poco ancho de banda, conectarme a un servidor y bajar los mails que nos habían mandado y enviar nuestros mensajes. Era un poco como si pasara el cartero. Eso sí, el barco tenía un Wi-Fi para la red local.
El viaje, en rigor, había empezado mucho antes de que zarpara ese catamarán con Wi-Fi llamado Simpática, cuyo derrotero está prolijamente documentado en www.simpaticasail.com. A los 15 años, en su Patagonia natal, Wenceslao había leído un libro. Suele pasar que a esa edad los relatos hipnotizan, suele pasar que deciden nuestro rumbo. En este caso se trataba de un chico de su edad que había dado la vuelta al mundo en un pequeño barco.
–Devoraba ese libro, quedé obsesionado con ese mundo exótico que estaba afuera y en la posibilidad de llegar por barco, que es como llegar por la puerta de atrás.
–Al final lo hiciste.
–Sí, y conocimos durante el viaje que otras familias lo hacían casi sin dinero, incluso con varios chicos, en barcos mucho más pequeños… Yo lo había postergado demasiado. Primero, porque creía que no tenía dinero para hacerlo. Luego, porque no tenía tiempo.
–¿El dinero no hace la felicidad, entonces?
–No, definitivamente. Mentiría si dijera que no ayuda, porque te da un montón de libertades, pero el dinero no hace la felicidad.
–¿Cuánto fue el mayor tiempo sin tocar costa en ese viaje?
–Veinte días, de Nueva Zelanda a Indonesia.
En Nueva Zelanda nacería uno de sus hijos, y en Indonesia se enfermaría de neumonía. Lo cuenta cuando enumera las situaciones más difíciles que le tocaron vivir durante esos dos años y nueve meses.
–Fueron de tres clases. Primero, sin duda, la salud de los chicos. Por ahí nos encontrábamos con estas situaciones en alta mar, lejos de todo, o en lugares donde casi no había atención médica. Luego, los piratas o los que creíamos que eran piratas. Una noche, en el mar de Java, mi mujer estaba de guardia y yo, durmiendo. En un momento pegó un grito que, cuando conocés a alguien, te das cuenta de que es de mucha alarma. Subí y nos encontramos con un barco grande, más alto que el nuestro, como un pesquero, pero muy rudimentario, hecho de madera, que se estaba cruzando delante. Al final no eran piratas, pero nos asustamos bastante. En otra ocasión, sí, eran piratas y nos persiguieron durante ocho horas, hasta que se hizo de noche.
–Y el clima, claro.
–Sí, pero en un lugar insólito. Siempre te encontrás con tormentas, pero la peor de todas, que nos sacudió durante 12 horas hasta el punto que creíamos que el barco se iba a romper, fue en el Mediterráneo, yendo de Creta a Barcelona sin escalas, y fue terrible.
Casares parece estar siempre en veinte cosas a la vez. De verdad. Es la sensación que uno tiene al hablar con él. Durante la charla pide disculpas un par de veces para hablar con personas que lo vienen a ver en el encuentro entre el Silicon Valley y los emprendedores chilenos. Asombra su capacidad para alentar a los demás.
–Lo del Silicon Valley suena al refrán de Mahoma y la montaña. ¿Cómo se les ocurrió traer a la flor y nata del corazón de los negocios tecnológicos del mundo a América latina?
–En América latina llegamos tarde a la revolución agraria, tarde a la industrial, y la próxima revolución es la del conocimiento y la tecnologia, y el centro de todo eso es el Silicon Valley. La región tiene que engancharse a este tren. Desde que me mudé al valle me di cuenta de que está muy desconectado de América latina. Hicimos intentos, pero durante tres años no hubo mucho interés de parte de los emprendedores de allá. Pero en el último año eso cambió, sobre todo por Brasil. Así surgió la idea, hablando con Dave McClure, de traer 50 empresarios e inversores del Silicon Valley. Estuvimos en Brasil, ahora en Chile y mañana [por hoy] en la Argentina. Una agenda muy apretada, pero tiene dos lados importantes. Primero, la buena impresión que se lleva la gente del Silicon Valley, que no esperaban encontrarse con un ambiente tan pujante. La otra, que la gente de acá tenga la posibilidad de mostrar su proyecto a gente de Silicon Valley.
El programa, creado por Dave McClure, se llama Geeks On A Plane (GOAP), y se dedica al intercambio cultural y de negocios entre empresarios e inversores de los Estados Unidos y otros países.
Queda todavía una vieja duda respecto de Patagon, uno de los sitios que sí ofrecía algo concreto y útil antes de que la burbuja puntocom colapsara. ¿Por qué, entonces, su estrella se eclipsó tras la compra del Santander?
–Básicamente –dice– lo que pasó fue que la transacción la hizo Madrid con nosotros en Nueva York, y los country managers se enteraron de esto por los diarios. Estos country managers estaban furiosos y además creían que Patagon los canibalizaba, que era una amenaza. Así que lo fueron desactivando políticamente de a poco.
Un trago amargo que un viaje de dos años y nueve meses alrededor del mundo se encargaría de compensar.
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