CÚCUTA, Colombia.— Hay un hombre que predica el Apocalípsis, otro que entrena gallos para
riña y un tercero que compra pelo humano. También hay un negocio de alquiler de enchufes para cargar
celulares, taxis con la suspensión levantada, así soportan la carga que llevan en sus baúles, y una
multitud de gente en tránsito. Estas son algunas de las señales que identifican al puente Simón Bolívar
-que une Colombia con Venezuela- como una de las fronteras más calientes de América.
Ahuyentados por la crisis de su país -la economía se contraerá un 18 por ciento este año- todos
los días se exilian por allí 3000 venezolanos que sellan el pasaporte e ingresan a Colombia de manera
legal. A estos hay que sumarles un número que es aún mayor, nadie lo sabe con exactitud, de los que
cruzan por lo pasos clandestinos para escapar de la miseria del país presidido por Nicolás Maduro.
Si en el inicio de la crisis venezolana se exiliaron en avión los más ricos y educados y luego
le siguió la clase media, que se fue en ómnibus, ahora, empujados por el hambre y la desesperación,
están saliendo los que ya no tienen nada. Imposibilitados de pagar un boleto, se van caminando por las
las rutas colombianas rumbo al sur. Sus destinos son lejanos e incluyen a la Argentina: el año pasado
los venezolanos fueron la tercera nacionalidad con más radicaciones otorgadas en el país.
“Hasta que consiga mi felicidad y la de mi familia”, responde Ernesto José Gallardo al ser
consultado sobre hasta dónde caminará. Con 51 años, esa misma mañana cruzó sin documentos y por el río
la frontera con Venezuela y anda con un grupo de cinco compatriotas. Caminando y haciendo dedo, recorren
la ruta de montaña que lleva a Bucaramanga, la capital del departamento de Santander, en el norte de
Colombia.
Es uno de los miles de venezolanos que circulan desamparados y apenas sobreviviendo por los
caminos de la zona. Cargan sus pertenencias en mochilas o pequeñas valijas, llevan colgantes o fotos
como recuerdo de lo que dejaron en su país, comen lo que la gente les ofrece y duermen en estaciones de
servicio, o donde pueden. El fenómeno de los caminantes es nuevo y tiene en alerta a las autoridades
locales y a los organismos internacionales, como la ACNUR, la agencia de la ONU que se ocupa de los
refugiados.
“La situación de los caminantes nos preocupa muchísimo”, admite Jozef Merkx, representante del
ACNUR en Colombia. Según los números de la agencia, 1,5 millones de venezolanos se fueron del país desde
2014. En su último informe de desplazados en el mundo, la ACNUR destacó la gravedad de la situación en
Venezuela, cuya cifra de solicitudes de asilo es la cuarta más alta del mundo. Solo la superan los
pedidos de afganos, sirios e iraquíes, países atravesados por conflictos bélicos, algo que no hay en
Venezuela.
“Colombia ha sido generosa, pero el extranjero tiene que acogerse a la ley”, declara Christian
Krüger Sarmiento, director de Migraciones de Colombia, en una conferencia de prensa a la salida del
puente Simón Bolívar. Krüger Sarmiento viajó hasta la frontera por la crisis migratoria que está
atravesando la zona. Dice que no “perseguirán personas”, pero sí a las redes que lucran cruzándolos de
manera ilegal.
El problema es que las fronteras entre ambos países son extensas y porosas: a metros de donde el
funcionario habla con la prensa, un grupo de venezolanos intenta escabullirse entre los matorrales para
emigrar sin documentos y lanzarse a caminar en busca de un mejor destino.
Calzada con Crocs rosas, planea caminar 200 kilómetros por rutas de montaña
Imara Fermín es una mujer no le teme a los colores estridentes. Guarecida bajo la sombra que da un
pequeño árbol a la vera de la ruta que sale de Cúcuta, en la frontera con Venezuela, viste musculosa
rosa y negra, calzas en diferentes tonos de verde y sandalias Crocs rosas. El calzado no parece el
más adecuado para recorrer a pie el trayecto que la espera -su meta es Bucaramanga, a 200 kilómetros
por escarpadas rutas de montaña- pero no le importa: salió espantada por el hambre de Caracas y allí
la espera una amiga con un posible trabajo de moza. También lleva un pequeño colgante de madera en
forma de corazón que le regaló su hija. “Lo beso todos los días, lo adoro”, dice.
Su primer destino fue La Parada, un barrio improvisado a la salida del puente Simón Bolívar, el paso
fronterizo por el que salen los venezolanos. Durante un tiempo sobrevivió vendiendo las cajas de
cigarrillos que trajo de Venezuela, pero cuando se le acabaron tuvo que comprarlos en Colombia y el
margen de ganancias se achicó. “Encima los nervios me hicieron volver a fumar”, se ríe. Lo que
juntaba trabajando durante el día apenas le alcanzaba para pagarse el alojamiento, así que decidió
irse.
Camina con Zurima Quevedo, una compatriota en la misma situación que conoció en La Parada y se
convirtió en su aliada en esta aventura.
“Estoy muy asustada”, admite Imara, que cruzó la frontera con papeles falsos y escuchó que la policía
colombiana está deportando venezolanos. La necesidad de conseguir un mejor futuro para sus hijas, de
8 y 13 años, es lo que la empuja a seguir.
La vendedora de café que sueña con conocer a Messi
Un día, mientras caminaba vendiendo el café que llevaba en un termo, Zurima Quevedo vio a una mujer
triste. Era Imara Fermín y se entendieron sin hablar. Estaban en La Parada, el barrio colombiano al
borde de la frontera, ambas tenían 40 años y habían dejado a sus hijos en Venezuela para emigrar
hacia un mejor destino.
Aunaron fuerzas y juntas decidieron que ese lugar repleto de venezolanos en su misma situación no les
iba a permitir progresar y que era hora de irse. Sin otra opción, comenzaron a caminar hacia
Bucaramanga, a 200 kilómetros, donde les dijeron que podía llegar a haber un empleo. Entre las pocas
pertenencias que carga, Zurima lleva una billetera rosa con la foto de su hija.
Las amigas componen una extraña pareja. Zurima es flaca, viste colores opacos y su tristeza es más
evidente. Imara, en cambio, tiene sonrisa fácil, atuendo multicolor y se queja de que el comedor
social que unos curas atendían en La Parada le dejó unos kilos de más.
“Siempre digo que tengo fuerzas, que voy para adelante”, se alienta Zurima, cuyo sueño es conocer a
su ídolo: Lionel Messi.
Tuvo que dejar un reproductor de DVD y un teléfono para pagar su cruce por un paso ilegal
“Camionero, pescador, barbero, lo que sea”: así define su oficio Robert Nárvaez, que dice haber sido
gordo alguna vez. Ahora está flaco y asustado mientras espera al costado de la ruta de Cúcuta, en la
frontera de Venezuela con Colombia.
El sol del mediodía castiga impiadoso, pero por los menos le seca la ropa. Esa misma madrugada estuvo
con el agua a la cintura mientras cruzaba a Colombia por un río, el paso ilegal al que tienen que
apelar aquellos que van sin papeles. Carentes de dinero, Robert y el amigo que lo acompaña,
Arquímedes Rodríguez, tuvieron que dejar lo único que tenían: un reproductor de DVD y un teléfono.
Le quedaron algunas pocas pertenencias y las fotos de su recuerdos. “Llevo a mi Virgen del Valle, a
mi mujer y a mis hijos”, enumera. Caminan hacia Perú. En la Isla Margarita, ese destino de Caribe y
turismo en Venezuela, quedaron su mujer y sus dos hijos. “Estoy asustado”, admite.
Se fue de la isla Margarita porque estaba cansado de comer yuca y sardinas
“Yuca y sardinas”, eso es lo único que les quedaba para comer en la Isla Margarita, Venezuela, a
Arquímedes Rodríguez y su familia. Desesperado, viajó en el piso de un ómnibus con su amigo Robert
Narváez hasta el puente Simón Bolívar, en la frontera con Colombia. Un colgante tallado en azabache
de José Gregorio Hernández, un médico venezolano en proceso de beatificación, lo protege durante el
viaje.
Allí cruzaron un río, el paso ilegal al que apelan los que no tienen papeles y comenzaron a caminar
con rumbo a Perú. “Un mes, un mes y medio, lo que haga falta”, eso, dice, es lo que caminarán hasta
llegar a destino. “Me voy para buscar un futuro para ellas”, dice en referencia a su mujer y su
hija.
“Estoy buscando un futuro para mis hijos porque en Venezuela falta de todo”
Como todos los venezolanos expulsados por la crisis de su país, Alexandra Carrión apela a cálculos
matemáticos de lo más sofisticados cuando tiene que explicar la economía imposible que dejó atrás.
Los precios están en millones de bolívares -5 millones para una bolsa de arroz, 6 millones para una
ración de carne- pero lo central es que el dinero no alcanza. Por eso se lanzó a caminar con rumbo a
Bogotá. Sus hijos quedaron en Caracas al cuidado de su madre y los extraña. Como recuerdo luce un
arito que le dio su hija. Igual, no se deja desanimar. “Voy con un grupo de compañeros y vamos
echando chistes, riéndonos, acordándonos de la familia, pero el momento triste lo dejamos ahí para
poder seguir”, dice.
“Voy a caminar hasta que consiga mi felicidad y la de mi familia”
A Ernesto José Gallardo todavía le dura el miedo que sintió hoy a las 5 de la madrugada, cuando cruzó
con el agua a la cintura el río que hace de frontera entre la Venezuela de la que escapaba y
Colombia, el país al que ingresó sin documentación. “Nunca estuve tan asustado en mi vida”, explica
un par de horas después y ya en la ruta que, espera, lo llevará hasta Bogotá. Lo protege una
estampita del Malandra Ismael, una especie de Robin Hood venerado en Venezuela. “Me acompaña y me da
fuerzas”, dice.
Tiene los pies ampollados y le da vergüenza ir mal vestido, pero dice que hablar lo ayuda a
desahogarse y le da consuelo. “Voy a caminar -asegura- hasta que consiga mi felicidad y la de mi
familia”. Los dos compañeros con los que partió de San Felipe, en Venezuela, no soportaron los
rigores del viaje y se volvieron a la casa, pero él seguirá. “Si derrotado salí de Venezuela,
derrotado no voy a volver”, se juramenta.
“Voy a Barranquilla, o hasta a donde me lleguen los pies”
“Ya es hora Presidente de que salga de ahí”, dice Junior Díaz Alexander refiriéndose a Nicolás
Maduro, el líder venezolano detrás de las penurias que empujaron a él y a otros miles de
compatriotas al exilio. Su destino es Barranquilla o “hasta donde lleguen los pies”. “En Venezuela
hay días que los papás no quedamos sin comer para alimentar a nuestros hijos”, se queja mientras
muestra la foto de dos de ellas, la fuerza que lo empuja para seguir.